Cuando asomó al escenario de la ex Amia, su figura barbada pareció no haber cambiado demasiado desde aquellos días –ya con la dictadura retirada– en que se lo veía atendiendo en Libraco, la librería de Emilio Pernas en la calle 6, en el centro de La Plata. Juan Alberto Bozza –Beto– fue reconocido siempre como un tipo de izquierda con un perfil discreto; también en su actual actividad como profesor de Historia en las facultades de Humanidades y Periodismo de La Plata. Se le nota la larga experiencia como docente de colegio secundario; con tono calmo, llano, preocupado por ser claro y despertar preguntas, desgrana frente a los pibes lo mucho que sabe sobre historia del socialismo y del movimiento obrero. Muy cada tanto su parsimonia se desvanece. Por ejemplo, cuando explica con las manos que en plena guerra franco-prusiana los gobiernos enfrentados acordaron una feroz tregua destinada a reprimir el levantamiento de los obreros de París. En los setenta, un siglo después de la derrota de la Comuna, Beto militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), organización con un desarrollo modesto en el ámbito platense y que por aquellos años reconocía –por lo menos hasta antes del golpe– a Coral como referente nacional.
El 7 de marzo de 2014, Beto vino a dar testimonio sobre los crímenes del terrorismo de Estado perpetrados en el centro clandestino de detención “La Cacha”, donde permaneció secuestrado durante más de dos meses. Estaba entonces “bajo bandera” –como se solía decir–, pero ya faltaban pocos días para que le dieran “la baja” y lo libraran de una buena vez de la conscripción en el Batallón 601 de Comunicaciones de City Bell. Las esperadas salidas autorizadas se habían sucedido sin inconvenientes hasta el 19 de abril de 1977. Era martes y a algunos colimbas les tocaba franco. También a Beto. El capitán Santiago Badías interrumpió de pronto la salida mandando al grupo de pibes a afeitarse. Menos a Beto, que no pareció sorprendido y caminó hasta la parada del colectivo en el camino Centenario. De inmediato se le cruzó un Chevy azul con tipos de facha inconfundible: la “patota”. La invitación a subir habrá sonado bastante más aterradora que las simples palabras pronunciadas desde la ventanilla: “Subí que te acercamos”. A partir de ese momento, Beto quedó encapuchado a merced del grupo de tareas y la siguiente parada fue “La Cacha”.
Su testimonio fue el de un profesor de historia dando cuenta de un fenómeno del pasado. El relato armonioso y pausado recorrió las múltiples dimensiones del cautiverio: los interrogatorios bajo tortura, los apodos de los represores, las posibles escalas jerárquicas entre ellos, las identidades políticas de los secuestrados, los deslices de las capuchas para mirar por instantes lo que se pudiera, la agudización de la memoria para traer ante el Tribunal los sonidos recurrentes de dolor, las siluetas, las fechas y las horas aproximadas de los “traslados” y los nombres tirados ocasionalmente por los prisioneros para evitar caer en el olvido.
Fue una declaración analítica y racional. Pero se crispó al recordar la miseria intelectual de sus interrogadores, que insistían en preguntarle por armas cuando él había militado en una organización que –era bien sabido– rechazaba el uso de la violencia. Beto revivió su indignación ante el hecho de que los represores desconocieran totalmente la naturaleza política del PST. Muy molesto recordó que el “experto en PST” (pronunció estas palabras con subrayada sorna) que le plantaron adelante durante el último interrogatorio le dijo: “Mirá que, a pesar de las relaciones comerciales con Argentina y la presunta distensión y convivencia pacífica con los soviéticos, nosotros sabemos que los rusos tienen el cuchillo bajo el poncho”. Le pareció inconcebible que estas bestias fueran incapaces de distinguir un “trosko” de un “pecé”. Tal vez su recurrencia en esta curiosa denuncia frente al auditorio estuviera especialmente destinada a los acusados; una especie de revancha de este intelectual que sigue considerando a la historia como su única arma.
Hizo demostración de su poder de observación al relatar que un día, mientras caminaba llevado por un guardia hacia el baño, percibió tras la capucha la luminosidad de una puerta que se abría. En medio del griterío adivinó que alguien caía al suelo entre golpes y patadas, arrastrado por un grupo de tareas que irrumpía por el pasillo taconeando y cantando a voz en cuello: “Cálzame las alpargatas, / dame la boina, carga el fusil. / Cálzame las alpargatas, /dame la boina, carga el fusil. /Me voy a matar más rojos, / me voy a matar más rojos / que flores tienen mayo y abril, /que flores tienen mayo y abril”.
Beto reprodujo ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº1 de La Plata sus meditaciones de hace treinta y siete años: “Yo conocía ese himno porque era estudiante de Historia de la UNLP. Ese himno también lo cantaban, en aquella época, las organizaciones políticas universitarias de ultraderecha”. Explicó que era una canción carlista adoptada por los falangistas durante la Guerra Civil Española. No cualquiera la conocía. Sólo gente de un grupo políticamente motivado podía cantar semejante cosa. No los ignorantes que lo habían interrogado a él. Y reafirmó su conclusión de entonces: esa patota que entraba trayendo a “La Cacha” a una persona secuestrada tenía que ser de la CNU.
Es de esperar que el Tribunal preste la debida atención al blanco al que apuntó con sus reflexiones este pacífico y certero historiador.
El 7 de marzo de 2014, Beto vino a dar testimonio sobre los crímenes del terrorismo de Estado perpetrados en el centro clandestino de detención “La Cacha”, donde permaneció secuestrado durante más de dos meses. Estaba entonces “bajo bandera” –como se solía decir–, pero ya faltaban pocos días para que le dieran “la baja” y lo libraran de una buena vez de la conscripción en el Batallón 601 de Comunicaciones de City Bell. Las esperadas salidas autorizadas se habían sucedido sin inconvenientes hasta el 19 de abril de 1977. Era martes y a algunos colimbas les tocaba franco. También a Beto. El capitán Santiago Badías interrumpió de pronto la salida mandando al grupo de pibes a afeitarse. Menos a Beto, que no pareció sorprendido y caminó hasta la parada del colectivo en el camino Centenario. De inmediato se le cruzó un Chevy azul con tipos de facha inconfundible: la “patota”. La invitación a subir habrá sonado bastante más aterradora que las simples palabras pronunciadas desde la ventanilla: “Subí que te acercamos”. A partir de ese momento, Beto quedó encapuchado a merced del grupo de tareas y la siguiente parada fue “La Cacha”.
Su testimonio fue el de un profesor de historia dando cuenta de un fenómeno del pasado. El relato armonioso y pausado recorrió las múltiples dimensiones del cautiverio: los interrogatorios bajo tortura, los apodos de los represores, las posibles escalas jerárquicas entre ellos, las identidades políticas de los secuestrados, los deslices de las capuchas para mirar por instantes lo que se pudiera, la agudización de la memoria para traer ante el Tribunal los sonidos recurrentes de dolor, las siluetas, las fechas y las horas aproximadas de los “traslados” y los nombres tirados ocasionalmente por los prisioneros para evitar caer en el olvido.
Fue una declaración analítica y racional. Pero se crispó al recordar la miseria intelectual de sus interrogadores, que insistían en preguntarle por armas cuando él había militado en una organización que –era bien sabido– rechazaba el uso de la violencia. Beto revivió su indignación ante el hecho de que los represores desconocieran totalmente la naturaleza política del PST. Muy molesto recordó que el “experto en PST” (pronunció estas palabras con subrayada sorna) que le plantaron adelante durante el último interrogatorio le dijo: “Mirá que, a pesar de las relaciones comerciales con Argentina y la presunta distensión y convivencia pacífica con los soviéticos, nosotros sabemos que los rusos tienen el cuchillo bajo el poncho”. Le pareció inconcebible que estas bestias fueran incapaces de distinguir un “trosko” de un “pecé”. Tal vez su recurrencia en esta curiosa denuncia frente al auditorio estuviera especialmente destinada a los acusados; una especie de revancha de este intelectual que sigue considerando a la historia como su única arma.
Hizo demostración de su poder de observación al relatar que un día, mientras caminaba llevado por un guardia hacia el baño, percibió tras la capucha la luminosidad de una puerta que se abría. En medio del griterío adivinó que alguien caía al suelo entre golpes y patadas, arrastrado por un grupo de tareas que irrumpía por el pasillo taconeando y cantando a voz en cuello: “Cálzame las alpargatas, / dame la boina, carga el fusil. / Cálzame las alpargatas, /dame la boina, carga el fusil. /Me voy a matar más rojos, / me voy a matar más rojos / que flores tienen mayo y abril, /que flores tienen mayo y abril”.
Beto reprodujo ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº1 de La Plata sus meditaciones de hace treinta y siete años: “Yo conocía ese himno porque era estudiante de Historia de la UNLP. Ese himno también lo cantaban, en aquella época, las organizaciones políticas universitarias de ultraderecha”. Explicó que era una canción carlista adoptada por los falangistas durante la Guerra Civil Española. No cualquiera la conocía. Sólo gente de un grupo políticamente motivado podía cantar semejante cosa. No los ignorantes que lo habían interrogado a él. Y reafirmó su conclusión de entonces: esa patota que entraba trayendo a “La Cacha” a una persona secuestrada tenía que ser de la CNU.
Es de esperar que el Tribunal preste la debida atención al blanco al que apuntó con sus reflexiones este pacífico y certero historiador.
Pelusa y el botón. Hasta ahora no había dado ningún testimonio, pero cuando Ramoncito le preguntó si se animaba no lo dudó. Estuvo catorce años fuera del país y volvió hace poco, pero la familia Ramírez Abella siempre fue unida, resistente y luchadora. Aún desde lejos y en otro idioma, no perdió de vista a los parientes ni olvidó las historias de las cuatro últimas generaciones. Que Ramoncito y Leticia, los hijos de su prima hermana Elbita Ramírez Abella y Arturo Baibiene, quisieran que hablara ante el Tribunal imponía una sola respuesta: sí.
María Rosa Gui apareció muy segura en la sala, y con voz grave relató cómo buena parte de la familia Ramírez Abella fue atropellada por el terrorismo de Estado. Tres mujeres jóvenes, militantes montoneras, fueron perseguidas, secuestradas y desaparecidas: sus primas hermanas Elbita, Alicia y María Nélida –Maneli. También los compañeros de las tres fueron devorados por la dictadura. En abril de 1977, en un operativo conjunto se asesinó a Arturo Baibiene y se secuestró a Elbita. En diciembre se llevaron a Alicia y a Daniel Cassataro. Y también a Maneli y a Osvaldo Depratti. Los represores se apoderaron de sus cuatro sobrinos, y sólo la búsqueda de los Ramírez Abella impidió que terminaran apropiados: Leticia y Ramón (hijos de Elbita y Arturo), Juliana y Rosana (hijas de Alicia y Daniel) y Ramiro (hijo de Maneli y Osvaldo) pudieron retornar con lo que quedaba de su familia. Mucho tenía para contar María Rosa, aunque el recorte judicial la obligara a focalizarse en Elbita, que es víctima en esta causa porque fue vista en “La Cacha”.
Numerosos sobrevivientes testimoniaron sobre la permanencia de Elbita en ese centro clandestino. Julia Pizá y Leticia y Ramón Baibiene habían detallado en una audiencia anterior lo acontecido en la casa de Berisso el 26 de abril de 1977, cuando la patota asesinó a sus padres, el Ruso Paira y Arturo Baibiene, y se llevó a sus madres, Liliana Pizá y Elbita Ramírez Abella. También sobre este operativo habló María Rosa. Centró su atención en lo que había ocurrido con los nenes, que eran entonces muy chiquitos (Leticia, la mayor, todavía no había cumplido los cuatro años). Pero tenía mucho más para decir, y sus palabras sobrepasaron el estrecho marco establecido por los jueces que arman las causas. No siempre la verdad histórica entra en un espacio tan pequeño, y hay que hacer un esfuerzo para hacerle lugar en el proceso. Muchos testigos lo hacen. Y también María Rosa. Cuando dejó de hablar, apenas si recibió unas pocas preguntas por parte de los abogados.
Días después acordamos por teléfono una visita a su casa. En torno a la larga mesa del comedor, durante horas dejamos caer las preguntas que veníamos guardando desde su declaración. “A mí también me sorprendió que no me preguntaran mucho; así serán las cosas... Tenía que elegir por dónde empezar a contar y me decidí por el día de mi casamiento, como para poner un punto de arranque… pero sobre todo porque tenía que decir lo que por tantos años me llenó de bronca”, dijo.
María Rosa se casó con Rubén el 21 de enero de 1977, y la decisión de la lista de invitados, como suele ocurrir sobre todo en las familias grandes, tuvo muchas idas y vueltas. La represión estatal dejó su huella también en los preparativos de los novios: las hijas de Gorgo Ramírez Abella, Alicia y Elbita, ya habían avisado que no vendrían, igual que Maneli, la hija de Carlos. Se sabían perseguidas y estaba fuera de discusión que sumaran el riesgo de venir a La Plata. Tampoco vendrían sus maridos, claro. La cuestión más conversada fue qué hacer con Ana. “Que sí, que no… pero al final la invité”, explicó.
Con Ana eran amigas desde chicas; María Rosa había estado en su casamiento y el problema era precisamente el marido, Horacio Hernández. El tipo, a poco de casados, se había metido en la Policía y andaba de civil en un Falcon verde por La Plata. “Una vez estábamos en la Modelo y lo vi parado o saliendo de la SIDE, ahí a la vuelta”, recordó.
La tradicional cervecería Modelo, en la esquina de 5 y 54, era una referencia obligada para ubicar el local de la Dippba (Dirección de Informaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires), habitualmente nombrada por error como SIDE (Secretaría de Informaciones del Estado). “El tipo andaba siempre ‘calzado’ y no era un policía común, era de investigaciones”, describió.
A Ana no se la veía muy bien con este Hernández. Una vez los Ramírez Abella tuvieron que intervenir porque “el tipo la maltrataba, creo que le pegaba y todo, pero como siempre… por los chicos… Ana siguió con él”. La amistad de las mujeres fue tal vez lo que llevó a Hernández a decirle en privado a María Rosa: “Escuché el nombre de Héctor, va a haber un allanamiento… que se cuide”. Se refería a Héctor Gui, el hermano menor de María Rosa, que por ese entonces militaba en la Juventud Guevarista. Pero también el papá se llamaba así, y María Rosa le contestó: “No, no, lo de mi viejo es de hace mucho, nada que ver… fue una cosa armada para perjudicarlo”.
No sabe si por inocencia o por negación, la advertencia de Hernández la transportó en el acto a la década del cuarenta, cuando Héctor Gui padre terminó preso a causa de una jugarreta ejecutada por la Policía para obligarlo a retirarse como candidato de una lista del justicialismo bonaerense. Gui tuvo que renunciar a la lista, pero los antecedentes le quedaron plantados y por eso María Rosa pensó en él. Pero el “botón” no dudó: “No es tu viejo, es tu hermano…, que se cuide”, le dijo.
Después de la luna de miel, Héctor les contó detalles de la fiesta que habían pasado desapercibidos para los novios. El “botón” Hernández estuvo toda la noche atento a los movimientos de Héctor y sus amigos, todos adolescentes. A tal punto que cuando dos de ellos –Jorge y Diego– salieron a buscar cigarrillos, se ofreció para llevarlos en auto. Y los pibes fueron, nomás. Desde que subieron al auto, Hernández se mostró interesado en sus actividades políticas. Con insistencia creciente. Durante el largo trayecto que les llevó encontrar un kiosco abierto, las preguntas se convirtieron en llana “apretada”: “¡Vamos!, que sabemos en qué andan, no se hagan los boludos…” .
Los chicos creyeron que los iba a hacer boleta a la vuelta de cualquier esquina. Pero volvieron juntos a la fiesta, disimularon el susto y se tranquilizaron. Por poco tiempo. En febrero lo secuestraron a Cachito, militante del PRT; en marzo a Luis Alberto y a su compañera; en julio se llevaron a Diego. Salvo Cachito, todos eran de la Juventud Guevarista. Después de mucha resistencia, Héctor y dos compañeros se resignaron a marchar al exilio. Llegaron hasta Paso de los Libres coimeando gendarmes y después Héctor se instaló definitivamente en Suecia. El “botón” hizo su trabajo.
Las primas del alma no pudieron estar en la fiesta, pero las formalidades familiares obligaron a cursar invitación a una rama con follaje de sombra demasiado densa. Se trataba del hermano de la mamá de Elbita Ramírez Abella, el subcomisario Carlos León, su esposa Ñata y Carlos (h), más conocido en La Plata por su apodo: Pelusa. María Rosa no recuerda si también fue a la fiesta la mujer de Pelusa León, Mónica.
“Carlos León, el viejo, a pesar de ser policía y subcomisario no caía mal en la familia… Más aún, creo que se lo veía como a un hombre confiable y respetuoso; decían que cuando hacía un allanamiento pedía con qué limpiarse los zapatos para no ensuciar el piso de la casa… La cuestión era con Pelusa, un tipo abominable”, recordó María Rosa Gui.
A mediados de los setenta, Carlos León (a) Pelusa entró a trabajar en el Hipódromo de La Plata, en el pabellón de la Pelouse, el reservado para los socios del Jockey Club, junto con su prima Elbita Ramírez Abella. Ella estaba en la “mesa de cotizaciones” y él era “cotizador”, puestos un poco más elevados que los simples vendedores de boletos. María Rosa lo recuerda ya en aquella época como un tipo especialmente cuidadoso con su ropa, pero reitera: “Con cara de hipócrita”. La Pelouse ofrecía trabajo de dos días semanales a cambio de un considerable salario, y por eso congregaba a muchos estudiantes y personajes de los sectores medios platenses. Hasta la obligación de ir con saco y corbata le agregaba un plus interesante. Algunos de los que trabajaron allí a inicios de los setenta remarcan la presencia de algunos personajes de la CNU, lo que catalizaba continuas discusiones políticas que ya formaban parte de una atmósfera más general. Hasta antes de la vuelta de Perón, los debates eran más bien amables, como de sobremesa. Luego la situación cambió. Tres CNU se destacaban en particular: Eduardo De Urraza (a) Lobo, Néstor Causa (a) El Chino y Juan Carlos Gomila, apodado Gomilita, para diferenciarlo de sus hermanos que no andaban por el mismo sendero político. El cortejo de adherentes no era muy numeroso. Uno era Pelusa León. “Que Pelusa era CNU no había ninguna duda en la familia, y también policía –como su padre–; creo que antes tuvo una gestoría o algo así, pero luego eso lo dejó”, recordó María Rosa.
Pelusa se casó en 1973 y “sólo los grandes fueron al casamiento. Creo que tío Gorgo, el padre de Elbita y Alicia, comentó alarmado que festejaron a la madrugada tirando tiros de pistola al aire… ¿Dudas de que era CNU? Ninguna. ¿Saben quién le salió de padrino del civil? Ese que los Montoneros mataron en el Cine 8”. ¿Salas? Sí: Salas… ese fue el padrino, fíjense que cuando lo matan a Salas el que fue a recoger el cadáver fue el mismo Pelusa. ¡Ninguna duda!”.
La referencia es a Martín Salas, uno de los jefes operativos de la CNU de La Plata, muerto por Montoneros en agosto de 1974. Un amigo de la mujer de Pelusa que asistió al casamiento apadrinado por Salas aún hoy se lamenta: “Debe haber alguna foto donde tengo al lado a Gomilita”.
María Rosa Gui apareció muy segura en la sala, y con voz grave relató cómo buena parte de la familia Ramírez Abella fue atropellada por el terrorismo de Estado. Tres mujeres jóvenes, militantes montoneras, fueron perseguidas, secuestradas y desaparecidas: sus primas hermanas Elbita, Alicia y María Nélida –Maneli. También los compañeros de las tres fueron devorados por la dictadura. En abril de 1977, en un operativo conjunto se asesinó a Arturo Baibiene y se secuestró a Elbita. En diciembre se llevaron a Alicia y a Daniel Cassataro. Y también a Maneli y a Osvaldo Depratti. Los represores se apoderaron de sus cuatro sobrinos, y sólo la búsqueda de los Ramírez Abella impidió que terminaran apropiados: Leticia y Ramón (hijos de Elbita y Arturo), Juliana y Rosana (hijas de Alicia y Daniel) y Ramiro (hijo de Maneli y Osvaldo) pudieron retornar con lo que quedaba de su familia. Mucho tenía para contar María Rosa, aunque el recorte judicial la obligara a focalizarse en Elbita, que es víctima en esta causa porque fue vista en “La Cacha”.
Numerosos sobrevivientes testimoniaron sobre la permanencia de Elbita en ese centro clandestino. Julia Pizá y Leticia y Ramón Baibiene habían detallado en una audiencia anterior lo acontecido en la casa de Berisso el 26 de abril de 1977, cuando la patota asesinó a sus padres, el Ruso Paira y Arturo Baibiene, y se llevó a sus madres, Liliana Pizá y Elbita Ramírez Abella. También sobre este operativo habló María Rosa. Centró su atención en lo que había ocurrido con los nenes, que eran entonces muy chiquitos (Leticia, la mayor, todavía no había cumplido los cuatro años). Pero tenía mucho más para decir, y sus palabras sobrepasaron el estrecho marco establecido por los jueces que arman las causas. No siempre la verdad histórica entra en un espacio tan pequeño, y hay que hacer un esfuerzo para hacerle lugar en el proceso. Muchos testigos lo hacen. Y también María Rosa. Cuando dejó de hablar, apenas si recibió unas pocas preguntas por parte de los abogados.
Días después acordamos por teléfono una visita a su casa. En torno a la larga mesa del comedor, durante horas dejamos caer las preguntas que veníamos guardando desde su declaración. “A mí también me sorprendió que no me preguntaran mucho; así serán las cosas... Tenía que elegir por dónde empezar a contar y me decidí por el día de mi casamiento, como para poner un punto de arranque… pero sobre todo porque tenía que decir lo que por tantos años me llenó de bronca”, dijo.
María Rosa se casó con Rubén el 21 de enero de 1977, y la decisión de la lista de invitados, como suele ocurrir sobre todo en las familias grandes, tuvo muchas idas y vueltas. La represión estatal dejó su huella también en los preparativos de los novios: las hijas de Gorgo Ramírez Abella, Alicia y Elbita, ya habían avisado que no vendrían, igual que Maneli, la hija de Carlos. Se sabían perseguidas y estaba fuera de discusión que sumaran el riesgo de venir a La Plata. Tampoco vendrían sus maridos, claro. La cuestión más conversada fue qué hacer con Ana. “Que sí, que no… pero al final la invité”, explicó.
Con Ana eran amigas desde chicas; María Rosa había estado en su casamiento y el problema era precisamente el marido, Horacio Hernández. El tipo, a poco de casados, se había metido en la Policía y andaba de civil en un Falcon verde por La Plata. “Una vez estábamos en la Modelo y lo vi parado o saliendo de la SIDE, ahí a la vuelta”, recordó.
La tradicional cervecería Modelo, en la esquina de 5 y 54, era una referencia obligada para ubicar el local de la Dippba (Dirección de Informaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires), habitualmente nombrada por error como SIDE (Secretaría de Informaciones del Estado). “El tipo andaba siempre ‘calzado’ y no era un policía común, era de investigaciones”, describió.
A Ana no se la veía muy bien con este Hernández. Una vez los Ramírez Abella tuvieron que intervenir porque “el tipo la maltrataba, creo que le pegaba y todo, pero como siempre… por los chicos… Ana siguió con él”. La amistad de las mujeres fue tal vez lo que llevó a Hernández a decirle en privado a María Rosa: “Escuché el nombre de Héctor, va a haber un allanamiento… que se cuide”. Se refería a Héctor Gui, el hermano menor de María Rosa, que por ese entonces militaba en la Juventud Guevarista. Pero también el papá se llamaba así, y María Rosa le contestó: “No, no, lo de mi viejo es de hace mucho, nada que ver… fue una cosa armada para perjudicarlo”.
No sabe si por inocencia o por negación, la advertencia de Hernández la transportó en el acto a la década del cuarenta, cuando Héctor Gui padre terminó preso a causa de una jugarreta ejecutada por la Policía para obligarlo a retirarse como candidato de una lista del justicialismo bonaerense. Gui tuvo que renunciar a la lista, pero los antecedentes le quedaron plantados y por eso María Rosa pensó en él. Pero el “botón” no dudó: “No es tu viejo, es tu hermano…, que se cuide”, le dijo.
Después de la luna de miel, Héctor les contó detalles de la fiesta que habían pasado desapercibidos para los novios. El “botón” Hernández estuvo toda la noche atento a los movimientos de Héctor y sus amigos, todos adolescentes. A tal punto que cuando dos de ellos –Jorge y Diego– salieron a buscar cigarrillos, se ofreció para llevarlos en auto. Y los pibes fueron, nomás. Desde que subieron al auto, Hernández se mostró interesado en sus actividades políticas. Con insistencia creciente. Durante el largo trayecto que les llevó encontrar un kiosco abierto, las preguntas se convirtieron en llana “apretada”: “¡Vamos!, que sabemos en qué andan, no se hagan los boludos…” .
Los chicos creyeron que los iba a hacer boleta a la vuelta de cualquier esquina. Pero volvieron juntos a la fiesta, disimularon el susto y se tranquilizaron. Por poco tiempo. En febrero lo secuestraron a Cachito, militante del PRT; en marzo a Luis Alberto y a su compañera; en julio se llevaron a Diego. Salvo Cachito, todos eran de la Juventud Guevarista. Después de mucha resistencia, Héctor y dos compañeros se resignaron a marchar al exilio. Llegaron hasta Paso de los Libres coimeando gendarmes y después Héctor se instaló definitivamente en Suecia. El “botón” hizo su trabajo.
Las primas del alma no pudieron estar en la fiesta, pero las formalidades familiares obligaron a cursar invitación a una rama con follaje de sombra demasiado densa. Se trataba del hermano de la mamá de Elbita Ramírez Abella, el subcomisario Carlos León, su esposa Ñata y Carlos (h), más conocido en La Plata por su apodo: Pelusa. María Rosa no recuerda si también fue a la fiesta la mujer de Pelusa León, Mónica.
“Carlos León, el viejo, a pesar de ser policía y subcomisario no caía mal en la familia… Más aún, creo que se lo veía como a un hombre confiable y respetuoso; decían que cuando hacía un allanamiento pedía con qué limpiarse los zapatos para no ensuciar el piso de la casa… La cuestión era con Pelusa, un tipo abominable”, recordó María Rosa Gui.
A mediados de los setenta, Carlos León (a) Pelusa entró a trabajar en el Hipódromo de La Plata, en el pabellón de la Pelouse, el reservado para los socios del Jockey Club, junto con su prima Elbita Ramírez Abella. Ella estaba en la “mesa de cotizaciones” y él era “cotizador”, puestos un poco más elevados que los simples vendedores de boletos. María Rosa lo recuerda ya en aquella época como un tipo especialmente cuidadoso con su ropa, pero reitera: “Con cara de hipócrita”. La Pelouse ofrecía trabajo de dos días semanales a cambio de un considerable salario, y por eso congregaba a muchos estudiantes y personajes de los sectores medios platenses. Hasta la obligación de ir con saco y corbata le agregaba un plus interesante. Algunos de los que trabajaron allí a inicios de los setenta remarcan la presencia de algunos personajes de la CNU, lo que catalizaba continuas discusiones políticas que ya formaban parte de una atmósfera más general. Hasta antes de la vuelta de Perón, los debates eran más bien amables, como de sobremesa. Luego la situación cambió. Tres CNU se destacaban en particular: Eduardo De Urraza (a) Lobo, Néstor Causa (a) El Chino y Juan Carlos Gomila, apodado Gomilita, para diferenciarlo de sus hermanos que no andaban por el mismo sendero político. El cortejo de adherentes no era muy numeroso. Uno era Pelusa León. “Que Pelusa era CNU no había ninguna duda en la familia, y también policía –como su padre–; creo que antes tuvo una gestoría o algo así, pero luego eso lo dejó”, recordó María Rosa.
Pelusa se casó en 1973 y “sólo los grandes fueron al casamiento. Creo que tío Gorgo, el padre de Elbita y Alicia, comentó alarmado que festejaron a la madrugada tirando tiros de pistola al aire… ¿Dudas de que era CNU? Ninguna. ¿Saben quién le salió de padrino del civil? Ese que los Montoneros mataron en el Cine 8”. ¿Salas? Sí: Salas… ese fue el padrino, fíjense que cuando lo matan a Salas el que fue a recoger el cadáver fue el mismo Pelusa. ¡Ninguna duda!”.
La referencia es a Martín Salas, uno de los jefes operativos de la CNU de La Plata, muerto por Montoneros en agosto de 1974. Un amigo de la mujer de Pelusa que asistió al casamiento apadrinado por Salas aún hoy se lamenta: “Debe haber alguna foto donde tengo al lado a Gomilita”.
Fachos en el Hipódromo. El Hipódromo de La Plata fue un lugar privilegiado por la CNU para asesinar gente indefensa. No hay registro de que hayan mantenido enfrentamientos con grupos o militantes de la izquierda enrolados en organizaciones armadas. Eran especialistas en ejecuciones por la espalda. En la Pelouse trabajaba también Luisa Córica, una militante elegida allá por 1974 como delegada de los empleados por reunión. El domingo 6 de abril de 1975 la esperaron a la salida de la última carrera y la secuestraron en la estación de trenes a la vista de mucha gente. Luisa opuso una enorme resistencia, pero estaba sola frente a un equipo de asesinos. La encontraron masacrada y con la inconfundible firma de la cobardía de la banda: las manos atadas atrás con alambre.
En febrero de 1976, poco antes de golpe, el gobernador bonaerense Victorio Calabró seguía cumpliendo su promesa de limpiar de zurdos la provincia. Para eso contaba con la entusiasta colaboración de la banda de la CNU. Otro de sus objetivos a eliminar fue Carlos Domínguez, dirigente de los trabajadores del Hipódromo y presidente del PJ platense. El testimonio que brindó ante la Justicia un trabajador del Hipódromo que también estuvo en la Pelouse señaló a la patota CNU bajo el mando del Indio Castillo como responsable de este crimen. Además identificó a varios de sus integrantes como asalariados en el Hipódromo: Tony Jesús, un tal Blanco, Richard Calvo y el Chino Causa. María Rosa no tiene un registro preciso, pero cree que por esa época Elbita no trabajaba más en el Hipódromo. Tal vez a partir del 1° de julio de 1974, con la muerte de Perón, la organización tomó otros recaudos.
En febrero de 1976, poco antes de golpe, el gobernador bonaerense Victorio Calabró seguía cumpliendo su promesa de limpiar de zurdos la provincia. Para eso contaba con la entusiasta colaboración de la banda de la CNU. Otro de sus objetivos a eliminar fue Carlos Domínguez, dirigente de los trabajadores del Hipódromo y presidente del PJ platense. El testimonio que brindó ante la Justicia un trabajador del Hipódromo que también estuvo en la Pelouse señaló a la patota CNU bajo el mando del Indio Castillo como responsable de este crimen. Además identificó a varios de sus integrantes como asalariados en el Hipódromo: Tony Jesús, un tal Blanco, Richard Calvo y el Chino Causa. María Rosa no tiene un registro preciso, pero cree que por esa época Elbita no trabajaba más en el Hipódromo. Tal vez a partir del 1° de julio de 1974, con la muerte de Perón, la organización tomó otros recaudos.
“Elbita está viva”. Después del operativo perpetrado por “fuerzas conjuntas” contra la casa de Berisso el 26 de abril de 1977, la confirmación de los asesinatos de Arturo Baibiene y Alberto Paira y los secuestros de Elbita y la NegritaLiliana Pizá, los esfuerzos inmediatos de los Ramírez Abella se concentraron en la localización de los chicos Leticia y Ramón Baibiene. Unos días más tarde lograron encontrarlos, pero los habían dejado depositados junto con una bebita desconocida. Afortunadamente, Leticia, de tres años y medio, se negó a separarse de su “primita” de pocos meses de edad y obligó a los abuelos a llevarse a la bebé con ellos. Ni bien la vio en la casa familiar, María Rosa se dio cuenta de que era Julia, la hijita de Liliana y Alberto, y la restituyeron a la familia Pizá.
Recuperados los nenes, los Ramírez Abella pudieron dedicarse exclusivamente a buscar información sobre Elbita. Más o menos por junio del ’77, casi dos meses después del operativo, el subcomisario Carlos León fue a ver a su hermana Elba para llevarle noticias sobre la hija desaparecida:
–Pelusa vio a Elbita… Elbita está viva.
–¡Está viva! ¿Pero dónde, dónde está, dónde la vio Pelusa?
–Dónde no sé, pero la vio.
María Rosa no sabe cuánto habrán insistido los Ramírez Abella en interrogar sobre su afirmación al viejo León. También cree posible que se hayan limitado a escuchar enmudecidos la escasa información que les traía. Después de todo, León padre estaba comunicando también que Pelusa se negaba a decir dónde mantenían secuestrada a su prima hermana.
Elbita Ramírez Abella y Liliana Pizá estuvieron en “La Cacha”; los testimonios de los sobrevivientes lo ponen fuera de duda y no hay registros del paso de las chicas por ningún otro lugar de detención. Ambas continúan desaparecidas. “La Cacha” fue un centro de articulación de fuerzas represivas heterogéneas: la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Inteligencia del Ejército, el Regimiento 7, el Servicio Penitenciario, la Marina. ¿Pelusa León también anduvo por allí?
No sería extraño dada su doble condición de policía de la Provincia y adscripto a la CNU. Además, ¿dónde más que en “La Cacha” pudo haber visto a Elbita? En 1984, el ex agente del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Orestes Estanislao Vaello reveló ante la Conadep que a fines de 1975 se ordenó que la banda CNU quedara bajo el mando del Batallón de Inteligencia 101 del Ejército, y que en La Plata era responsabilidad del Área Operacional 113 comandada por el coronel Roque Carlos Presti.
Según Vaello, hasta octubre de 1975 la CNU estaba bajo el mando del Ministerio de Bienestar Social por intermedio de las Tres A de Aníbal Gordon. De allí en más, dependería de la Inteligencia del Ejército. Está probado que el SIE (Servicio de Inteligencia del Ejército) estaba presente, y mucho, en “La Cacha”.
El recuerdo de María rosa continúa fresco: “A Pelusa no lo queríamos ni ver, pero con Carlos padre no estaban tan mal las cosas… y con su mujer, Ñata, tampoco. Fuimos a su casa con mi mamá en una visita de cortesía; sería 1976 más o menos. En la casa había como un galpón, o un local grande, y no sé bien cómo llego hasta allí y abro la puerta, y bueno… cocinas, heladeras, muebles, de a dos, de a tres, equipos de música, mucho, mucho. Mi tío vino enseguida atrás mío y se interpuso, nervioso. ‘¿Y esto?’, le dije. ‘Bueno… Fulanito, un amigo de Pelusa, se muda y le tenemos las cosas acá’, me contestó inseguro mientras trataba de hacerme salir del galpón. ‘¿Y vos qué pensaste sobre semejante acopio de cosas?’, le preguntamos a María Rosa. ‘Qué mudanza ni mudanza, pensé. Todo esto es robado. Un año después, cuando entramos a la casa de Berisso donde vivían Arturo y Elbita, ni las canillas dejaron… ¡se robaban todo! Hasta la calesita que les habíamos regalado a los chicos se llevaron’”.
Y agregó: “Mirá cómo son las cosas… me han dicho que este tipo hizo mucho dinero y hasta de la Policía lo echaron. Llegó a comisario y ¡lo exoneraron! ¿Sabés qué hace ahora Pelusa León? Está con un cargo directivo en el Colegio San José… ellos son de las familias cristianas, o algo así… ¡del Opus Dei!”.
Egresados del San José lo confirman: Carlos León (a) Pelusa es profesor de Religión y Asesor de la Dirección del Colegio que depende del Arzobispado de La Plata. ¿Cantará por lo bajo en los recreos “me voy a matar más rojos / me voy a matar más rojos / que flores tienen mayo y abril / que flores tienen mayo y abril?
Recuperados los nenes, los Ramírez Abella pudieron dedicarse exclusivamente a buscar información sobre Elbita. Más o menos por junio del ’77, casi dos meses después del operativo, el subcomisario Carlos León fue a ver a su hermana Elba para llevarle noticias sobre la hija desaparecida:
–Pelusa vio a Elbita… Elbita está viva.
–¡Está viva! ¿Pero dónde, dónde está, dónde la vio Pelusa?
–Dónde no sé, pero la vio.
María Rosa no sabe cuánto habrán insistido los Ramírez Abella en interrogar sobre su afirmación al viejo León. También cree posible que se hayan limitado a escuchar enmudecidos la escasa información que les traía. Después de todo, León padre estaba comunicando también que Pelusa se negaba a decir dónde mantenían secuestrada a su prima hermana.
Elbita Ramírez Abella y Liliana Pizá estuvieron en “La Cacha”; los testimonios de los sobrevivientes lo ponen fuera de duda y no hay registros del paso de las chicas por ningún otro lugar de detención. Ambas continúan desaparecidas. “La Cacha” fue un centro de articulación de fuerzas represivas heterogéneas: la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Inteligencia del Ejército, el Regimiento 7, el Servicio Penitenciario, la Marina. ¿Pelusa León también anduvo por allí?
No sería extraño dada su doble condición de policía de la Provincia y adscripto a la CNU. Además, ¿dónde más que en “La Cacha” pudo haber visto a Elbita? En 1984, el ex agente del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Orestes Estanislao Vaello reveló ante la Conadep que a fines de 1975 se ordenó que la banda CNU quedara bajo el mando del Batallón de Inteligencia 101 del Ejército, y que en La Plata era responsabilidad del Área Operacional 113 comandada por el coronel Roque Carlos Presti.
Según Vaello, hasta octubre de 1975 la CNU estaba bajo el mando del Ministerio de Bienestar Social por intermedio de las Tres A de Aníbal Gordon. De allí en más, dependería de la Inteligencia del Ejército. Está probado que el SIE (Servicio de Inteligencia del Ejército) estaba presente, y mucho, en “La Cacha”.
El recuerdo de María rosa continúa fresco: “A Pelusa no lo queríamos ni ver, pero con Carlos padre no estaban tan mal las cosas… y con su mujer, Ñata, tampoco. Fuimos a su casa con mi mamá en una visita de cortesía; sería 1976 más o menos. En la casa había como un galpón, o un local grande, y no sé bien cómo llego hasta allí y abro la puerta, y bueno… cocinas, heladeras, muebles, de a dos, de a tres, equipos de música, mucho, mucho. Mi tío vino enseguida atrás mío y se interpuso, nervioso. ‘¿Y esto?’, le dije. ‘Bueno… Fulanito, un amigo de Pelusa, se muda y le tenemos las cosas acá’, me contestó inseguro mientras trataba de hacerme salir del galpón. ‘¿Y vos qué pensaste sobre semejante acopio de cosas?’, le preguntamos a María Rosa. ‘Qué mudanza ni mudanza, pensé. Todo esto es robado. Un año después, cuando entramos a la casa de Berisso donde vivían Arturo y Elbita, ni las canillas dejaron… ¡se robaban todo! Hasta la calesita que les habíamos regalado a los chicos se llevaron’”.
Y agregó: “Mirá cómo son las cosas… me han dicho que este tipo hizo mucho dinero y hasta de la Policía lo echaron. Llegó a comisario y ¡lo exoneraron! ¿Sabés qué hace ahora Pelusa León? Está con un cargo directivo en el Colegio San José… ellos son de las familias cristianas, o algo así… ¡del Opus Dei!”.
Egresados del San José lo confirman: Carlos León (a) Pelusa es profesor de Religión y Asesor de la Dirección del Colegio que depende del Arzobispado de La Plata. ¿Cantará por lo bajo en los recreos “me voy a matar más rojos / me voy a matar más rojos / que flores tienen mayo y abril / que flores tienen mayo y abril?
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