Por Robert Fisk *
Cortar, serruchar o cortar en pedazos la cabeza de alguien es demasiado sangriento. Dolor. Lo grotesco. La muerte por un instrumento cortante es la vergüenza, el sufrimiento en un matadero de animales. Es el teatro más repulsivo, entendido por los romanos, los Tudor, los revolucionarios franceses, los guardianes del wahabismo. El color es rojo brillante.
Ser colgado, arrastrado y descuartizado se trata del miedo, el terror –una palabra usada abiertamente en París después de 1789– y la obediencia. Todavía lo es. La descripción más acertada, precisa y horrible que leí sobre este tipo de ejecuciones –los que sufran de los nervios no necesitan leer más– provino de un irlandés expatriado que se topó con la decapitación “judicial” de tres sauditas en Jeddah en 1997.
“De pie a la izquierda del primer prisionero, y un poco detrás de él, el verdugo se centró en su víctima. Vi cómo la espada fue levantada hacia atrás con la mano derecha. Me imaginé un movimiento hacia arriba con un palo de golf. Empieza el movimiento hacia abajo. ¿Cómo lo puede hacer desde ese ángulo? La hoja llegó al cuello y lo cortó como una cuchilla cortando un melón, un chasquido húmedo. La cabeza cayó y rodó un poco. El torso cayó limpiamente. Ahora entiendo por qué le ataron las muñecas a los pies ... el cerebro no tuvo tiempo de decirle al corazón que pare, y el último latido bombeó un chorro de sangre que salió del torso sin cabeza sobre el zócalo.”
Curiosamente, en aquel entonces –en los días en que la decapitación era considerada un de-sagradable ritual mundano en la sociedad saudita wahabí– esta descripción, en The Irish Times, no provocó la más mínima respuesta. Nadie se preocupaba por los pecados de los tres desgraciados, ni el “juicio” al que fueron sometidos, ni el dolor que deben haber sufrido. Todo era parte de una tradición atemporal. Se sabe, esos tipos guerreros, siempre cortando en pedazos a unos u otros. Decapitaciones, amputaciones, lo que sea.
Ahora que la costumbre se ha extendido a través de los desiertos de Irak y Siria, sin embargo, y abarcado lo bueno, lo malo, lo feo y lo verdaderamente inocente, todos estamos hablando de genocidio, apocalipsis y el fin del mundo. Estado Islámico, la última plaga de Medio Oriente que tenemos que temer y detestar –¿recuerdan los verdugos de Khomeini, los torturadores de Saddam y los verdugos de Assad?–, ha vuelto el cuchillo del carnicero como un instrumento de la política. El debate, la discusión, las objeciones no tienen cabida en el sistema de gobierno de este grupo salafista.
Es el gobierno por el miedo, estilo Gengis-Khan, Tamerlán el victorioso –¿no es ser valiente mostrarse triunfante a través de Mosul?–, en el que el poder (y la venganza) se imponen con el cuchillo. ¿Soldados iraquíes chiítas? Que el batallón les dispare en la nuca. ¿Los cristianos? Que se conviertan o mueran. ¿Reclutas sirios? Corten sus gargantas. Y filmen en video todo el horripilante asunto. Desde que la Wehrmacht tomó fotos turísticas de sus masacres de los judíos de la Unión Soviética no hemos tenido culpables documentando sus propios crímenes de guerra en una escala tal. De hecho, el video del teléfono móvil, el blog e Internet se han convertido en los nuevos proveedores de terror terrenal.
No tiene sentido buscar la oscura inspiración detrás de la decapitación. Casi todos los textos antiguos pueden usarse para justificar el asesinato judicial, la limpieza étnica o el genocidio. La Biblia está llena de estas cosas. Pero el elemento singular del Estado Islámico –fiel a la filosofía sombría del siglo XVIII del propio Muhammad Ibn Abdul Wahhab, tan dura e intolerante que el pueblo de Basora lo echó de su ciudad después de su breve visita a lo que hoy es Irak– es la idea de un retorno a los orígenes del Islam, a la pureza. Lo que significa pre-cisma Islam, antes de la gran división chiíta. Y la pureza es sobre los absolutos, derecho absoluto y el mal absoluto, por lo que la bandera del Estado Islámico es blanca y negra, como lo es la bandera de Al Qaida.
Por supuesto, el Al Qaida original favorecía a los hombres que crearían este monstruo. Cuando Abu Musab al Zarqawi, el hombre de la red terrorista en Irak, murió en un ataque aéreo de Estados Unidos en 2006, Osama bin Laden lo describió como “un león de la jihad”. Pero a través de su sucesor Abu Abdullah al Rashid al Baghdadi y ahora Abu Bakr al Baghdadi, este particular clon de Al Qaida se salió de control. Lejos de pretender representar a todos los musulmanes, los afiliados locales de Al Qaida abrazaron las aspiraciones sunnitas, incluso tribales. Así, en una carta –probablemente por el propio Bin Laden, menos de un año antes de su asesinato por los estadounidenses– se queja de que algunos de sus “hermanos” estaban “totalmente absortos en la lucha contra nuestros enemigos locales” y usando a otros musulmanes como escudos humanos (Bin Laden llamó a esto el “argumento de barricada”).
Si sólo hubiéramos capturado a este hombre y juzgado por los crímenes de Al Qaida contra la humanidad –en lugar de asesinarlo, que lo hicimos– quizás el debido proceso nos hubiera permitido oír más el argumento de Bin Laden. Pero, por supuesto, lo liquidamos. Y ahora los jefes militares estadounidenses hablan histéricamente sobre el apocalipsis y su presidente admite que “todavía no tiene una estrategia”.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12
Traducción: Celita Doyhambéhère
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