Del caso Farrell a Eduardo Duhalde, Campagnoli, los represores Cirino y Espina, y el macrista Arcidiácono.
Durante la tarde del 25 de junio, el salón San Martín de la Legislatura porteña ofrecía un paisaje algo surrealista. A través de las paredes se filtraba con suma nitidez el relato televisivo del partido entre Argentina y Nigeria, sin perturbar la audiencia pública que trataba el pliego del doctor Martín Farrell para ser juez del fuero Contencioso Administrativo.
"Señores, vengo a poner la cara", soltó el postulante. Y sin faltar a la verdad: su expresión facial lucía imperturbable.
Era nada menos que el ex director de Habilitaciones y Permisos de la gestión macrista cuando el derrumbe del boliche Beara provocó las muertes de Leticia Provedo y Ariana Lizarraga. A raíz de ello, Farrell fue denunciado penalmente por coimas para permitir el funcionamiento de dicho local. Ahora, ese mismo sujeto pretendía convertirse en magistrado. Otro en su lugar hubiera abrazado una ambición más discreta.
No obstante, su caso bien puede ser enmarcado en una especie de tradición cultivada por ciertas figuras impresentables del quehacer nacional, obstinadas por mantener un alto perfil en los momentos menos oportunos.
Sin ir más lejos –mientras transcurría la bochornosa presencia de Farrell en la Legislatura–, el ex presidente interino Eduardo Duhalde criticaba en Madrid que la justicia argentina juzgue los crímenes perpetrados por la dictadura de Francisco Franco. "Los delitos de lesa humanidad del franquismo no son ni siquiera un problema de España sino sólo de un sector de España", fueron sus exactas palabras. Lo notable es que semejante opinión haya coincidido con el decimosegundo aniversario de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, durante la represión en el Puente Pueyrredón, cuya responsabilidad política se le atribuye precisamente a él. Otro, en su lugar, se hubiera callado la boca.
No le va a la zaga el fiscal José María Campagnoli, hoy suspendido y bajo un jury de enjuiciamiento por "mal desempeño" y "abuso de poder" por su intervención en una causa que investiga al empresario Lázaro Báez. Aquel hombre, que solía allanar barrios pobres al grito de "¡Los voy a matar a todos, negros de mierda!", acumula un record absoluto de denuncias en su contra a raíz de las irregularidades procesales que supo cometer. Gran parte de los cuestionamientos fueron motorizados por secretarios letrados y empleados judiciales que trabajaron con él, quienes lo tildan de "maltratador, misógino y homofóbico", entre otras inconductas. En tal marco, no es un hecho menor su afición por la imagen. Al respecto, no sólo hay pruebas de que filmaba de modo clandestino al personal a sus órdenes sino que, además, le fue hallado un álbum fotográfico –con más de 1500 imágenes de personas, en su mayoría, vecinos del Barrio Mitre– para efectuar "reconocimientos" alejados de toda legalidad. Lo cierto es que él también fue víctima de su propia cámara: en estos días, cuando su suerte se juega en el Consejo de la Magistratura, provoca furor en las redes sociales un video en el que Campagnoli, parodiando una transmisión por cadena nacional, proclama: "Las decisiones hay que tomarlas con mano dura. No en vano a mi me dicen la Margaret Thatcher de Saavedra." A continuación, se escuchan risas y aplausos de sus adláteres. Una hermosura de persona. Otro, en su lugar, hubiera desistido de esa manifestación tan amena de protagonismo.
Borges acuñó un lema para este tipo de personas: "Figuración o muerte." Un desborde de la vanidad muy proclive –por ejemplo– en algunos represores. Tal fue el caso de Julio Cirino, un antiguo jerarca del Batallón 601. En su caso, el regreso de la democracia no lo privó de tener un peligroso nivel de exposición, ya reciclado en analista internacional. Las conferencias, las clases magistrales y las apariciones televisivas fueron el combustible de su agenda cotidiana. Esa pulsión por el prestigio público incidió en su desgracia. Ahora está condenado por delitos de lesa humanidad.
El caso del también ex agente del Batallón 601, Héctor Mario Espina, no es muy diferente. ¿Cómo se le ocurrió sepultar ese tramo de su historia con una promisoria carrera política, que lo llevó a ser jefe de Gabinete del Ministerio de Agricultura de la Nación? Su etapa represiva ahora está en boca de todos. Tal vez Espina haya aprendido demasiado tarde que el pasado siempre vuelve.
Eso bien lo sabe Ignacio Arcidiácono, un dirigente macrista del partido de San Martín. Su derrumbe es un hito en la materia, y merece ser refrescado.
El tipo insistía en fotografiarse con figuras políticas, imprimía afiches con su nombre y soñaba gobernar un distrito habitado por 430 mil personas. Ya en 2003 había integrado la lista de candidatos a diputados porteños encabezada por Gabriela Michetti. En esa ocasión la suerte le fue esquiva. Pero en 2007 se postuló para intendente de San Martín. Y, desde luego, enarbolando el tema de la seguridad como eje de campaña. Al respecto, se exhibía extremadamente crítico con las purgas policiales efectuadas por el entonces ministro León Arslanián. Y repetía una y otra vez: "Si a la Institución no se la quiere y se la apalea, se la pone en contra de la gente; entonces es imposible conducirla." No menor era su aversión hacia la política de derechos humanos de Kirchner; tanto es así que sus argumentos no tenían desperdicio: "Volvimos a la década del ’70. Y estamos juzgando a quienes, con algunos errores, combatieron a la subversión. Si se abrió la caja de Pandora, tendría que ser para los dos lados. Lo ideal sería una pacificación, un pacto. Porque si seguimos adelante con las Madres de Plaza de Mayo, esto no va a terminar nunca." Ese concepto fue expresado por Arcidiácono en un acto partidario que compartió con Francisco de Narváez y Jorge Macri. En esa oportunidad, un movilero le soltó la siguiente pregunta:
–¿Usted participó en la represión ilegal?
Por toda respuesta, el candidato farfulló:
–No, lamentablemente…
Entonces se puso lívido, mientras imploraba que apagaran la cámara. Aducía sentirse mal. Tuvo que ser retirado.
En ese mismo instante trascendía que, ya en los meses previos al golpe de 1976, Arcidiácono había sido nada menos que director de Inteligencia de la delegación cordobesa de la Policía Federal. Y que habría pertenecido a la Triple A. Si bien nunca fue investigado por los presuntos delitos que habría cometido, su carrera política tuvo su "punto final".
El pobre Farrell debería haber aprendido la lección.
Infonews
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