En política y en economía es fundamental determinar las causas de los problemas que se presentan y atacarlos con las medidas justas para suprimir o aliviar sus efectos nocivos. Ignorar las verdaderas causas puede ser fatal: cuando en el siglo XIV se creyó que a la peste negra (1346-1350) la generaban la cólera divina, las brujas o los miasmas, y no las bacterias contagiadas por las pulgas que transportaban las ratas, los efectos fueron terribles. Se calcula que la cuarta parte de la población de Europa –25 millones de personas– murió en la epidemia (Encyclopaedia Britannica, “Plague”).
En la historia latinoamericana existen innumerables ejemplos de estas ignorancias y confusiones, que serían folklóricas si no fueran trágicas. Un caso extremo es el del presidente y teósofo general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador desde 1932 hasta 1944. Cuando ocurrió un brote epidémico de viruela en El Salvador, el presidente se negó a aplicar las medidas antiepidémicas normales y rechazó los tratamientos médicos y las ayudas ofrecidas. “Simplemente, mandó a forrar en papel celofán de colores los faroles del alumbrado público, aduciendo que los rayos de la luz, así matizados, bastarían para purificar el ambiente, matando a las bacterias de la peste.” (Roque Dalton, Las historias prohibidas de Pulgarcito, Siglo XXI Editores, México D.F., pág. 126). Como era obvio, la mortalidad fue muy elevada.
Es notorio que cuando se ignoran o equivocan las relaciones de causalidad, en lugar de resolverse el problema se lo agrava. Pero aterricemos en la Argentina: veamos qué faroles se cubrieron con papel celofán y quiénes lo hicieron. La lista es larga y aumenta cada vez más. En general es una especialidad del arco opositor y están inspiradas por tres propósitos: juntar votos, conseguir financiamientos y perjudicar al gobierno; están ausentes el bienestar de los 40 millones de argentinos y la soberanía nacional.
Se determina lo que habría que hacer (según ellos), pero se ignoran los medios; se enuncian los qué, pero se omiten los cómo; además, existe una disociación entre la teoría y la realidad. Es lógico, porque se trata de una operación de marketing, no de solución de problemas. La amplitud del tema impide considerarlo en su totalidad en un artículo. Por eso citaremos sólo dos casos: primero, cuando la doctrina que se invoca y aplica persigue fines opuestos a los que se proclaman; y segundo, cuando generan o agravan el problema que se encara.
En la historia latinoamericana existen innumerables ejemplos de estas ignorancias y confusiones, que serían folklóricas si no fueran trágicas. Un caso extremo es el del presidente y teósofo general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador desde 1932 hasta 1944. Cuando ocurrió un brote epidémico de viruela en El Salvador, el presidente se negó a aplicar las medidas antiepidémicas normales y rechazó los tratamientos médicos y las ayudas ofrecidas. “Simplemente, mandó a forrar en papel celofán de colores los faroles del alumbrado público, aduciendo que los rayos de la luz, así matizados, bastarían para purificar el ambiente, matando a las bacterias de la peste.” (Roque Dalton, Las historias prohibidas de Pulgarcito, Siglo XXI Editores, México D.F., pág. 126). Como era obvio, la mortalidad fue muy elevada.
Es notorio que cuando se ignoran o equivocan las relaciones de causalidad, en lugar de resolverse el problema se lo agrava. Pero aterricemos en la Argentina: veamos qué faroles se cubrieron con papel celofán y quiénes lo hicieron. La lista es larga y aumenta cada vez más. En general es una especialidad del arco opositor y están inspiradas por tres propósitos: juntar votos, conseguir financiamientos y perjudicar al gobierno; están ausentes el bienestar de los 40 millones de argentinos y la soberanía nacional.
Se determina lo que habría que hacer (según ellos), pero se ignoran los medios; se enuncian los qué, pero se omiten los cómo; además, existe una disociación entre la teoría y la realidad. Es lógico, porque se trata de una operación de marketing, no de solución de problemas. La amplitud del tema impide considerarlo en su totalidad en un artículo. Por eso citaremos sólo dos casos: primero, cuando la doctrina que se invoca y aplica persigue fines opuestos a los que se proclaman; y segundo, cuando generan o agravan el problema que se encara.
Doctrina equivocada: la “teoría del derrame”. El caso típico consiste en la utilización de instrumentos o políticas que, lejos de mejorar la situación, la empeoran. Es el caso de la distribución del ingreso que propone el neoliberalismo para los países subdesarrollados, que debería regirse por la “teoría del derrame”. Como en esos países abunda la mano de obra y escasea el capital, esa distribución debería pagar salarios bajos y una elevada rentabilidad del capital.
Aun si esta distribución determinada por el mercado pudiera parecer adversa a los trabajadores –continúan los neoliberales–, hay que resistir las posturas “distribucionistas” que perturbarían el funcionamiento de la economía, la inversión y en definitiva el crecimiento. Los trabajadores deben aceptar sus remuneraciones bajas, para que de este modo los empresarios y rentistas aumenten sus ganancias, y en seguida sus ahorros, que finalmente serán invertidos para aumentar el producto, el empleo y la productividad en la economía. Recién entonces existirá la posibilidad de ingresos superiores para todos. Una vez llenado el vaso, “derramará” a los de abajo.
Esta política ha sido inmoral e ineficiente. Primero, justifica la concentración de la riqueza y la exclusión social; y segundo, deprime la actividad económica al excluir de una demanda razonable a la mayoría de la población. Es también equivocada desde el punto de vista teórico, ya que como mostró Keynes el ahorro no es la precondición para la inversión (¿para qué sirve el crédito si no?). En la realidad, las empresas invierten si prevén que podrán aumentar sus ventas, y eso no ocurre si se recorta la demanda con medidas contractivas y concentrando el ingreso. En tal caso, la mayor parte de las ganancias empresarias o rentísticas no se invierte sino que se deriva a gastos suntuarios o a evasión de capitales. Tal fue el origen de los activos externos del sector privado no financiero de Argentina, que se empezaron a acumular sobre todo a partir de 1976, y que llegaron a 202.000 millones de dólares en 2013.
La “teoría del derrame” fue uno de los axiomas de la era neoliberal; pero la experiencia ha demostrado su falacia. Por eso hoy sólo es aceptada por los neoliberales ortodoxos y ya ha perdido su influencia. En ese sentido es esencial la refutación realizada por el papa Francisco en su Exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “Algunos todavía defienden las teorías del ‘derrame’, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia” (párrafo 54).
Este es un claro ejemplo de contradicción entre las causas y los presuntos efectos de una política económica que aún se pretende repetir.
Aun si esta distribución determinada por el mercado pudiera parecer adversa a los trabajadores –continúan los neoliberales–, hay que resistir las posturas “distribucionistas” que perturbarían el funcionamiento de la economía, la inversión y en definitiva el crecimiento. Los trabajadores deben aceptar sus remuneraciones bajas, para que de este modo los empresarios y rentistas aumenten sus ganancias, y en seguida sus ahorros, que finalmente serán invertidos para aumentar el producto, el empleo y la productividad en la economía. Recién entonces existirá la posibilidad de ingresos superiores para todos. Una vez llenado el vaso, “derramará” a los de abajo.
Esta política ha sido inmoral e ineficiente. Primero, justifica la concentración de la riqueza y la exclusión social; y segundo, deprime la actividad económica al excluir de una demanda razonable a la mayoría de la población. Es también equivocada desde el punto de vista teórico, ya que como mostró Keynes el ahorro no es la precondición para la inversión (¿para qué sirve el crédito si no?). En la realidad, las empresas invierten si prevén que podrán aumentar sus ventas, y eso no ocurre si se recorta la demanda con medidas contractivas y concentrando el ingreso. En tal caso, la mayor parte de las ganancias empresarias o rentísticas no se invierte sino que se deriva a gastos suntuarios o a evasión de capitales. Tal fue el origen de los activos externos del sector privado no financiero de Argentina, que se empezaron a acumular sobre todo a partir de 1976, y que llegaron a 202.000 millones de dólares en 2013.
La “teoría del derrame” fue uno de los axiomas de la era neoliberal; pero la experiencia ha demostrado su falacia. Por eso hoy sólo es aceptada por los neoliberales ortodoxos y ya ha perdido su influencia. En ese sentido es esencial la refutación realizada por el papa Francisco en su Exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “Algunos todavía defienden las teorías del ‘derrame’, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia” (párrafo 54).
Este es un claro ejemplo de contradicción entre las causas y los presuntos efectos de una política económica que aún se pretende repetir.
Medidas que generan o agravan problemas: las metas de inflación. El segundo caso es el de las medidas que agravan los mismos conflictos que supuestamente quieren resolver. Un ejemplo típico es la implantación de las metas de inflación, que figura en la actual propuesta del Frente Renovador (www.frente renovador.org.ar/propuestas). La primera función del Consejo de Inversión y Desarrollo Nacional que se crearía sería ”establecer anualmente un rango para la tasa de crecimiento y la tasa de inflación como objetivo bianual”. En sí no está mal tener como meta una tasa de inflación moderada; el problema surge cuando esa “meta de inflación” se coloca por encima de los objetivos de pleno empleo y crecimiento, y los instrumentos para lograrla son recesivos y regresivos. En esencia, la aplicación de las “metas de inflación” consiste en que si los precios suben por encima de la meta fijada, se elevan las tasas de interés, se enfría la demanda interna, se aprecia la moneda, aumenta el desempleo y disminuyen los salarios reales, las jubilaciones y el gasto público; entonces caerían los precios (de paso se favorece a la especulación financiera). Algunos gurúes económicos calculan en cada caso la tasa de desocupación necesaria para que no haya inflación. El celofán de colores es vistoso, pero la lámpara sólo iluminaría la crisis.
Frente a la posición neoliberal está el modelo de desarrollo con inclusión social, que afirma que una inflación baja no es el único objetivo económico, ni el principal: hay que controlar la inflación, pero lo esencial son el empleo, el crecimiento, la distribución del ingreso y la reindustrialización. La inflación debe ser ubicada en su justo lugar y dimensión: no es el eje de una política, sino un obstáculo que debe ser controlado y disuelto. Y los instrumentos para hacerlo deben ser consistentes con el desarrollo económico y social: es preciso regular el aumento de la demanda, pero en vez de bajar la oferta, hay que aumentarla, y hay que aumentar también la competencia para que los oligopolios no puedan fijar los precios a su antojo.
Frente a la posición neoliberal está el modelo de desarrollo con inclusión social, que afirma que una inflación baja no es el único objetivo económico, ni el principal: hay que controlar la inflación, pero lo esencial son el empleo, el crecimiento, la distribución del ingreso y la reindustrialización. La inflación debe ser ubicada en su justo lugar y dimensión: no es el eje de una política, sino un obstáculo que debe ser controlado y disuelto. Y los instrumentos para hacerlo deben ser consistentes con el desarrollo económico y social: es preciso regular el aumento de la demanda, pero en vez de bajar la oferta, hay que aumentarla, y hay que aumentar también la competencia para que los oligopolios no puedan fijar los precios a su antojo.
No confundir las causas ni ignorar los efectos. Las conclusiones son claras: cuando se equivocan las causas, las medidas que se adoptan son erróneas; y los efectos no pueden ignorarse ni evitarse. La oposición es proclive a equivocarse por varias razones: primero, no tiene una teoría general (no sabe adónde va); al no entender los mecanismos de la economía no ha aprendido de los fracasos económicos del neoliberalismo y tiende a repetirlos; se guía por las encuestas locales y por los manuales electorales norteamericanos; segundo, confunde lo fundamental con lo accesorio; y tercero, privilegia las formas sobre el fondo de las cuestiones. En esas condiciones, lo más probable es que quiera tapar los faroles con celofán de colores.
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