Si la Argentina no gana el Mundial de Brasil, será por miles de motivos, futbolísticos y de los otros. Pero, si lo gana, será por un solo motivo: el cabello de un hombre.
Por Santiago Llach | Ilustraciones: Scuzzo
La historia, puede decirse, empieza en 1986, y es la historia de una familia paralela a la mía. Empieza en la explanada de entrada de un edificio futurista sobre la calle Gaboto, en el Bajo de San Isidro. Es el edificio de primaria del colegio San Juan El Precursor, que ocupa casi una manzana entera; ahí pasé, pasamos un montón de chicos, casi todos los días hábiles de las presidencias de Galtieri, Bignone y la mitad de la de Alfonsín. Yo estoy en tercer año. La secundaria se cursa en otro edificio; deduzco que es el acto de fin de año de mis hermanos Felipe y Tito, que todavía están en primaria. Deduzco, digo, porque lo que recuerdo es una escena: es el final del acto, las familias se saludan en la explanada y un tipo al que no conozco está hablando largamente con mi padre. Es una escena típica de la infancia o la adolescencia, una escena formativa: uno conoce el mundo, los personajes del mundo, del pequeño mundo que conforma el horizonte vital de ese héroe que es el padre de uno, a través de estos personajes con quien el padre de uno se pone a charlar. Yo estoy a un costado, como esperando, escuchando a medias la conversación, en la frontera entre el mundo de los niños y el de los adultos.
Cuando termina la despedida, el rito de desearle el bien al resto, de darles a los otros un toque de piel civil antes de que termine el año, nos vamos los seis (mi padre, mi madre, mis tres hermanos y yo) en un Falcon blanco comprado ese año, que reemplazó un viejo Falcon gris del 79. Nos vamos rumbo a The Embers, el restaurante tipo americano que está sobre la Avenida del Libertador, donde todos los diciembres festejamos el fin del período escolar. Ese ritual es una rareza en la educación que intentan darnos: mi madre todavía conserva resabios setentistas, lo que sumado a su educación con una niñera prusiana hace que, por ejemplo, jamás haya una Coca Cola en la heladera de casa. Salir a comer afuera es algo excepcional, y más aún a un lugar como The Embers, que es una especie de embajada culinaria estadounidense en la Argentina. Mis padres todavía tienen un poco de resquemor con el consumismo yanqui.
El tipo que habló con mi padre en la explanada del colegio, nos cuenta él, se llama Miguel, Miguel Finn. Michael, le diremos de ahí a la eternidad. Michael Finn es el héroe de esta historia.
Michael y mi padre se conocen ahí, esa noche. Michael se le acercó y, por algún motivo, le preguntó a mi padre si era hincha de Rosario Central. Mi padre le contestó que sí y Michael le dijo que él, como sus cuatro hijos, también era hincha de Central: una rareza en la Zona Norte del Gran Buenos Aires.
Michael Finn preside la familia paralela a la mía. Las coincidencias son musicalmente matemáticas: ellos y nosotros somos cuatro hermanos; los ocho hermanos (cuatro Finn, cuatro Llach) somos hinchas de Central, como nuestros respectivos padres, y nuestras edades se intercalan perfectamente, de modo que en cada año del colegio San Juan hay un Finn, un Llach, un Finn, un Llach. La única disonancia es que la menor de los Finn es mujer (y, por lo tanto, no va al San Juan, colegio solo de varones). Ser mujer no le impide ser de Central: años más tarde, veremos a Maggie muchas veces en la popular.
Esa noche, me dirá mi padre durante la cena en The Embers, Michael le contó que había estado en los siete partidos de Argentina en el Mundial de México. Ahí recapitulé lo que había escuchado a medias, algo sobre una pelea: Michael le estaba contando a mi viejo cómo había quedado en medio de las piedras en la histórica batalla librada entre hooligans y barrabravas en las inmediaciones del Azteca, después del Argentina-Inglaterra con los dos goles de Maradona.
Aunque la historia que voy a contar, la historia de Michael Finn, es puramente verídica, a más de uno le va a parecer que se la robé a la literatura, más concretamente al cuento 19 de diciembre de 1971, escrito por Roberto Fontanarrosa, que, oh casualidad, cuenta, igual que este texto, la historia de un hincha de Rosario Central. La literatura y la vida están fabricadas sobre coincidencias y azares; en este caso, la casualidad es tanta que va a resultar inverosímil. Por eso la aclaración, aun cuando sepa que necesariamente oscurece.
Antes de entrar en tema, quiero recordar de qué va el cuento de Fontanarrosa. La fecha del título es la del partido entre Newell’s y Rosario Central por la semifinal del Nacional de 1971, en el que Central conseguiría por primera vez en su historia un campeonato de primera. El partido se jugó en el Monumental de Núñez y fue un histórico 1 a 0 decidido por la famosa palomita de Poy, el gol de paloma de Aldo Pedro Poy que desde hace más de cuarenta años festejan cada 19 de diciembre los hinchas de Central. Esto pasó en la realidad. En su ficción, Fontanarrosa cuenta la historia del Viejo Casale, un tipo que, a pesar de haber ido a la cancha a ver un montón de clásicos rosarinos, nunca había visto perder a Central contra Newell’s. Pero resulta que el tipo había tenido un infarto, y los médicos le habían prohibido volver a la cancha. Como el Viejo Casale se resiste a desobedecer la orden médica, un grupo de fanáticos se da cuenta de que la única manera de que Central gane ese partido histórico es secuestrar al Viejo y llevarlo desde Rosario hasta el Monumental. Logran secuestrarlo, el tipo termina entusiasmado y, por supuesto, después de gritar como loco la palomita de Poy y padecer los últimos minutos de acoso leproso sobre el arco canalla, al Viejo Casale le da un infarto y muere. O sea que el secuestro se convierte también en asesinato, aun cuando el narrador, miembro del grupo de fanáticos, lo niegue diciendo que el Viejo Casale murió feliz.
La historia de Fontanarrosa es acerca de las cábalas y esta historia también lo es. Las cábalas, en el fútbol, son un intento de encontrarle sentido a algo que no lo tiene. No por nada la palabra viene de la qabbalah hebrea, cuyo objetivo es encontrar las verdades profundas, una explicación para el misterio del mundo, en las letras de la Torá. Esa explicación, naturalmente, siempre va a ser un poco arbitraria; toda explicación, y toda creencia, lo es. En el fútbol, los masculinos modernos (por corrección política, debo decir que también algunas femeninas) ponemos la ilusión, la pasión, la locura. El fanatismo que despiertan los equipos y los atletas es otra creencia más, la fe en aquello hacia lo que nos transporta la armonía atlética. Desde nuestro lugar en las tribunas, los que estamos destinados a observar tratamos de ser protagonistas: con cantos, banderas. y cábalas.
Mientras Michael Finn, sabría yo después, disfrutaba en vivo y en directo en México de Maradona y su ballet, yo entraba a la furia hormonal de la adolescencia de varias maneras. Con varios tipos de revistas, vamos a decir. Con la revista Libre, por ejemplo, cumplía con un rubro de la violenta transformación de mi cuerpo. Con la revista El Gráfico cumplía otro. Esa antesala de los mundiales que todavía no era llenada por los canales de cable la cubrí con la lectura repetida de una Historia de los Mundiales de El Gráfico. A medida que avanzaba el campeonato del mundo, se aceleraba también la llegada de El Gráfico a casa en manos de mi viejo; las ediciones se imprimían apenas terminado el partido, y esa misma noche llegaban al kiosco de revistas de Roberto, en Roca y Azcuénaga, cerca de la estación Vicente López. La resaca de aquellos días que nunca íbamos a olvidar fue aprovechada por la vieja editorial Atlántida, que en aquel julio del 86 tiró números especiales y suplementos a rolete. En uno de ellos, un enviado especial de El Gráfico a México contaba por qué no había ido a ver ningún partido. Al primero, contra Corea, no pudo ir por enfermedad, y como Argentina lo ganó, amigos y colegas empezaron a decirle que su ausencia era cábala. Al segundo, el empate con Italia, sí fue; entonces le pidieron que no fuera al tercero, contra Bulgaria, en el que Argentina volvió a ganar. Ya en los octavos de final, un poco a la manera de los hinchas de Central en el cuento de Fontanarrosa, los amigos le prohibieron ir, y como Argentina seguía ganando, ya él directamente se abstuvo de ir al estadio contra Inglaterra y contra Bélgica. Faltaba la final con Alemania. Era la final del mundo, y el tipo se la estaba perdiendo por una creencia irracional. Se sentía un poco tonto. Por si acaso, se dijo, voy en auto y me quedo escuchando el partido por radio fuera del estadio, credencial en mano. Así hizo, y cuando los goles de Brown y Valdano pusieron a Argentina 2 a 0, el tipo se dijo “ma sí”, y entró al estadio. Los colegas lo vieron entrar a la sala de prensa, pero entusiasmados con el triunfo, con la Copa tan cerca, no le dieron importancia, y hasta alguno le pidió perdón por no haberlo dejado ver los partidos anteriores. Pero, en el minuto 74, Rummenigge puso el 2 a 1, y el enviado de El Gráfico sintió que algunos lo miraban de reojo.
Cuando a los 80 Rudi Völler hizo el segundo de Alemania, los colegas empezaron a insultarlo, y él mismo se sintió otra vez un estúpido.
Empezó a caminar rápido hacia la salida. Cuando bajó las escaleras, se puso a trotar, temiendo que, por su culpa, Argentina perdiera ese Mundial. Su carrera periodística y su vida, además de la suerte del equipo de Bilardo, pendían de un hilo. Llegó al estacionamiento, pero todas las puertas de acceso estaban cerradas. No había salida. Desesperado, fue hacia las rejas, se agarró de ellas y puso los pies en la vereda; técnicamente estaba fuera del estadio Azteca. En ese instante, llegaron los gritos que festejaban el gol finito, grande, final, de Burruchaga.
El Mundial, se habrá preguntado el enviado de El Gráfico en ese momento, abrazado contra las rejas, ¿lo ganó Maradona o lo gané yo?
Poco después del que sería por décadas el pico futbolístico internacional, el Mundial de México, llegó para nosotros el pico en el fútbol local: el campeonato de Central de la temporada 1986/87, primer campeón recién ascendido. El 2 de mayo de 1987 en que Omar Arnaldo Palma decidió el campeonato, nos encontramos por primera vez con los Finn, en la tribuna de madera de la cancha de Temperley desbordada de canallas. Después, a lo largo de los años ochenta y noventa, seguiríamos encontrándonos, a veces de casualidad y otras de manera programada, con nuestra familia paralela. No nos hicimos amigos, pero cada vez que uno de nosotros se cruzaba con uno de ellos, había una especie de reconocimiento secreto. Ya habíamos terminado el colegio, y un par de veces incluso viajamos juntos a Rosario, a ver a Central.
Pasaron, con inédita rapidez, los años; llegaron las novias, las carreras profesionales, las esposas, los hijos y la larga sequía de campeonatos de Central: todos motivos valederos para alejarse un poco de la exigida y gratuita condición de hincha seguidor. Pero, a esta altura de la vida, ya comprobé que los colores del propio equipo de fútbol, esas señales identitarias que un poco elegimos y un poco son heredades, están entre lo más permanente que ofrece esta vida transitoria. Así es como, en estos últimos años, volví a estar más cerca de Central, sobre todo desde que se fue a la B en 2010 y mi hijo León empezó a fanatizarse. Durante la última temporada en el Nacional B, empecé a escribir unas crónicas de los partidos, que publicaba en Facebook y en un blog. Un día, justo entrando al Gigante de Arroyito, recibí un largo mail de Pancho Finn, uno de los integrantes de la familia paralela, donde me contaba que a raíz de una de mis crónicas había vuelto a ver a Central después de un tiempo. A partir de ahí, retomé el vínculo con los Finn a través de Facebook. Cuando armé un libro con las crónicas que iba publicando y lo presenté en un bar de Palermo, dos de los Finn, Santiago y Pancho, vinieron a alentar: el reencuentro de las dos familias paralelas se había concretado.
Ese día, me contaron que Michael, su padre, estaba muy enfermo.
Pocos meses después, mi viejo me avisó que Michael había muerto. Les escribí a sus cuatro hijos un mail de condolencia, y el hermano mayor, Eduardo, me contó esta historia, esta remake sacrílega de la historia de Fontanarrosa, que tiene la particularidad de ser una historia real y no una ficción. La cábala judía, igual que las cábalas, siempre estuvo ligada a la magia y a la astrología; y esta historia también, porque es la historia de un inmortal.
Resulta que Michael, además de haber visto los siete partidos de la Selección Argentina en el 86, había visto los siete partidos de la selección campeona del 78. Y no solo eso: esos eran los únicos partidos de la Selección Argentina que había visto en su vida.
Sin duda, debe haber varios periodistas y algunos hinchas que vieron los catorce partidos de las dos selecciones campeonas, pero es improbabilísimo, estadísticamente casi imposible, que esas personas no hayan visto ninguno más, que no hayan visto perder a la Argentina en alguna Copa América o en algún otro Mundial. Me es muy difícil no usar la frase hecha: la realidad estaba claramente imitando la ficción. Michael Finn era un poco el Viejo Casale: alguien que no solo había estado varias veces en el lugar correcto y en el momento correcto, sino que no había estado ninguna vez en el lugar equivocado y en el momento equivocado.
Faltaba poco para el Mundial 2014, y los hermanos Finn sumaron dos más dos, y no pudieron evitar la tentación. La impaciencia por los sucesivos fracasos en mundiales empujó a la cábala. Igual que el narrador y su grupo de amigos canallas en el cuento de Fontanarrosa, los hermanos Finn se confabularon para que el Viejo Finn -el nuevo Casale- esté donde tiene que estar, es decir, en los partidos que la Argentina juegue en el Mundial de Brasil. Tres de ellos distrajeron a la madre, y el otro (mi fuente no me autorizó a decir cuál) se acercó con una tijera al cadáver de su padre y le arrancó unos mechones de pelo.
Las reliquias de Michael serán transportadas por un histórico hincha de River, amigo de la familia, a los respectivos estadios donde juegue la selección.
Así que ya saben: no importan mucho las falencias defensivas del equipo ni con quién se lleva bien Messi. Lo que importa es que las reliquias de Michael Finn estén ahí, asegurándose de que las cosas sean como deben ser, que la historia se repita, como en el 78, como en el 86.
Santiago Llach[Publicado en el Suplemento Brando de La Nación]
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