River salió campeón en la A y despertó la algarabía de sus adherentes y el silencio de sus contrincantes. El fútbol es pasión de multitudes. Y una fuente económica nada desdeñable, que entroniza a unos pocos ricos y genera mafias organizadas que extienden sus tentáculos alrededor de distintos rubros. De allí todos toman: dirigentes, fuerzas policiales y barrabravas, que, a su vez, sirven de fuerza de choque para propósitos múltiples de dirigentes políticos y sindicales. El fútbol y los clubes son un trampolín, un lugar de reclutamiento, de recaudación y de cobertura económica, política y judicial.
Quienes aman el fútbol como deporte, más allá de simpatías por una camiseta, se sienten plenos jugando un partido o mirando las gambetas de sus jugadores preferidos (personalmente, me quedo con el Huracán del '73 y con el '81 de Maradona, sin desconocer a jugadorazos como Bochini y Francescoli –entre otros–, pero es sólo una apreciación no autorizada). A los once años, jugando en un potrero de Garay y Pichincha, un vecino me convenció que me probara en las inferiores de San Telmo. Conocí la Isla Maciel y su gente y jugué un partido enfrentando a Quilmes. Ahí conocí que lo que para mí era solo un juego, para muchos era la línea divisoria entre una vida plagada de privaciones y otra, muy distinta, de metas insondables. No duré mucho, no sólo porque el fútbol no se perdía nada, sino porque sentí que estaba compitiendo con quienes no tenían lo que yo sí. Pero el fútbol es más que eso. Uno luego se entera cómo es la vida de competición y el trato con los chicos que van quedando seleccionados y el modo en que luego caen como vampiros sobre los privilegiados.
Otro punto preocupante en torno al fútbol es la discriminación y el racismo. Muchos casos se han visto en el fútbol europeo y merecieron la atención de dirigentes y gobiernos. La campaña contra los actos xenófobos y racistas se ha incrementado en distintos estadios y se propicia la colaboración activa de jugadores, en una Europa atravesada por el drama africano y la inmigración, y que está padeciendo el crecimiento de la ultraderecha que ha obtenido alarmantes resultados electorales. La dirigencia política y los medios de comunicación son en buena parte responsables.
Jean Marie Le Pen, dirigente histórico del Frente Nacional en Francia (FN) dijo que el problema de la inmigración se resolvía en tres meses con el "señor Ebola", haciendo referencia a la epidemia que comenzó a principios de año en Guinea. Entre el 22 y el 25 de mayo se realizan en Europa las elecciones al Parlamento Europeo, en medio de euroescepticismo, crisis económica y xenofobia. En España ganaría el derechista Partido Popular mientras que la ultraderecha europea (especialmente el FN francés y el holandés Partido de la Libertad) se está aliando para poner un cerrojo a sus fronteras. Mientras, continúan las muertes en naufragios de embarcaciones atestadas de africanos que huyen de la persecución y el hambre. En Italia dirigentes derechistas agredieron a la ministra de integración, Cécile Kyenge, de origen congoleño. Ante el vendaval de críticas, los agresores restaron importancia a sus insultos diciendo que sólo habían sido bromas. Todo quedó en la nada, pero el daño es de impredecibles consecuencias.
Volvamos al fútbol, porque hubo un campeón, River. Varios de sus hinchas no perdieron oportunidad de recordar a su eterno rival con cánticos racistas y xenófobos, aludiendo a cierto origen boliviano o paraguayo de los boquenses. Esos cantos –que aluden a "negros putos de Bolivia y Paraguay", negros y encima putos– son reproducidos por muchos a los que, con seguridad, les corre sangre india por sus venas. ¿Reproducen el discurso de un supuesto autor caucásico que vive en Belgrano? Escuchar esos cantos en tribunas atestadas de gente es una señal de alarma. Pero muchos minimizan la situación al pensar queforman parte del folklore futbolero ¿Qué pensarán de la prostitución en el próximo mundial, para el que se han reclutado miles de niñas brasileñas para saciar a barrabravas bancados por dirigentes y gobernantes?
La discriminación y el racismo no escapa a la dirigencia política argentina. El senador Miguel Ángel Pichetto discriminó entre ciudadanos judíos y argentinos en una sesión relacionada con los crímenes en la AMIA, y en otra ocasión reclamó la deportación de extranjeros involucrados en causas criminales, emprendiéndola contra senegaleses al decir que no los veía en obras de construcción sino vendiendo "cosas truchas". Luego arremetió contra "narcotraficantes" colombianos, uruguayos y peruanos.
Contrariamente a lo que algunos piensan y a cierto discurso oficial, la Argentina es un país con una dosis de xenofobia y racismo que merece atención. Las causas son distintas, pero guardan relación con el lugar que ocupó el indio en la Historia argentina, desde el virreinato –se lo cristianizó para volverlo una pieza útil de trabajo–, la etapa revolucionaria –que lo integró para incorporarlo a la lucha contra el español–, el proceso de afirmación de las provincias –que, según con quién negociaba, era aliado o enemigo de sus fronteras y riquezas–, el de la conformación del Estado con integración territorial bajo el mando de una élite –que lo tuvo como enemigo al disputarle sus tierras–. Ese rol del indio como enemigo nacional luego fue ocupado por los trabajadores inmigrantes de países europeos, pero, sobre todo, de los que provienen de países limítrofes, por quienes se resucitó buena parte de los argumentos del siglo XIX.
Semejante discurso cala, poco a poco, en distintos estamentos y sobre él se debe ejercer una categórica y tajante oposición en distintos niveles, pero sobre todo en lo institucional, comenzando por el Estado y continuando con todas las instituciones con fuerte presencia en la sociedad. La xenofobia y el racismo no son cuestiones menores y ninguna manifestación, por pequeña que sea, debe ser tolerada.
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