miércoles, 3 de septiembre de 2014

De la dictadura a la "maldita policía": el caso de Víctor Fogelman

Uno de los represores enjuiciados en Bahía Blanca accedió al estrellato veinte años después de la dictadura, cuando siendo uno de los máximos jefes de la Bonaerense se encargó de la investigación por el caso Cabezas, viciada por maniobras que apuntaban a desviarla.
alt
Por Diego Kenis
La presencia del comisario mayor retirado de la Policía Bonaerense Víctor Fogelman en el juicio por delitos de lesa humanidad que por estos días se desarrolla en Bahía Blanca confirma que esta clase de procesos judiciales no vienen sólo a arrojar luz o traer justicia sobre hechos cometidos hace tres décadas y media. También aportan a la construcción colectiva de un futuro libre de miedos inoculados desde la estructura estatal y a esclarecer épocas más recientes, a las que explican en su gestación a través del reconocimiento de precedentes o el detalle de la biografía de los imputados.
Fogelman, que más de veinte años después se retiró de la fuerza en el segundo escalón de jefaturas de la “maldita policía”, está en el banquillo por el secuestro del militante peronista Rubén Jara, ocurrido en Punta Alta durante la última dictadura bajo la órbita de la Armada Argentina.
Punta Alta, 1976
De acuerdo a las pruebas que pesan contra el oficial de por entonces treinta y un años, cuatro días después de producido el golpe de Estado que derrocó al gobierno de María Estela Martínez Fogelman protagonizó el arquetípico procedimiento de detención clandestina: secuestró a Jara en un automóvil sin patente, lo encapuchó y entregó a la Policía de Establecimientos Navales, uno de los tres Centros Clandestinos de Detención (CCD) que funcionaron durante la dictadura en la Base Naval de Puerto Belgrano de Punta Alta.
Pocos minutos después, Jara fue trasladado a otro CCD: el buque “9 de Julio”, amarrado en los apostaderos de la misma Base. Durante su cautiverio, que se prolongó hasta agosto o septiembre de ese año, sufrió torturas, interrogatorios bajo tormentos y simulacros de fusilamiento, y fue obligado mediante amenazas a desprenderse de buena parte de su patrimonio.
Lo pequeño de la ciudad en que secuestrado y secuestrador vivían fue uno de los elementos que depositó a Fogelman en la instancia de juicio oral: su víctima lo reconoció porque ambos habían compartido, antes del golpe, ámbitos sociales comunes.
Desde el 8 de julio pasado, el ex hombre fuerte de la Bonaerense y empresario de la seguridad privada está sentado en el banquillo junto a otra veintena de represores acusados de participar en el terrorismo de Estado bajo control operacional de la Armada, que en el sudoeste bonaerense se reservó la zona costera de Ingeniero White y Punta Alta. La extensa nómina de enjuiciados incluye a marinos y también a miembros retirados del Ejército Argentino, la Policía y el Servicio Penitenciario provinciales y la Prefectura.
alt
Veinte años no es nada
El sol del balneario top menemista, Pinamar, le acarició el rostro y al policía que veinte años antes había secuestrado y enviado personas a la tortura las cámaras de los canales de tevé capitalinos comenzaron a convertírsele en un hábito. Caracterizado como experto en el sistema Excalibur de escuchas telefónicas, la imagen de Fogelman aparecía diariamente en los noticieros de la tarde. Recién había sido estrenado el último trienio de la década de la pizza y champán cuando, promocionado como sabueso de elite, fue designado al frente de la investigación por el homicidio del reportero gráfico José Luis Cabezas, quien fue asesinado el 25 de enero de 1997 en Pinamar.
Los diarios de la época marcan que su paso por la causa incrementó la sensación de impunidad y la sospecha de la relación entre el crimen y las estructuras de poder policiales y empresariales de aquella Argentina. Pasado el tiempo, comenzó a descubrirse que la investigación liderada por Fogelman distaba de ser esclarecedora y, como contrapartida, había apuntado a desviar la atención hacia la banda de Margarita Di Tullio, o “Pepita la Pistolera”, a través de una maniobra que la Cámara Federal interviniente calificó para mediados de 1998 como “siniestra, propia de la dictadura militar”. No fue Fogelman sino la prensa quien dilucidó que se habían efectuado dos disparos sobre Cabezas con dos armas distintas, con el objeto de plantar el segundo a uno de los llamados “pepitos”. La estrategia se completaba con el testimonio de un informante policial, que provenía justamente de Punta Alta.
La definición elegida por los miembros de la Cámara confirmó entonces y recuerda hoy la similitud de métodos y el nexo que ambas etapas de la historia encontraban en la biografía de un oficial represor devenido, gracias a las leyes de impunidad, en comisario mayor de la “maldita policía”. Por esos días, si bien no había trascendido el antecedente por el que ahora se lo juzga, Fogelman ya estaba dedicado a negar un pasado vinculado al genocidio. Para ello contó con el respaldo del gobernador Eduardo Duhalde, quien supo poner por él en el fuego unas manos hoy chamuscadas. En las semanas previas había tomado estado público su desempeño en San Isidro, donde según uno de los legajos de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), un oficial de policía de idénticos apellido y legajo estuvo involucrado en el secuestro de un menor antes de seguir su camino de treinta años de impunidad, ascensos y estrellato que están por concluir. Los micrófonos ya no son su fuerte: el miércoles 13 de agosto pasado, el Tribunal que lo juzga le ofreció ampliar su declaración indagatoria. Fogelman eligió el silencio.

Segunda foto: Archivo Página/12 (1998) y Matías Luna (2014)

No hay comentarios:

Publicar un comentario