Por Irina Hauser
Uno de los ejemplos más patentes de cómo funciona el corporativismo judicial y de los beneficios de pertenecer a esa gran familia puede apreciarse en un hecho actual: ningún juez quiere investigar a sus colegas de la Cámara de Casación Penal involucrados en un intento de soborno destinado a favorecer al dirigente ferroviario José Pedraza, en la causa del asesinato de Mariano Ferreyra. En los tres años y medio que lleva la causa, se excusaron diez jueces de primera instancia y diez camaristas que tenían que intervenir. La mayoría ha esgrimido argumentos tales como que trabajó con alguno de los sospechosos, o que le debe su carrera, o que se cruzan en reuniones sociales, que son vecinos, o amigos, o amigos de algún pariente o de otro conocido. Nadie quiere poner el ojo en una presunta coima judicial, y menos de Casación, el máximo tribunal penal. Es más, ni siquiera los pocos jueces que sí intervinieron se animaron a señalar con claridad la imputación contra sus pares, excepto el último, Pablo Ormaechea, que lo hizo en el mismo escrito en el que también resolvió excusarse, por considerarse incompetente, por lo que el expediente sigue en el limbo.
“No caben dudas ahora de que sí existe una imputación formal y concreta en la causa contra los magistrados”, dice la resolución de Ormaechea, en alusión al camarista de Casación Eduardo Riggi, su ex compañero Gustavo Mitchell (quien renunció en medio de la investigación en su contra) y a Mariano González Palazzo, un camarista del crimen que compartía tribunal con ellos como subrogante. Se los acusa, explica, de haber participado en una maniobra que tenía como objetivo beneficiar en una resolución a integrantes de la patota de la Unión Ferroviaria (UF) que estaban presos por el asesinato de Ferreyra, y así evitar que la causa avanzara contra la cúpula del gremio. Todo quedó a la vista en una serie de escuchas telefónicas desopilantes, donde Pedraza, sus allegados y un operador en tribunales hablaban hasta de cuánto dinero iban a pagar para comprar la voluntad de los jueces. El primer objetivo clave era lograr que el expediente recayera en la Sala III, que integra Riggi, quien también aparecía en diálogos telefónicos hablando con uno de los protagonistas.
Verdes que queman
Las conversaciones fueron registradas en los primeros meses de la investigación por el asesinato de Ferreyra, ocurrido el 20 de octubre de 2010, y llevaron a que se abriera otra causa. Una de las frases célebres que quedó grabada en el contestador de Pedraza anunciaba: “Informan del otro lado que son verdes, reitero, son verdes”. La voz era de Juan José Riquelme, un agente de la Secretaría de Inteligencia (luego desplazado), que prestaba servicios de lobista y frecuentaba Casación. Hablaba de verdes para aclararle al ex líder ferroviario que tenía que poner dólares, no pesos. Las escuchas permitieron determinar que parte del dinero sería trasladado por Angel Stafforini, contador de la UF y número dos de Belgrano Cargas, al estudio del abogado Octavio Aráoz de Lamadrid, quien había sido durante más de una década secretario de Riggi y que conservaba amistad con uno de sus compañeros, Luis Ameghino Escobar, ubicado en la estratégica oficina de sorteo de expedientes, desde donde apostaban a lograr que el caso fuera a manos de los jueces elegidos.
El fiscal Sandro Abraldes describió la trama al detalle en un dictamen de junio de 2011. Pidió indagar a Pedraza, Riquelme, Stafforini, Ameghino Escobar y Aráoz de Lamadrid y dijo que todo llevaba a la participación de los jueces, para quienes pedía más investigación. El juez Luis Rodríguez, había hecho un primer intento de sacarse de encima la causa, apenas la recibió, y mandársela a la jueza Wilma López, quien investigaba el asesinato de Ferreyra, pero ella lo rechazó. Rodríguez tardó más de un año en procesar por cohecho a los implicados en una resolución que se conoció unos pocos días antes de que tuviera la audiencia pública en el Senado para ocupar el cargo de juez federal, tras un concurso en el que había sido denunciado por fraude. En el mismo fallo desvinculó a los jueces, aunque sin sobreseerlos. Tanto la fiscalía como las querellas del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y del Partido Obrero insistieron en que se los investigue.
El juzgado de Rodríguez, vacante, comenzó a tener subrogantes. Primero estuvieron Osvaldo Rappa y Guillermo Rongo, sin avances; desde abril de 2013 se volvió a excusar Wilma López (era esperable, como ya había ocurrido), luego se inhibieron Rappa, Luis Zelaya, Fernando Klappenbach y Jorge Adolfo López.
En muchos casos, el argumento es alguna amistad o cercanía con González Palazzo. En noviembre de 2013, el juez Omar Aníbal Peralta planteó que fue secretario de la Cámara que él integra, que tuvo un “trato frecuente”, “he compartido guardias de hábeas corpus”, “integraciones de salas”, “eventos y festejos dentro y fuera del tribunal” y “reuniones sociales, entre otras –se explayó– las invitaciones del entonces juez de Cámara Abel Bonorino Peró a su domicilio, con participación de ambas esposas”. Después fue designado Fernando Caunedo, pero dijo que trabajó con el camarista fallecido Luis Ameghino Escobar, entre 1988 y 1990, quien lo promovió en la vida académica y la carrera judicial, aunque no recuerda si conoció al hijo, que es quien está imputado. Juan Ramos Padilla informó que conoce a Riggi hace cuarenta años, viven en el mismo edificio, “hemos compartido vacaciones” y “tiene una relación de parentesco” con la madre de sus hijos. Con Mitchell recordó que tiene enemistad manifiesta ya que lo denunció por su presunta participación en la entrega de hijos de desaparecidos en sus tiempos de juez de menores, durante la última dictadura.
Cuando las inhibiciones llegaron a la cámara, también se empezaron a excusar los camaristas, aunque algunos ya lo habían hecho antes. Otra vez, el factor central fue González Palazzo, que es miembro de ese tribunal. Mario Filozof, Ricardo Pinto, Julio Lucini, Carlos Alberto González, Alberto Seijas, Juan Cicciaro y Rodolfo Pociello Argerich se escudaron en el trato frecuente con él, algunos en un vínculo más amistoso, y la intención de evitar algún temor de parcialidad. En un momento, el propio González Palazzo para la causa y obviamente se tuvo que excusar. Luis María Bunge Campos dijo que tuvo una “estrecha amistad” con el padre de uno de los imputados, Ameghino Escobar. Mariano Scotto se amparó en que fue compañero de la hija de Mitchell en la secretaría de un juzgado de instrucción, entre 1991 y 1992, y compartieron reuniones sociales.
Al final, cuando tres camaristas aceptaron pronunciarse, en primera instancia ya había terminado el plazo de las subrogancias discutidas, que duran sólo seis meses, lo que de por sí es un plazo irrisorio para avanzar en cualquier pesquisa de cierta envergadura. Le tocaba asumir al juez Ormaechea, quien se declaró incompetente y, a diferencia del resto de sus colegas, para explicar sus razones dijo que existe “una imputación concreta formulada contra” Riggi, Mitchell y González Palazzo y que a partir de ella “puede establecerse que al menos parte de las maniobras denunciadas han afectado intereses nacionales vinculados con la tutela y el resguardo de las instituciones de la República”.
Así fue todo
Riquelme era un personaje conocido en la Cámara de Casación como alguien que frecuentaba ciertos despachos. Sus conversaciones telefónicas eran elocuentes cuando le explicaba a Pedraza en qué consistía el plan. Si bien evitaba nombrar a las personas clave, les ponía apodos. Al abogado Aráoz de Lamadrid le decía “el amigo de la calle Viamonte” (donde está ubicado su estudio), a Ameghino Escobar lo llamaba “el señor de las teclas” (porque los sorteos de expedientes se hacen tipeando en la computadora), al juez Riggi le decía “Don Eduardo” o “el amigo Eduardo”, y cuando se refería al “día dos”, era el 2 de febrero de ese año, 2011, en que ya tenían que haber pagado el soborno.
Al seguir los diálogos, los investigadores detectaron el momento en que Stafforini iba con un maletín lleno de dinero al estudio de Aráoz de Lamadrid. Lo dejó allí y al instante las oficinas fueron allanadas por la Policía Federal, que secuestró 50 mil dólares en un sobre que llevaba el nombre de “Octavio”. Se supone que el abogado –quien había defendido a uno de los integrantes de la patota ferroviaria en los inicios de la causa– entregaría el dinero en Casación, parte a su amigo, quien ya había logrado direccionar el sorteo para que le tocara a la Sala III. El éxito de la operación quedó asentado en seis mensajes de texto entre ellos. Luego, Aráoz le informó a Riquelme: “salió todo perfecto”, “es la sala de nuestro amigo”. “¿De Eduardo?”, le preguntó el lobista. “¡Sí!”, exclamó Aráoz.
En las escuchas, Riquelme se esmeraba porque Pedraza entendiera la ingeniería jurídica y que no era tan fácil conseguir la Sala III. El primer escollo era que los pedidos de liberación de la patota que mató a Ferreyra llegaron a Casación para la feria de verano, un período en que los jueces rotan y que las excarcelaciones se tratan de manera urgente. Necesitaban postergar todo y que estuviera Ameghino Escobar para maniobrar el sorteo de sala. A comienzos de enero, Riquelme le dice al dirigente ferroviario que sus “amigos” no estarían la primera quincena y que había que demorar los trámites. Es más, le dice que lo está llamando desde la casa de “Don Eduardo” quien está “preparando a la gente”.
Más adelante, Riquelme le cuenta a Pedraza que habló con Mitchell. “Quedé en tomar un café el día martes y te manda un abrazo, un gran saludo y tremendo agradecimiento por tu atención”, le dice. Habla de algo enviado al domicilio del ex juez. También le explica que Mitchell le dijo que se iba a ocupar de que no se resolviera nada en la feria, para que pudieran direccionar el caso a fin de mes, y que en febrero estuviera en la Sala III. Eso, le decía, lo había coordinado también con González Palazzo, conocido a su vez –le aclaró– de Aráoz de Lamadrid.
El mismo día del allanamiento, Riquelme habló por teléfono con Riggi. Le dijo que lo va a ir a visitar “el jueves”. “Cómo no, querido”, fue la respuesta. Unos días después, volvieron a hablar. “Sabe lo que pasa ahora –dijo Riggi– ustedes han armado un lío ahí, no sé qué problema hay que salió en los diarios (...) estoy realmente alarmado con las cosas que han dicho los diarios.”
Mucho por remar
El juez Ormaechea afirmó en su declaración de incompetencia que Mitchell habría hecho acuerdos para quedar a cargo de la presidencia de Casación en la feria de verano, para garantizar que el tema no fuera tratado en ese lapso; Riggi tendría garantizada la intervención con posterioridad. Según Ormaechea, el hecho afectó al sistema de justicia, algo que recién ahora se ve en el expediente, y por eso es de competencia federal, un fuero donde el juez Marcelo Martínez de Giorgi con aval de la cámara ya había rechazado intervenir.
El fiscal actual del caso, Horacio Azzolín, y el CELS apelaron la declaración de incompetencia y aseguran que hay una larga lista de medidas elementales de prueba que ningún juez quiso hacer. Una de ellas es la declaración testimonial de la jueza de Casación Angela Ledesma, quien habría tenido una conversación con Mitchell respecto de la feria judicial. Otras son las declaraciones testimoniales de empleados de Riggi. En una presentación del año pasado, Azzolín deslizó su hipótesis de que el juez Riggi podría haber sido destinatario del soborno aunque, por las escuchas, también sospecha que le habrían hecho un favor para su hijo, para el acceso a una vivienda, sobre lo que también pidió medidas que nunca se hicieron. Todo esto demora también que vayan a juicio oral Pedraza y su pandilla, sobre quienes está terminada la investigación.
Riggi –quien integra Casación desde sus inicios en el menemismo, hace 21 años– tiene una denuncia ante el Consejo de la Magistratura presentada por el CELS en septiembre de 2012, cuya instrucción está a cargo del camarista laboral y consejero Mario Fera. El único movimiento que tuvo fue la presentación de un descargo del propio juez y un pedido de medidas de los denunciantes, en noviembre del año pasado. En la propia Cámara de Casación, Riggi fue extrañamente premiado con una mayor dosis de poder por algunos de sus colegas, a raíz de una pelea interna con el presidente de ese tribunal, Mariano Borinsky. La decisión de cinco votos contra cuatro fue quitarle a Borinsky la subrogancia de un cargo en la Sala IV –que tramita, entre otros, el caso Ciccone– y encomendársela a “Don Eduardo”.
Por el asesinato de Ferreyra ya fueron condenados hace más de un año Pedraza, su número dos, la patota de ferroviarios y un grupo de policías federales. Pero los intentos por hacer naufragar aquella investigación, detectados casi desde el inicio, siguen impunes.
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