Por Demetrio Iramain
El 25 de Mayo es una fecha con profundo contenido simbólico. No es una marca más en el calendario de feriados. Alude a una ruptura, a un punto de inflexión en la historia. Sin embargo, como casi todo en las sociedades de conflicto, su sentido siempre está en tensión. A un lado y a otro disputan por sus implicancias, sus alusiones, su mensaje histórico y, especialmente, su proyección sobre el presente.
El domingo, algunos marcharán a Plaza de Mayo para recordar el 25 de mayo de 2003, cuando Néstor Kirchner refundó el país y los argentinos comenzamos a transitar un camino hasta entonces inexplorado e inesperado: el de la integración regional, en la búsqueda y la construcción –esta vez sí– de la Patria Grande latinoamericana, viejo sueño de los próceres de la independencia y que quedó suspendido durante dos siglos. Otros, aprovecharán esa fecha que mantuvieron cautiva las élites culturales, económicas y políticas de este país, para volver a reclamar "concordia", que disfrazan de "trato judicial igualitario en las causas por la represión", como tituló el diario La Nación algunos días atrás. Se entiende: para los genocidas, guardianes del viejo orden del hambre y la exclusión, la "pacificación", el "encuentro", la "paz social", consisten en la impunidad de sus crímenes.
Cuando la Argentina celebró el Bicentenario de aquel 25 de Mayo, cuatro años atrás, el gobierno que organizó desde la cima del Estado el festejo recuperó para la memoria histórica el término "revolución". Doscientos años de la "Revolución de Mayo", enfatizó la Unidad Presidencial que previó hasta el detalle los actos; no del "25 de Mayo". Le puso apellido a una fecha que las clases dominantes habían condenado a la orfandad y el anonimato. Sólo si quedara huérfana de sentido histórico, esa marca en rojo en el calendario podrá ser apropiada por los dueños del dinero y del dispositivo cultural que se organiza para justificar sus posesiones y bienes.
Llamar "Revolución de Mayo" a la angelical escena que Billiken reduce a paraguas y escarapelas es una clara manera de tomar partido en la historia, de mirarla de frente y ponerle una carga cierta, pero resistida durante décadas por quienes vieron en aquel hecho formidable de nuestra historia apenas un accidente menor, una prolongación bajo otras formas de la vieja dominación colonial.
La derecha siempre vio continuidades donde otros quisieron profundizar las rupturas. Aún sigue siendo así. La continuidad es para ella la supervivencia de su dominación de clase. La persistencia del capital y el dinero. Esas clases dominantes detestan las teorías de la Historia. No desconocen su importancia; de ahí su reparo. Allí están sus crímenes y sus miserias, que vuelven histórico y terrenal un dominio que quisieran presentar naturalizado e intrínseco al mundo, propio de la condición humana. Como ya hicieron con el 24 de Marzo y el 20 de Noviembre, reducen la reivindicación desde el Estado a los 200 años del Congreso de los Pueblos Libres a "el kirchnerismo busca un feriado más".
La toma de conciencia de los hechos históricos por las clases medias y bajas que crecen paulatinamente en organización dará más temprano que nunca en mejores perspectivas para las futuras luchas populares. Si esto, además, no se reduce a un saber académico, ni se hace en el aula solamente sino también (y esencialmente) al fragor de las luchas y al amparo del Estado, estamos ante una experiencia que podrá resultar de envergadura, por su proyección.
¿Se acuerdan? Un 25 de Mayo, pero del año 2001, la hija de Hebe de Bonafini, María Alejandra, fue torturada en su casa de La Plata. La derecha en su apogeo represivo daba un claro mensaje: el 25 de Mayo es nuestro. Los destinatarios eran Hebe, las Madres y todo el campo popular que por entonces redoblaba sus luchas contra el neoliberalismo. Ni el juez ni el fiscal encontraron a los culpables, que no buscaron en la Bonaerense ni la gobernación de Ruckauf. La nefasta década del '90, que en nuestro país había comenzado en 1975 y se extendía hasta mucho después de Menem, comenzaba a emprender la retirada. Pero no se iba sola. Arrastraba consigo cientos de miles cuerpos, muertos de hambre, atraso y también de balas del Estado represor. Trece años después, el sentido es claramente otro. "Once años de Revolución" es la consigna de quienes llaman a movilizar a la Plaza el próximo domingo en defensa de los logros del gobierno.
Nadie lo sabía por entonces, pero aquel cruel 25 de Mayo de 2001 estaba inaugurando una saga represiva que llegaría a su pico el 20 de diciembre y culminaría el 26 de junio de 2002, en el Puente Pueyrredón. Lo que sucedió a partir del 25 de Mayo de 2003 es la superación dialéctica de ese sótano histórico en el que los argentinos estuvimos durante 30 años: la trabajosa construcción del proyecto nacional y popular, ajeno a la sempiterna hegemonía imperial estadounidense.
Ese ciclo abierto hace once años aún está desarrollándose. Hay muchos interesados en clausurarlo abruptamente. Los más buenos entre ellos conceden su final hasta el 10 de diciembre de 2015. Se equivocan, sin embargo: uno de los activos del período es el rol preponderante de los jóvenes. No los desespera su participación política, sino su influencia en la toma de decisiones en áreas estatales clave. De la conciencia "para sí" del ser joven, recelan. La juventud no garantiza per se una revolución, pero ninguna revolución verdadera carece de ella. Y ese condimento está asegurado. Es una marca registrada del período. No hay "década ganada" sin juventud, sin militancia, sin su ingreso torrentoso en la política, sin el edificante interés por la historia. Kirchnerismo, juventud y política se habitan uno en el otro. No puede haber uno sin los otros dos.
Quienes buscan un techito donde guarecerse por si sobreviniera la retirada, vuelven a quedar a destiempo de tan temprano que quisieron llegar. El kirchnerismo excede el sentido de la oportunidad. Su ética demanda ser orgánico. Sus límites comprenden una decisión moral: en las difíciles, no salvarse solo. Contra el imposibilismo, el odio de clase, la cobardía de quienes piden perdón por las osadías de todos estos años, existe una única respuesta: redoblar. Con inteligencia, pero redoblar. Es una lección histórica, la síntesis de un cambio de época que ya no podrá volver atrás.
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