“En este catálogo de la opresión, la idea de igualdad juega un papel significativo, aunque ambiguo. La libertad es tan importante que todos deberían tenerla en la mayor proporción posible. Pero hay otra manera de considerar la igualdad: la igualdad es tan importante que no sólo la libertad, sino cualquier otra cosa buena debería poder gozarse sólo en la medida en que sea posible gozarla de manera igualitaria. En este último sentido, la igualdad se parece más a otros bienes que he mencionado (la gloria de la nación, el servicio a los dioses): es un bien que invalida el bien de las personas particulares, en tanto el bienestar de algunos se sacrifica en pos de ese bien, e incluso si lo que ocurre es que el bienestar de los demás no se incrementa. Esta situación exige nivelar hacia abajo (lastimar deliberadamente a algunas personas, y no ayudar a otras), si es que esa es la única manera de acercarse a la igualdad. Ese era el proyecto de Pol Pot cuando vació las ciudades de Camboya de los habitantes más educados y más prósperos, a los que mató u obligó a retirarse hacia los campos; es como si la igualdad fuera una meta como la Gran Pirámide. La visión de la igualdad como una Gran Pirámide subordina los bienes particulares (el bienestar de los individuos) a esa única abstracción grandiosa”.
Charles Fried, La libertad moderna y los límites del gobierno
Benjamin Constant, ícono del pensamiento liberal y “apóstol de la libertad moderna”, sostuvo que “la libertad individual es la primera necesidad del hombre moderno”. Entre la larga cita de Charles Fried, intelectual orgánico –si se me permite este uso de un término gramsciano para hablar de un “honorable e independiente” jurista estadounidense– del establishment neoconservador forjado en la “gran década reaganiana”, y la programática definición de Constant se ha desplegado, como si hubiese encontrado su máxima destilación, el ideologema libertario que ha recorrido la historia de una nación capaz de transformar en sentido común planetario su particular y peculiar concepción de la vida en sociedad. Lo que acecha cuando se esgrime la causa de la igualdad es, siempre, el fantasma de Pol Pot. Contra esa locura totalitaria se levanta la “rebeldía libertaria” de los herederos de los padres fundadores y de Friedrich Hayek, el otro fundador austríaco pero del neoliberalismo que pasaría su posta a Milton Friedman y sus Chicago Boys. La alquimia de “bienes particulares” y de “bienestar de los individuos” constituye el escudo impenetrable de un espíritu forjado por quienes supieron construir una nación desde su más plena reivindicación de la libertad de cada persona-propietaria, incluso por encima de la propia idea de democracia.
Fried y el juez Griesa expresan la gran utopía del alma estadounidense. En ellos, en sus ideas y en sus fallos, está la última defensa contra el avance del igualitarismo depredador. Saber desentrañar sus orígenes y su desarrollo en el tiempo constituye una manera de comprensión de lo que hoy sigue estando en juego. Sin por eso ir en detrimento de los componentes económicos del litigio que, por supuesto, son un dato relevante y para nada contradictorio con este desvío que intento hacer a través de la elaboración de una mentalidad que le ha dado su forma y su sustancia a la travesía estadounidense por la historia. Sin estos imaginarios culturales, sin esta matriz de la subjetividad y del sentido común que ha ido formateando lo profundo de las conciencias de esa nación sería muy difícil desenrollar la madeja de lo que está aconteciendo alrededor de un fallo que puede parecer inverosímil para el resto de los países y, mucho más, para los argentinos.
Lo que el profesor de derecho de Harvard –templo insigne de la meritocracia universitaria bostoniana– ha tallado con fuego en su libro de vejez no es otra cosa que lo que el estadounidense medio piensa de lo que piensa y cree el estadounidense medio: que su libertad individual, su destreza para hacerse a sí mismo enfrentando todas las dificultades y a todos los intentos de limitación surgidos desde el Estado, constituye el bien absoluto, la quintaesencia de su concepción del mundo. Desde los lejanos días de la rebelión del té, esa que inició la demanda de independencia a partir de la siempre repudiada intervención impositiva del fisco estatal sobre los “derechos individuales de propiedad”, hasta la aprobación por parte de la Corte Suprema de Washington del fallo del juez Thomas Griesa a favor de los fondos buitre y en detrimento del Estado argentino, lo que sigue una línea de constancia asombrosa es precisamente la prioridad que el mito de origen de los descendientes de los puritanos del Mayflower ha tenido a lo largo de más de 200 años de historia independiente. Se trata, hoy como ayer, de priorizar la “libertad individual” a la igualdad, ese monstruo de mil cabezas que amenaza el estandarte fundacional del gran mito americano. Una “libertad individual” que siempre va inextricablemente unida al fundamento de toda genuina libertad que no es otra cosa que la “propiedad privada”, primero de mi cuerpo y después de mis bienes adquiridos gracias a mis virtudes.
En un libro más que interesante y sobrecogedor –La religión en los Estados Unidos–, el crítico literario Harold Bloom se detuvo con minuciosidad a analizar lo que se guarda en el interior de la religiosidad del país del norte, esa suerte de indiferenciación entre la libertad y la creencia arraigada de que cada individuo está a solas con Dios. “En la realidad social –escribe el crítico de Yale–, esto se traduce como soledad, al menos en el sentido más íntimo. El alma se aísla y algo más profundo que el alma, el Verdadero Yo, identidad propia o chispa, queda libre para estar completamente a solas con un Dios que también está muy aislado y solitario, es decir, un Dios libre o Dios de la libertad”. Es esta, posiblemente, la génesis de una conciencia que atraviesa de lado a lado la vida estadounidense hasta definir una idiosincrasia que no siempre es comprendida por el resto de los habitantes del mundo. Una idiosincrasia que se sostiene en esa alquimia de individualismo, soledad, autocomplacencia y referencialidad narcisística que los lleva a imaginar que, como también lo señala Bloom, “Dios ha elegido personalmente a cada estadounidense”. Seguramente los miembros de la Corte y el juez Griesa se sienten personalmente elegidos por ese Dios siempre preocupado por defender los intereses particulares de aquellos inversionistas que representan la quintaesencia del espíritu emprendedor y aventurero del self made man americano.
Como gotas diferenciadas en el océano de la igualdad abstracta y totalitaria, los ciudadanos de la tierra de Washington y Lincoln se ven a sí mismos como los defensores a ultranza de la libertad individual. Por eso se arman hasta los dientes y construyen fortalezas militarizadas para proteger su inmaculada soledad libertaria, por eso también han sembrado de violencia homicida los más diversos territorios allende sus fronteras y siempre bajo la excusa de defender su mito de origen y su autoconciencia de individuos elegidos por Dios. Ellos solos contra un mundo hostil que ha sabido construir su quinta columna bajo la forma del Departamento de Estado que amenaza con reducirlos a la servidumbre impositiva y a una deuda perenne con un gobierno cada día más inclinado hacia el igualitarismo comunista. Cada quien debe velar por sí mismo, cada cual debe ser capaz de realizar su vida exitosa sin el amparo de la ayuda social. Quizá por esto no sorprende el fallo de la Corte Suprema de Justicia que ha vuelto a poner los intereses de un individuo o grupo inversor por sobre, incluso, los de la nación a la que pertenecen. Ellos han sido elegidos para defender el mito fundacional que, eso también es más que evidente, se corresponde con los intereses del capitalismo especulativo estadounidense y de su actual etapa neoliberal.
“Ningún estadounidense se siente pragmáticamente libre si no está solo, así como ningún estadounidense acepta en el fondo que es parte de la naturaleza”. En esta aseveración de Bloom se esconde, aunque parezca sorprendente, el meollo ideológico del fallo de Griesa y de su perfecto maridaje con los intereses de la ultraderecha del Tea Party. Ellos defienden lo mismo: la libertad individual por sobre las demandas de una falsa igualdad; los derechos de propiedad privada (que es la única efectivamente aceptada como reguladora de todos los otros derechos y como núcleo soberano de cualquier demanda) por sobre los intereses de una nación. Si es necesario contradecir ocho siglos de derecho público y de ir contra toda racionalidad en la jurisprudencia de las deudas y los quebrantos en pos de defender la libertad amenazada por las incongruencias de un gobierno para colmo populista, se lo hará con mano firme. Y para eso también está la Corte Suprema, garantía última de la defensa del sector más conservador de una sociedad levantada sobre la conjunción del individualismo ético (si es que esto no constituye un oxímoron) y la sacrosanta propiedad privada.
Esto es Estados Unidos, esta es su fundamentación moral, el eje alrededor del cual se ha ido forjando el “espíritu de una nación”. La libertad (bajo la impronta de su peculiar e idiosincrásica definición) como estandarte decisivo y como núcleo último de la razón de ser de una sociedad que prefiere proyectar como valor supremo los derechos individuales aunque bajo esa lógica se dañen los derechos de millones y millones. Una libertad que debe sustentarse no sólo en el deseo de ser libre sino en alcanzar los medios materiales para lograrlo efectivamente. Quienes no lo logran, los perdedores de la historia, no cuentan a la hora de privilegiar la “libertad individual” sobre la igualdad. Los que quedan del lado de “la igualdad” no pueden ni deben ser amparados por el Estado, su incapacidad y su infortunio es testimonio de su derrota. Basta ver lo que Barack Obama tuvo que retroceder en relación con el plan nacional de salud pública para entender la fuerza impresionante del poder real en un país que ha sabido fusionar sentido común, ideología, orden jurídico y concentración de la riqueza. Lo sorprendente no es que hayan logrado capturar el “espíritu de las mayorías estadounidenses” sino que también lo hayan logrado con muchos de quienes, entre nosotros, se han convertido en sus mejores defensores.
Infonews
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