Por Jorge F. Hernández
Entre leyendas y veras, una serie de hechos del siglo XIII –entre reales e inventados por la imaginación de boca en boca— originaron lo que se conoce como La Cruzada de los Niños. En 1212, después de la Cuarta Cruzada (mesiánica misión por reconquistar Jerusalén de manos de los musulmanes) cundió la noticia de un anónimo niño francés que afirmaba haber sido visitado por Jesús de Nazareth y escribe una serie de cartas dirigidas al rey de Francia, que decían entregó personalmente en la corte, donde pedía al monarca la organización de una Quinta Cruzada para la salvación de Tierra Santa. Se decía que el rey hizo caso omiso de la petición y que el niño, al volver a su aldea, fue nuevamente visitado por Jesús de Nazareth para designarlo como líder y responsable de una Cruzada Infantil que retomaría Jerusalén y barrios circunvecinos con la invencible armada de la bondad y pureza de los niños que lograra reclutar. Ante la duda lógica e intuitiva del niño sobre cómo le harían los Cruzados Infantes para cruzar el Mediterráneo, el Cristo Redentor le garantiza que esas aguas se abrirán a su paso, tal como lo logró Moisés según relata no sólo la Biblia, sino también el Corán.
Corría por toda Europa la incomprobable verdad de que al mismo tiempo de que formaba la hueste francesa de niños, otro niño en Alemania recibió la misma instrucción divina con otra aparición de Jesús de Nazareth. Se decía que en el camino a Niza, en el sur de Francia, se unieron ambos contingentes sumando un total de 30,000 niños cruzados ya en el convencimiento de su misión y algunos académicos gustan asociar a la travesía el remoto origen del cuento de “El flautista de Hamelin”, pues la horda, hambrienta y cegada por su fe inquebrantable no hacía más que arrasar con cuanto campo cultivado, cosecha levantada y comida en toda choza, fonda o posada como inmensa plaga de roedores insaciables. Las diferentes versiones coinciden en narrar que al llegar a Niza sólo quedan tres mil niños y trescientos adultos que se unieron a la aventura, pues la inmensa mayoría desistió en el camino o murió de hambre en descampados de noches infinitas.
Los que lograron llegar a las faldas de espuma del Mediterráneo pasaron dos semanas rezando, hincados, a la espera de que se abriera el mar en vereda directa hacia la Tierra Prometida. Eso nunca sucede y a los niños cruzados por la fe ciega se les aparecen unos mercaderes que ofrecen siete barcos para poder cumplir su misión. The plot thickens, diría Dickens, cuando dos de los bergantines naufragan cerca de Cerdeña y los restantes cinco barcos llegan a Alejandría tan sólo para que los malvados mercaderes vendan a los miles de niños restantes como esclavos en mazmorras bereberes.
Remoto presagio de la biografía de Miguel de Cervantes, el final de los niños cruzados lo cierto es que científicos e historiadores serios coinciden en señalar con datos verificados que efectivamente hubo grandes migraciones en el año de 1212, pero de adultos andrajosos y desposeídos, campesinos despojados de sus tierras y vagabundos en general, a quienes por piedad y costumbre se les llamaba “pueri”, como si fueran niños inocentes ante los embates de su situación que los obligaba a vagar por la geografía incierta en busca si no de su redención espiritual, al menos de su sobrevivencia urgente. Verídica es la biografía del pastorcillo Esteban de Cloyes que obraba milagros y llegó a reunir una hueste de 30, 000 seguidores hasta llegar a Saint-Denis con la misión de entregarle personalmente a Felipe II de Francia una carta escrita y firmada por Jesús de Nazareth que llevaba consigo el pastorcillo Esteban, pero no consta que su propósito final fuese liberar Jerusalén y verídica también la historia de Nicolás, pastor alemán que condujo a un grupo de 7000 fieles a través de los Alpes hasta llegar a Génova y, con sólo ver el Mediterráneo, se desbandaron por toda Italia y sur de Francia.
Con todo, La Cruzada de los Niños dio origen a la rara novela Las puertas del Paraíso, escrita en dos párrafos –uno de 180 páginas de largo y el segundo, de una sola línea—del escritor polaco Jerzy Andrzejewski (magníficamente traducida al español por Sergio Pitol) donde la saga se narra a través de las confesiones como monólogos de los niños cruzados a un sacerdote que acompaña y ensalza la enloquecida misión. Por otro lado, el genial escritor Marcel Schwob (muerto en París hace un siglo) había intentado su propia versión de la leyenda con la novela precisamente titulada La Cruzada de los Niños, normalmente publicada con prólogo de Jorge Luis Borges. Al tiempo que Borges declara su admiración irrestricta por Schwob, el lector confirma la maestría del escritor francés al atinar hilar la historia a través de los muchos fragmentos conocidos de la historia con una novela escrita en espiral, de ocho segmentos, conformados por el relato de un cura que acompaña a los infantes, un goliardo y otro menesteroso que son testigos de la travesía infantil, la horda convencida de niños como inmenso e incontenible “enjambre abejas” y el engaño y desahucio de toda la empresa no sólo ante el Mediterráneo que no se abre, sino en la tragedia final de su esclavitud multitudinaria al llegar a las costas que creían prometidas para su salvación.
Perdón. Todo el rollazo anterior ha sido escrito como pretexto para externar mi estupor y profundo desasosiego ante la terrible crisis humanitaria que se vive en la frontera entre Estados Unidos y México, lejos de la algarabía futbolista y de las ceremonias de fin de curso en casi todas las escuelas del planeta. A partir de octubre de 2013 y al día de hoy se calcula que se suman ya alrededor de 100,000 menores de edad, sin acompañantes adultos, que han intentado cruzar indocumentados hacia lo que consideran por diversas razones su Tierra Prometida, ya sea porque allá se encuentran familiares o sus padres mismos, o bien porque huérfanos de familia por las guerras y guerrillas del narcotráfico en todos los países al sur de la intacta USA o bien por las garras de pandillas como la Mara Salvatrucha o los Caballeros Templarios o la absoluta negación y desprecio de todos nosotros no les queda otro horizonte que suponer que las aguas del Río Bravo se abrirán en vereda de ladrillos amarillos directamente al Palacio del Mago de Oz, tal como lo logró Charlton Heston en su Hollywoodesca hazaña sobre la pantalla de todos los sueños.
Todo menor de edad (que no sea mexicano o canadiense), que sea detenido en la frontera o ya en territorio norteamericano sin acompañamiento de un adulto, cae bajo custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos del gobierno de Estados Unidos. Cumplido un mes de su detención, son entregados a familias altruistas y samaritanas norteamericanas que serán su familia anfitriona en tanto se programa un juicio migratorio en una corte especializada. Todo menor de edad, que no sea canadiense o mexicano, que caiga en esa situación –aunque dramática, transitoriamente salvoconducto de vida—puede esperar años a que se lleve a juicio su caso, por lo que es de suponer que más de un niño mexicano perfecciona acentos centroamericanos y niega por completo cualquier rasgo de mexicanidad con tal de vivir en el limbo feliz del primer mundo. De los cien mil menores de edad que se suman a la fecha, sólo el 25% declara ser mexicano y el resto se reparte entre cinco nacionalidades centroamericanas y de los 50,000 migrantes menores de edad que fueron arrestados el año pasado, sólo 2.000 fueron devueltos a sus países de origen.
En La Cruzada de los Niños, Marcel Schwob narra con estilete el asco de los desentendidos burgueses que ante “el enjambre de abejas” haría cualquier cosa por empujarlos hacia el Mediterráneo como “turba infantium”, tal como hoy mismo nos distraemos con las mentiras de la FIFA y el azar de un penalti fingido con tal de no pensar seriamente en la tragedia de cien mil niños sin acompañamiento alguno, apuntalado con una casi estricta consigna de no mostrar imágenes del abultamiento en los albergues, pesadilla de Herodes. En algún pasaje de la novela de Schwob se apunta como principal peligro al que enfrentan los infantes no el oleaje voraz del Mediterráneo, sino la amenaza entre las sombras de todos los adultos de esa “secta que los mutila… para exhibirlos e implorar caridad”; hablo de los “polleros” y “coyotes” que cobran sus quincenas bien remuneradas engañando no sólo niños sino a todo adulto que cree en su guía para cruzar desiertos impasables, alambradas imposibles y muros infranqueables, pero también hablamos quizá de los propios padres o parientes –ya instalados clandestinamente en la inmensa fuerza laboral ilegal de los Estados Unidos—que se juegan el futuro de sus hijos, lanzándolos al incierto salvoconducto de los enredos migratorios y el hospedaje adoptivo para que sean ellos mismos los que al cruzar la frontera se vuelvan la nueva Cruzada Infantil de una posible vida, libertad y prosperidad de la que hablaba Thomas Jefferson o Benjamín Franklin, con el añadido del derecho inalienable de todo ser en su búsqueda por la felicidad.
En la novela de Schwob, tanto el Papa Inocencio III, como su sobrino también Papa, Gregorio IX, culpan al Mediterráneo de la desgracia de los miles de niños inocentes, muertos de hambre, ahogados o esclavizados en Egipto. Hablándole al mar, Schwob hace decir al Papa Gregorio: “Soy culpable como tú de faltas que no conozco. Tú te confiesas incesantemente sobre la playa por tus mil labios dolientes, y yo me confieso contigo, gran mar sagrado, por mis labios marchitos. Uno al otro nos confesamos. Absuélveme y yo te absuelvo”. Ante el inmenso mar de la frontera que separa a los Estados Unidos del resto del mundo, culpables todos nosotros de tantas faltas que no conocemos en profundidad, sería utópico y descabellado –pero no por ello dejo de proponerlo como locura viable—que las escuelas de ambos lados de la frontera, todos los estados posibles y todas las familias dispuestas, adopten a todos los menores indocumentados que sea posible identificar como huérfanos, abandonados… o mejor aún, que todos los países afiliados a la FIFA (un número de miembros mayor al que se cuenta en la Organización para las Naciones Unidas) hagamos un concilio urgente y demandemos –amén de una ya muy ansiada auditoría a esa enrevesada organización “sin fines de lucro”—y se utilicen algunos de los millones, de los cuatro mil millones de dólares que obtendrán como resultado del Mundial Brasil 2014 (sin tener que pagar impuesto alguno y con gastos que no merman su botín) para el bien o por lo menos para balones y canchas de juego para salvación de esos cien mil migrantes menores de edad, indocumentados, sin acompañantes adultos. Algo que absuelva a Josep Blatter y toda su corte y a todas las federaciones afiliadas; algo que nos absuelva a todos.
El País
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