Por Noé Jitrik
En una nota publicada en este mismo diario propuse, hace un tiempo, una lectura algo diferente de las habituales de El mercader de Venecia. Tal como lo veía entonces, para Shakespeare el haber colocado lo sórdido y cruel en un judío prestamista era en realidad secundario y, seguramente, un lugar común de la época o, desde una perspectiva teatral, no desdeñable en un habilísimo cultor del género, un personaje que podía generar de inmediato un efecto caricatural y una inmediata respuesta de un público sensible a los estereotipos.
Pero conjeturé que no se quedaba en eso; más bien, así lo entendía, estaba situándose en una zona de múltiples significaciones para su época. Por empezar, si lo que daba lugar al conflicto dramático era un compromiso asumido por un mercader –que no era Shylock–, Antonio, un veneciano ennoblecido por una multitud de virtudes, con un prestamista lleno de defectos, salvo el poder de la argumentación, en realidad ponía en escena un enfrentamiento que le habría encantado señalar a Marx y a sus infinitos comentadores: las dificultades de un sistema comercial –Antonio afronta temporales y remisos clientes– que ya había sentado sus reales en esa Italia preburguesa, con un incipiente sistema financiero: Shylock tiene dinero y lo presta, no es complicado conjeturar que se trata del punto de partida de la creación de los bancos que, no es inútil recordarlo, ganan porque prestan.
Además, ese choque supone el conflicto entre un mundo feudal, de señores que visten bien y pasan su tiempo seduciendo jovencitas o batiéndose en duelo por fruslerías, con un mundo que comienza a perfilarse, que va a ser el mundo que conocemos aunque el atuendo de quien lo encarna y la religión que profesa sean antiguos, lo que también supone un choque entre un poder basado en promesas y linajes con un poder creciente que descansa en una laboriosa y oscura acumulación, fundamento mismo del capitalismo moderno.
Muchas otras posibilidades de lectura nos ofrece generosamente ese texto, que durante siglos ha sido considerado no sólo polémico sino incluso antisemita. Una más de las que mencioné: la conversión de la judía al anglicanismo por la vía del amor enfrenta a la rigidez católica. ¿Sería una solución “blanda” del “problema judío”, como lo diría Sartre siglos después, frente a la “dura” crueldad de la Inquisición?
Y, por último, la humillación del judío: mientras con alegre regocijo se celebra el triunfo judicial y el del amor, fracasa el oscuro, pero invencible –según Freud– deseo del dinero. Desde luego que lo que Shakespeare no podía prever era que, siglos después, la modernidad financiera terminaría por ganar la partida. Eso lo vemos ahora.
De todo ello hice un breve relato, pero dejé de lado un aspecto importante de la obra, el esplendor del ingenio de Shakespeare que tocó más cuerdas de la vida social, lo cual no deja de reconocerse. Es la cuestión de la ley, nada menos. Quiero tomar esta situación porque, me parece, tiene que ver con lo que estamos viviendo en la actualidad en nuestro castigado, por la ley, país.
Cuando todas las intrigas previas culminan y los plazos se han vencido, Shylock quiere que se ejecute el contrato, o sea que si Antonio no paga, le quiten una libra de carne. No se sabe qué hará si la obtiene, pero si al prestar el dinero eso quedó planteado y Antonio lo aceptó, creyendo seguramente que no se llegaría a ese punto, o que era inverosímil que se llegara a ello, cuando declara que no puede pagar Shylock reclama y, en consecuencia, debe intervenir un juez, el Dux, para que se cumpla con la ley. Si el juez no lo hace desvirtúa su función y, por lo tanto, el sistema pone en evidencia su debilidad. Porcia, personaje de otra intriga, se disfraza de hombre y con ese atuendo viene como abogado a terciar; con el aplauso de Shylock, que celebra la prudencia de ese ficto abogado, le da la razón, sostiene que hay que cumplir y cuando el juez está por bajar el martillo dice algo así como “pero...una libra de carne, ninguna gota de sangre”.
Esta ingeniosa salida pone en cuestión la problemática de la ley. Las leyes, no es ninguna novedad, regulan las relaciones sociales y, por lo tanto, son imprescindibles para la vida social; sintetizan las situaciones individuales y, por lo tanto, están situadas en un terreno general; para aplicarlas hay que interpretarlas y ahí está el juez y lo que gravita en su interpretación. Si no tiene en cuenta lo que puede acarrear su aplicación literal o si su interpretación está contaminada por lo que se llama “conflicto de interés”, su juicio puede acarrear lo contrario de lo que la ha inspirado. El Dux se detiene, el prestamista reclamador termina por ser acusado, triunfa la sabiduría y el sistema jurídico prueba que no es ciego ni sordo y que está al servicio de lo humano.
No parece arbitrario traspolar el esquema veneciano al escenario de Nueva York. El juez Griesa aplica la ley literalmente; para los abogados hace lo que tiene que hacer pero a pedido de los fondos buitre que vienen a ser el Shylock de esta comedia y la Argentina el Antonio al que le quieren sacar un poco más que una libra de carne. Pero, ya sea por una natural simpatía por los ricos, ya porque no ve más allá que la letra de la ley, ya porque está senil, el juez, impermeable, ciego y sordo, ignora que su dictamen puede salpicar mucha sangre, eso que había debido considerar que sucedería para que su interpretación de la ley fuera tan sabia y responsable como para justificar el poder que se le ha concedido. Cree seguramente, y con él muchos juristas, que si no lo hace así el sistema se derrumbará, pero no se da cuenta de que ocurrirá lo contrario, o sea que el sistema, al ser injusto por el impresionante daño que esa decisión puede provocar, se desvirtúa, deja de ser confiable y respaldo de la vida social para convertirse así en un enemigo de una sociedad a la que cree defender y respetar.
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