Repercusiones por la detención del padre Aldo Vara. Junto con el apoyo
espiritual al genocidio, los capellanes fueron agentes activos del terrorismo de
Estado. El cura capturado en Paraguay constituye una prueba palmaria de ello. El
apoyo de la Iglesia a los sacerdotes prófugos.
El sacerdote católico Aldo Vara cuelga del purgatorio terrenal. Bajo arresto en
la parroquia paraguaya Virgen del Rosario, en Ciudad del Este, a la espera de su
extradición hacia la Argentina, ese hombre de 80 años, un antiguo capellán del V
Cuerpo del Ejército, será juzgado por graves delitos de lesa humanidad cometidos
en Bahía Blanca durante la última dictadura; a saber: privación de la libertad,
imposición de tormentos y homicidio con alevosía.
A fines de 2012, el tribunal que condenó a 17 represores bahienses dispuso
investigar a Vara, quien ni siquiera pudo ser citado como testigo dado que la
Iglesia Católica dijo ignorar su paradero. En realidad, hacía casi una década
que él transitaba los escarpados caminos de la clandestinidad, pero por razones
puramente preventivas. Hasta el 7 de agosto del año siguiente, cuando se libró
una orden de captura internacional en su contra. A partir de ese momento, su
eficacia como prófugo no fue precisamente fruto de un milagro celestial. Por el
contrario, luego de ser localizado el 28 de abril por Interpol en Ciudad del
Este, saltó a la luz la protección orgánica que la Iglesia le había dispensado,
a través del obispo de aquella urbe, Rogelio Livieres Plano, y del arzobispo de
Bahía Blanca, Guillermo Garlatti. Este último se encuentra ahora bajo la lupa de
la justicia.
Desde un punto de vista más amplio, ya se sabe que la jerarquía católica estuvo
implicada en el apoyo político y espiritual a la dictadura y en el ocultamiento
de sus crímenes. Entre los motivos de tal apego resalta la enorme influencia
ejercida entre curas y militares por la organización ultraderechista francesa La
Cité Catholique, creada por Jean Ousset, cuya cosmovisión bailaba sobre los
siguientes pilares: la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de
la tortura, y su fundamento dogmático tomista. Al respecto, el sacerdote Louis
Delarue, un capellán del ejército colonial, acuñó una frase difundida luego en
los cuarteles argentinos: "Si la ley permite, en interés de todos, suprimir a un
asesino, ¿por qué se pretende calificar de monstruoso el hecho de someter a un
delincuente, reconocido como tal y por ello pasible de la muerte, al rigor de un
interrogatorio penoso, pero cuyo único fin es, gracias a las revelaciones que
hará sobre sus cómplices y jefes, proteger a inocentes?" Con esa lógica, los
capellanes reconfortaban las almas de los represores, a veces muy turbadas por
sus actos aberrantes en víctimas indefensas. Sobre ello, cabe un interrogante:
¿a semejante "asistencia" se reducía el papel de los sacerdotes en las unidades
de inteligencia o acaso les tocó un rol más activo y condenable?
En la historia del cura Vara se desliza al respecto una posible respuesta.
En el juicio a los represores locales, fue evocado con detalles precisos por la
testigo Dorys Lundquist de Chabat, quien supo que su hija, Patricia, estaba
secuestrada en los fondos del V Cuerpo, e intentó hacerle llegar ropa y
medicamentos a través de Vara. El cura se negó.
LA TEOLOGÍA DEL TERROR. Su esmirriada figura adquirió estatura pública a
mediados de los ’80, cuando recomendó "colgar en la Pirámide de Mayo" al
entonces canciller, Dante Caputo, debido a su rol en el conflicto con Chile por
el canal de Beagle. En tales circunstancias, no pocos habitantes de Bahía Blanca
recordaron súbitamente al este párroco del barrio Villa Rosas que, a partir de
1976, solía ir en su desvencijado Citroën color limón a la sede del V Cuerpo,
cuyo mandamás era nada menos que el general Acdel Vilas. Desde esos remotos días
se relaciona su persona con hechos y situaciones siniestras.
El más conocido fue protagonizado por estudiantes secundarios secuestrados y
torturados entre enero y febrero de 1977 en La Escuelita, el mayor centro
clandestino de la ciudad. Abandonados luego en una ruta, otro grupo militar
simuló rescatarlos y los llevó al Batallón de Comunicaciones 181.
Allí conocieron al padre Vara, quien les llevaba galletitas y cigarrillos,
además de preguntarles cosas sobre sus vidas e ideas políticas. De modo casual,
el tipo requería datos y nombres. Siempre se mostraba comprensivo y contenedor;
pero, cuando los chicos le confiaban las torturas sufridas, él se replegaba en
un incómodo silencio.
En el juicio a los represores locales, fue evocado con detalles precisos por la
testigo Dorys Lundquist de Chabat, quien supo que su hija, Patricia, estaba
secuestrada en los fondos del V Cuerpo, e intentó hacerle llegar ropa y
medicamentos a través de Vara. El cura se negó con un argumento atendible: "Ella
está bien atendida y bien alimentada. A las chicas las respetan". Y tras ser
blanqueada en la cárcel de Villa Floresta, aún con signos visibles de tortura,
Patricia recibió su visita. Vara, entonces, le aconsejó olvidarse de los
padecimientos en cautiverio y le dijo que todo era culpa de sus padres.
El padre Vara es una muestra viviente del rol protagónico de ciertos hombres de
la Iglesia en el ejercicio del terrorismo de Estado. Un rol que giraba en torno
a tareas concretas de inteligencia. ¿Pero se trata de ejemplos aislados? ¿Estos
sacerdotes se extralimitaron en sus tareas pastorales o su siniestra trayectoria
forma parte de una generalidad? Las estadísticas, por cierto, se inclinan hacia
la segunda alternativa.
En tal sentido, resulta insoslayable la figura de Christian von Wernich,
condenado en 2007 a reclusión perpetua por 34 casos de privación de la libertad,
31 casos de tortura y siete homicidios en las mazmorras del llamado "circuito
Camps". En un espectro más abarcativo, sólo en el lapso de los últimos meses,
hubo en la prensa al menos cuatro noticias sobre sacerdotes seriamente
comprometidos en la dictadura con delitos de lesa humanidad.
Uno de ellos es el padre José Mijalchik, quien supo ser un habitué del centro
clandestino del Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán.
Otro, el padre Eduardo McKinnon, cuyas actividades inquisitoriales en el centro
clandestino La Perla y en la Penitenciaría del barrio San Martín fueron
notorias, según los testimonios vertidos por sobrevivientes en el juicio que en
la actualidad investiga la represión en Córdoba.
También resalta el caso del cura ítalo-argentino Franco Reverberi Boschi
–refugiado en una parroquia de la ciudad italiana de Sorbolo–, cuyo proceso de
extradición está en trámite; se lo acusa de interrogar a cautivos en el campo de
exterminio conocido como La Departamental, en Mendoza.
Y no menos comprometida es la situación del cura Alberto Espinal, quien está
procesado por oscuras tareas en el circuito represivo de La Pampa.
En ese lote, el escurridizo Vara ocupa un destacado sitial.
LA RUTA DE LOS CUERVOS. La detención de Vara puso al descubierto la red de
protección que lo había beneficiado en sus días de prófugo.
Junto a la hospitalidad del obispo paraguayo Livieres Plano, descolla el apoyo
de Garlatti, quien desde Bahía Blanca le liquidaba puntualmente la jubilación, a
través del apoderado Leopoldo Bochile. De hecho, en un reciente allanamiento al
arzobispado bahiense fue secuestrado el poder correspondiente y recibos de, al
menos, diez años.
Desde esos ya remotos días –en coincidencia con el inicio de los procesos
judiciales por delitos de lesa humanidad–, el padre Vara puso los pies en
polvorosa. Ahora se sabe que gran parte de su etapa clandestina transcurrió en
una residencia perteneciente al Instituto del Verbo Encarnado, de San Rafael,
Mendoza
Esa congregación –creada en 1984 por el cura Carlos Buela– suele aportar
financiamiento, consuelo espiritual, recursos, financiación y hasta techo a los
ex uniformados en apuros. Sus integrantes están acusados de conductas
deshonestas, abuso de poder, abuso psicológico, sexual, y encubrimiento. Una
extraña secta con 45 sedes en todo el mundo y que cuenta con recursos económicos
ilimitados. Uno de sus cuadros es el reverendo padre Javier Olivera, primogénito
del ex mayor Carlos Olivera, nada menos que el represor fugado con el ex
teniente Gustavo de Marchi del Hospital Militar en julio de 2013. Su hijo,
ordenado sacerdote en 2008, tuvo desde esos días fluidos contactos con Vara.
Para completar las coincidencias, en ese mismo entonces el obispo de San Rafael
no era otro que Garlatti. Vueltas de la vida.
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