Opinión.
El crecimiento económico es algo visible y deseado. Se puede crecer, sin embargo, con aumento de la marginación y la pobreza. De hecho fue lo que ocurrió durante la década de los noventa, con la aquiescencia o la resignación de gran parte de las clases medias, la dirigencia gremial y una disminuida clase política. No ha sido el caso de los últimos años. Se ha crecido con un aumento sostenido del empleo y recuperación del salario real. El mérito de esta política keynesiana ha sido crecer reduciendo los enormes niveles de pobreza dejados por la experiencia neoliberal. Según el último informe de Cifra de mayo de este año, entre 2003 y 2013 la pobreza se redujo del 49,7% al 17,8% y la indigencia del 22,8% al 4,2%.
Ahora bien, a la hora de analizar esta política no hay que perder de vista que su punto de partida fue el aumento exponencial de la rentabilidad empresaria derivado de la megadevaluación de 2002. Si esta devaluación se consideró exitosa fue porque, a causa de los niveles de desempleo y pobreza vigentes, los salarios reales se vieron reducidos en forma directa. En efecto, entre fines de 2001 y comienzos de 2003, el salario real cayó un 19%. Y sólo a lo largo de once años se recupera hasta alcanzar un aumento del 25,1% en 2013, es decir, 6,1% más que en 2001 (promedio entre el sector privado registrado y el sector no registrado, según datos de Cifra). En este sentido, cabe desmitificar el crecimiento a tasas chinas de 2003 a 2007.
A pesar de las innumerables falencias acumuladas durante los últimos diez años en materia de energía, transporte, tributación, sustitución de insumos importados y control estatal, las tasas de crecimiento de 2010 a 2013, aun siendo más modestas si se las compara con la de los primeros años, y costosas en términos de reservas (se redujeron de 52.365 mil millones de dólares a 29.508 entre octubre de 2011 y diciembre de 2013), representaron un desafío mayor de gobierno, con alto nivel de empleo, puja salarial y la necesidad de encarar la agenda atrasada en materia de energía, transporte y control de fuga de capitales.
Resulta esencial, por lo tanto, dejar de lado la añoranza por las altas tasas de crecimiento, en base a un modelo de rentabilidad comparable a los ingresos extraordinarios del sector agroexportador, para comenzar a valorar un crecimiento sostenido, con una intervención estratégica en materia de energía y transporte (de una negligencia insoslayable durante 2003-2011), basado en un plan sistemático y progresivo de sustitución de importaciones que estimule una distribución progresiva del ingreso.
Desde esta perspectiva, es difícil entender la omisión de una reforma del sistema tributario heredado de la gestión neoliberal. En la actualidad, el impuesto al consumo constituye casi un 30% de la recaudación, frente a cifras inferiores del impuesto a las ganancias y a los bienes personales (21,14% combinados, frente al 28,67% que representó el IVA durante 2013, según datos de la AFIP). En un país que entre 2004 y 2013 ha crecido un 59,3% (según datos del Indec actualizados en mayo de este año), en el que persiste un núcleo de pobreza que alcanza a más de siete millones de personas, la tan mentada reforma hacia un sistema tributario progresivo, ampliamente propuesta por propios y ajenos, ofrecería criterios mínimos de equidad fiscal y permitiría mitigar la desigual distribución de la riqueza a mediano y largo plazo. Luego del fracaso de la iniciativa por establecer retenciones móviles a la exportación de soja, que habría significado un importante mecanismo de control de los precios locales de alimentos, desestimulando al menos parcialmente la tendencia al monocultivo, e incrementando la disponibilidad de recursos para la inversión pública, una reforma tributaria podría contar con el apoyo de gran parte de la sociedad, sin la resistencia sectorial que sufrió aquella iniciativa.
Más allá de las medidas puntuales, la necesidad de una gestión planificada, con objetivos, plazos, controles y sanciones previamente estipuladas, resulta en este momento insoslayable, en especial para un gobierno que ha tenido, como pocos, una perspectiva histórica de sí mismo. Los logros políticos en la adversidad, no sólo en 2003 sino también en 2009, dan cuenta de la capacidad de llevar adelante la agenda social, la cual encuentra aún núcleos duros de marginalidad que requieren del ímpetu de la primera hora. Claramente, por mérito propio no nos encontramos en la situación de 2003. Desde una perspectiva histórica, sin embargo, este gobierno se debe la impronta de gestión de 2009, año en que, a pesar de la derrota electoral legislativa, se reestatizó el sistema previsional y se conquistó la asignación universal por hijo. De otro modo, este año será recordado por su ortodoxia económica, lo cual no haría más que legitimar la idea de la plena vigencia de las leyes universales de la economía, cuando se trata de un momento de notable trascendencia, en el que se evidencian los límites, temporalmente previsibles, como el propio Keynes reconocía, de una política de estímulo a la demanda de consumo, y se vuelve imperiosa la necesidad de pensar en términos de desarrollo.
Este gobierno tiene no sólo la misión histórica que les cabe a todos, sino también la responsabilidad de haber despertado expectativas enormes en grandes sectores de la población. No de otro modo obtuvo poco más del 54% de los votos en la última elección presidencial. Esa mitad más uno del país espera lo mismo que a fines de 2011. Sería en este sentido imperdonable, con uno de los poderes ejecutivos más legítimos de nuestra historia, con mayoría parlamentaria casi automática, rendirse ante las encuestas tendenciosas y extemporáneas que se han dado por reinar en los últimos meses. Pocos gobiernos han asumido como éste el rol activo de la representación política, sin resignarse a hacerse eco de los mandatos públicos de las consultoras privadas. Me temo que no habría peor final que el de entregarse a su lógica.
Ahora bien, a la hora de analizar esta política no hay que perder de vista que su punto de partida fue el aumento exponencial de la rentabilidad empresaria derivado de la megadevaluación de 2002. Si esta devaluación se consideró exitosa fue porque, a causa de los niveles de desempleo y pobreza vigentes, los salarios reales se vieron reducidos en forma directa. En efecto, entre fines de 2001 y comienzos de 2003, el salario real cayó un 19%. Y sólo a lo largo de once años se recupera hasta alcanzar un aumento del 25,1% en 2013, es decir, 6,1% más que en 2001 (promedio entre el sector privado registrado y el sector no registrado, según datos de Cifra). En este sentido, cabe desmitificar el crecimiento a tasas chinas de 2003 a 2007.
A pesar de las innumerables falencias acumuladas durante los últimos diez años en materia de energía, transporte, tributación, sustitución de insumos importados y control estatal, las tasas de crecimiento de 2010 a 2013, aun siendo más modestas si se las compara con la de los primeros años, y costosas en términos de reservas (se redujeron de 52.365 mil millones de dólares a 29.508 entre octubre de 2011 y diciembre de 2013), representaron un desafío mayor de gobierno, con alto nivel de empleo, puja salarial y la necesidad de encarar la agenda atrasada en materia de energía, transporte y control de fuga de capitales.
Resulta esencial, por lo tanto, dejar de lado la añoranza por las altas tasas de crecimiento, en base a un modelo de rentabilidad comparable a los ingresos extraordinarios del sector agroexportador, para comenzar a valorar un crecimiento sostenido, con una intervención estratégica en materia de energía y transporte (de una negligencia insoslayable durante 2003-2011), basado en un plan sistemático y progresivo de sustitución de importaciones que estimule una distribución progresiva del ingreso.
Desde esta perspectiva, es difícil entender la omisión de una reforma del sistema tributario heredado de la gestión neoliberal. En la actualidad, el impuesto al consumo constituye casi un 30% de la recaudación, frente a cifras inferiores del impuesto a las ganancias y a los bienes personales (21,14% combinados, frente al 28,67% que representó el IVA durante 2013, según datos de la AFIP). En un país que entre 2004 y 2013 ha crecido un 59,3% (según datos del Indec actualizados en mayo de este año), en el que persiste un núcleo de pobreza que alcanza a más de siete millones de personas, la tan mentada reforma hacia un sistema tributario progresivo, ampliamente propuesta por propios y ajenos, ofrecería criterios mínimos de equidad fiscal y permitiría mitigar la desigual distribución de la riqueza a mediano y largo plazo. Luego del fracaso de la iniciativa por establecer retenciones móviles a la exportación de soja, que habría significado un importante mecanismo de control de los precios locales de alimentos, desestimulando al menos parcialmente la tendencia al monocultivo, e incrementando la disponibilidad de recursos para la inversión pública, una reforma tributaria podría contar con el apoyo de gran parte de la sociedad, sin la resistencia sectorial que sufrió aquella iniciativa.
Más allá de las medidas puntuales, la necesidad de una gestión planificada, con objetivos, plazos, controles y sanciones previamente estipuladas, resulta en este momento insoslayable, en especial para un gobierno que ha tenido, como pocos, una perspectiva histórica de sí mismo. Los logros políticos en la adversidad, no sólo en 2003 sino también en 2009, dan cuenta de la capacidad de llevar adelante la agenda social, la cual encuentra aún núcleos duros de marginalidad que requieren del ímpetu de la primera hora. Claramente, por mérito propio no nos encontramos en la situación de 2003. Desde una perspectiva histórica, sin embargo, este gobierno se debe la impronta de gestión de 2009, año en que, a pesar de la derrota electoral legislativa, se reestatizó el sistema previsional y se conquistó la asignación universal por hijo. De otro modo, este año será recordado por su ortodoxia económica, lo cual no haría más que legitimar la idea de la plena vigencia de las leyes universales de la economía, cuando se trata de un momento de notable trascendencia, en el que se evidencian los límites, temporalmente previsibles, como el propio Keynes reconocía, de una política de estímulo a la demanda de consumo, y se vuelve imperiosa la necesidad de pensar en términos de desarrollo.
Este gobierno tiene no sólo la misión histórica que les cabe a todos, sino también la responsabilidad de haber despertado expectativas enormes en grandes sectores de la población. No de otro modo obtuvo poco más del 54% de los votos en la última elección presidencial. Esa mitad más uno del país espera lo mismo que a fines de 2011. Sería en este sentido imperdonable, con uno de los poderes ejecutivos más legítimos de nuestra historia, con mayoría parlamentaria casi automática, rendirse ante las encuestas tendenciosas y extemporáneas que se han dado por reinar en los últimos meses. Pocos gobiernos han asumido como éste el rol activo de la representación política, sin resignarse a hacerse eco de los mandatos públicos de las consultoras privadas. Me temo que no habría peor final que el de entregarse a su lógica.
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