Todas las cosas que se intentaron matar aquel 13 de diciembre de 1828, en la bonaerense Navarro, cuando un pelotón de fusilamiento, bajo la orden de Lavalle, le disparó a Manuel Dorrego. Aquel estallido, pequeño trueno de la muerte de un hombre, fue el anuncio de una gran tempestad, porque fusilaron a un hombre pero parieron a uno de los vientos más poderosos, donde las banderas de los libres de este país y este continente han de abrevar: la tempestad Dorrego, bravo viento que habita en los corazones que padecen la profunda añoranza de la Patria Grande que podríamos haber sido.
¿Qué habrá pensado Manuel Dorrego en ese instante en que las manos de los fusileros preparaban sus armas, habrá imaginado que esos hombres que integraban el pelotón, en ese momento podrían estar rasgando guitarras, talando árboles dañados, encendiendo las flores de varias mujeres, sin embargo, esas manos, en esos minutos, se consagraban al fatal ejercicio de apresurar el final de su película, años antes de que se inventara la cinematografía? Ningún historiador podría asegurar si en esa hora, en la que Dorrego se resignaba a morir, cantó algún hornero, o las nubes alcanzaron una forma parecida a un barco, o mucho menos si olía a pasto o animal en celo. Como tampoco nadie podría rastrear cuál fue el último pensamiento del fusilado: ¿reflexionó sobre la causa federal o recordó a su mujer y sus dos hijas, pensó en el misterio de la muerte o tal vez que nació en una época donde morir era una manera de rubricar un camino de vida? ¿Habrá caído en cuenta de que moriría en primavera, y que de alguna manera eso era un triunfo para un romántico, quizás se detuvo en la idea de que cuando es primavera en América es invierno en Europa; o tal vez sólo extrañó los jazmines que en el diciembre de los patios porteños lo regresaban a la infancia donde la muerte era un juego que se remediaba con el inicio del próximo juego? Por ahí, Manuel Dorrego pensara que la muerte vendría con el solemne sonido de ciertas campanas o quizás que ese final amargo sería bañado por el almíbar de los manuales escolares de historia y sus maestros satélites: “¿Qué tendrá que ver mi muerte con ese maestro que más de un siglo después, dará una clase acerca de mi fusilamiento, como si hablara de los colores primarios?” ¿Habrá sospechado Manuel Dorrego que muchos años después de estar ultimado frente a sus verdugos, un colombiano, un tal Gabriel García Márquez, comenzaría una novela describiendo a un hombre frente a un pelotón de fusilamiento? ¿Quién podría afirmar o refutar que Dorrego, bajo el sol de esa noche de Navarro, sintió una profunda congoja por haber llegado antes de que Gardel cantara, de que Yrigoyen y Perón gobernaran, de que Maradona y Messi hicieran hechizos, de que Favio filmara, de que Martín Fierro protagonizara su poema desesperado, de que Jauretche interpretara las zonceras de nuestra cultura y de que el tren arribara (y con él, el folklore ferroviario) por primera vez a alguna estación de pueblo de provincia?
Nadie podría sostener que en sus últimos segundos de vida, Manuel Dorrego experimentara compasión por Lavalle, ya que su verdugo ignoraba que la sangre del que iba a fusilar, se convertiría en un río salvaje, un río donde la hermandad de su sed acudiría a encontrar el alivio necesario. Ese río que fundara la sangre de Dorrego, ha sido la pintura con que Berni retratara a Juanito Laguna, ha sido el aerosol con el que en tantos muros se escribiera lo que en los diarios se callaba.
¿Habrá soñado Manuel Dorrego, en ese fatal instante, con que los de abajo, sus jornaleros, sus orilleros, le crearían un cielito: “Cielito, cielo que sí cielito, cielo nublado. Murió el coronel del Pueblo. En los pagos de Navarro..." o que en el mismo lugar donde caería muerto los paisanos le levantarían una cruz de ñandubay. Cruz ante la que Juan Moreira rezara una plegaria bandolera, en su clandestino paso por Navarro
Los sepias retratos de Dorrego parecieran estar hechos con el sol de aquella fatídica noche de Navarro, como si ese sol ofreciera su triste color a cada pintor que recuperara el rostro del fusilado. El sol de los retratos de Manuel Dorrego pareciera iluminar ese lugar donde la cabeza del Chacho Peñaloza, los cuerpos de los desaparecidos, incluyendo el del primer desaparecido Mariano Moreno, las anatomías de Fuentealba y la de los pibes de Malvinas, se reúnen en un mismo cuerpo de la Historia, cuerpo de país, anatomía de resistencia.
Pongámonos bajo el sol de aquella noche de Navarro, y hagamos que se transforme en el sol mártir de los grandes días de nuestra historia, el sol que nos recordará que Manuel Dorrego no es la república perdida, sino que Dorrego es la república que podemos ser: el país del amanecer.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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