Ambientalistas: ¿héroes o mártires? Casi mil activistas ambientales fueron asesinados en todo el mundo en la década que fue de 2002 a 2013, según una investigación de Global Witness que la propia ONG reconoce incompleta. Víctimas y culpables son siempre los mismos: ambientalistas, aborígenes, campesinos, grandes corporaciones, latifundios, gobiernos. Pero las condenas no llegan al 1% de los casos. Nadie hace nada.
Legado hippie si se quiere, hoy la defensa del medio ambiente es una lucha políticamente correcta, de tinte progresista, y floridas connotaciones. Pero sobre todo sangrienta.
A principios de diciembre de 1988, Chico Mendes, el ahora mítico defensor de la floresta amazónica, todavía estaba vivo pero allí avisaba su inmediata muerte en una entrevista para el Jornal do Brasil. Y más: daba el nombre de sus asesinos, “los hermanos Alves”. Nadie hizo nada, y pocos días después, el 22 de diciembre, los hermanos Alves mataban a Chico Mendes de un escopetazo en pleno pecho y en su propia casa.
Se repite: nadie hizo nada. Y 25 años después, la ONG Global Witness denunciaba que ya en la primera década del siglo XXI había sido asesinado más de un activista ambiental por semana; aunque rápido reconocía carecer de datos exactos en muchos países, y que “esto sólo sería la punta del iceberg”.
El informe fue publicado el reciente mayo, y concluido el último diciembre, en el 25º aniversario del asesinato de Chico Mendes. Se titula Deadly Environment (Ambiente mortal), y está elaborado, apenas, en base a los casos que pudieron confirmarse. Abarca la década entre 2002 y 2013, y registra el asesinato de 908 activistas ambientales. Sí, casi mil, casi la misma exacta cantidad, en el mismo período, de periodistas asesinados según el Comité de Protección para Periodistas: 913.
Pero la muerte de ambientalistas, parece, no vale lo mismo. Hasta ahora, según alerta Global Witness, sólo fueron juzgados, condenados y penados por esos 908 homicidios 10 culpables: “La falta de atención que reciben los crímenes contra el medio ambiente y contra los defensores de la tierra está alimentando una impunidad a nivel endémico, como demuestra el hecho de que sólo se ha podido constatar la condena de poco más del 1% de los autores de esos crímenes”.
Y asegura Oliver Courtney, portavoz de la ONG: “Existen pocos síntomas más contundentes y claros de la crisis ambiental mundial que el dramático aumento en el asesinato de personas que defienden los derechos sobre la tierra o el medio ambiente. Sin embargo, este problema que tan rápido se agrava está pasando prácticamente inadvertido, y en la gran mayoría de los casos los responsables se salen con la suya”.
No, ya no se trata de los hippies y sus flores. Se trata de una lucha feroz y desigual. De un lado, parapetados en el poder, los grandes hacendados y las grandes corporaciones del agronegocio y la minería, con sus ejércitos y sus sicarios, su logística y su impunidad. Y del otro lado, solos contra todos, seres anónimos y desarmados que acaso defienden un río, un arroyo, una floresta... y que mueren como si nada.
A principios de diciembre de 1988, Chico Mendes, el ahora mítico defensor de la floresta amazónica, todavía estaba vivo pero allí avisaba su inmediata muerte en una entrevista para el Jornal do Brasil. Y más: daba el nombre de sus asesinos, “los hermanos Alves”. Nadie hizo nada, y pocos días después, el 22 de diciembre, los hermanos Alves mataban a Chico Mendes de un escopetazo en pleno pecho y en su propia casa.
Se repite: nadie hizo nada. Y 25 años después, la ONG Global Witness denunciaba que ya en la primera década del siglo XXI había sido asesinado más de un activista ambiental por semana; aunque rápido reconocía carecer de datos exactos en muchos países, y que “esto sólo sería la punta del iceberg”.
El informe fue publicado el reciente mayo, y concluido el último diciembre, en el 25º aniversario del asesinato de Chico Mendes. Se titula Deadly Environment (Ambiente mortal), y está elaborado, apenas, en base a los casos que pudieron confirmarse. Abarca la década entre 2002 y 2013, y registra el asesinato de 908 activistas ambientales. Sí, casi mil, casi la misma exacta cantidad, en el mismo período, de periodistas asesinados según el Comité de Protección para Periodistas: 913.
Pero la muerte de ambientalistas, parece, no vale lo mismo. Hasta ahora, según alerta Global Witness, sólo fueron juzgados, condenados y penados por esos 908 homicidios 10 culpables: “La falta de atención que reciben los crímenes contra el medio ambiente y contra los defensores de la tierra está alimentando una impunidad a nivel endémico, como demuestra el hecho de que sólo se ha podido constatar la condena de poco más del 1% de los autores de esos crímenes”.
Y asegura Oliver Courtney, portavoz de la ONG: “Existen pocos síntomas más contundentes y claros de la crisis ambiental mundial que el dramático aumento en el asesinato de personas que defienden los derechos sobre la tierra o el medio ambiente. Sin embargo, este problema que tan rápido se agrava está pasando prácticamente inadvertido, y en la gran mayoría de los casos los responsables se salen con la suya”.
No, ya no se trata de los hippies y sus flores. Se trata de una lucha feroz y desigual. De un lado, parapetados en el poder, los grandes hacendados y las grandes corporaciones del agronegocio y la minería, con sus ejércitos y sus sicarios, su logística y su impunidad. Y del otro lado, solos contra todos, seres anónimos y desarmados que acaso defienden un río, un arroyo, una floresta... y que mueren como si nada.
La punta y el iceberg. Los 908 homicidios constatados por Global Witness, relacionados con la defensa de la tierra o el medio ambiente, surgen de informes obtenidos en 35 países.
En el primer año de la investigación, 2002, fueron 52 los asesinatos. Para 2012, la cifra se había triplicado: 147 muertes.
A partir de 2008, el promedio de homicidios pasó de uno y medio por semana, a dos por semana.
Al menos 661 de los asesinatos constatados, más de dos tercios, responden a conflictos por la propiedad, el control, y el uso de la tierra.
El 80% de los asesinatos sucedió en America latina.
El 50%, en Brasil, que lidera la lista con 448 muertes sobre las 908.
Le siguen Honduras con 109, Filipinas con 67, Perú con 58. Pero, insisten sus autores, esto sólo sería la punta. El iceberg podría ser inmenso.
Porque los números recogidos en el Brasil, Honduras o Filipinas no sugieren, necesariamente, un mayor índice de violencia en esos países, sino, acaso, una mayor o mejor información.
En tal sentido, Asia y África son regiones ganadas por la niebla. Países como China, Myanmar, Nigeria, la República Democrática del Congo, la República Centroafricana o Zimbawe resultan todavía inescrutables, o casi.
“En Asia, desde hace algunos años hubo un notable aumento de conflictos y muertes por asuntos relacionados con el medio ambiente o la tierra; pero hasta hace poco todo eso estaba fuera del radar de las organizaciones no gubernamentales internacionales”, dijo Pokpong Lawansiri, director para Asia de la organización Front Line Defenders, con sede en Dublín. Y apunta: “Los defensores de los derechos políticos, por lo general, tienen nexos internacionales, pero los ambientalistas son a menudo profesores, líderes comunitarios, aborígenes o campesinos de muy bajo perfil”.
Ahí uno de los motivos de tanta muerte: son fáciles. Y molestos.
“Durante muchos años, hasta los gobiernos más duros toleraron a los ambientalistas –opina Bill Kovarik, investigador del tema y profesor de la Universidad de Radford en Virginia–, hasta que un día los ambientalistas cruzaron al campo de la política, acabaron convirtiéndose en una peligrosa forma de activismo, y eso es relativamente nuevo”.
Pero el iceberg sería mucho más grande porque no sólo de muerte viven los asesinos. La taza creciente de homicidios revelaría debajo un mayor nivel de violencia no mortal: intimidaciones, detenciones, vejaciones, torturas.
“Las muertes nada más son la cara mensurable de otras formas de violencia que van desde las amenazas a las persecuciones, y por supuesto la criminalización de los reclamos. Hemos observado un incremento en el número de arrestos y procesos contra manifestantes ambientales”, dice Margaret Sekaggya, relatora especial de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos. “La mayoría de las víctimas pertenece a poblaciones indígenas, campesinos y minorías; muchas veces más vulnerables aún porque viven en regiones remotas con poca presencia física del Estado.”
Bajo la punta de la muerte, el iceberg no para de crecer.
“Es muy chocante, es cierto, pero a mí no me sorprende”, decía por entonces Navi Pillay, Alto Comisionado de las Naciones Unidos para los Derechos Humanos: “Son los mismos problemas verificados por mi comisión en lo referente a reivindicaciones de tierras aborígenes en varios países”.
Ya en junio de 2012, en ocasión del encuentro Río+20, en Río de Janeiro, Global Witness había anticipado un informe titulado Hidden Crisis (Crisis encubierta), en el cual advertía sobre el aumento progresivo de muertes y otras violencias contra activistas ambientales. Entonces los homicidios iban por 711. El informe envejeció apenas nacido. El día que terminó el encuentro, allí mismo, en Río de Janeiro, desaparecían dos activistas que aparecerían muertos; y un mes después otros 18 habían sido asesinados en siete países distintos.
Números apenas, estadísticas, cifras bañadas en sangre. Seres humanos que tenían una vida, afectos. Incluso un nombre.
En el primer año de la investigación, 2002, fueron 52 los asesinatos. Para 2012, la cifra se había triplicado: 147 muertes.
A partir de 2008, el promedio de homicidios pasó de uno y medio por semana, a dos por semana.
Al menos 661 de los asesinatos constatados, más de dos tercios, responden a conflictos por la propiedad, el control, y el uso de la tierra.
El 80% de los asesinatos sucedió en America latina.
El 50%, en Brasil, que lidera la lista con 448 muertes sobre las 908.
Le siguen Honduras con 109, Filipinas con 67, Perú con 58. Pero, insisten sus autores, esto sólo sería la punta. El iceberg podría ser inmenso.
Porque los números recogidos en el Brasil, Honduras o Filipinas no sugieren, necesariamente, un mayor índice de violencia en esos países, sino, acaso, una mayor o mejor información.
En tal sentido, Asia y África son regiones ganadas por la niebla. Países como China, Myanmar, Nigeria, la República Democrática del Congo, la República Centroafricana o Zimbawe resultan todavía inescrutables, o casi.
“En Asia, desde hace algunos años hubo un notable aumento de conflictos y muertes por asuntos relacionados con el medio ambiente o la tierra; pero hasta hace poco todo eso estaba fuera del radar de las organizaciones no gubernamentales internacionales”, dijo Pokpong Lawansiri, director para Asia de la organización Front Line Defenders, con sede en Dublín. Y apunta: “Los defensores de los derechos políticos, por lo general, tienen nexos internacionales, pero los ambientalistas son a menudo profesores, líderes comunitarios, aborígenes o campesinos de muy bajo perfil”.
Ahí uno de los motivos de tanta muerte: son fáciles. Y molestos.
“Durante muchos años, hasta los gobiernos más duros toleraron a los ambientalistas –opina Bill Kovarik, investigador del tema y profesor de la Universidad de Radford en Virginia–, hasta que un día los ambientalistas cruzaron al campo de la política, acabaron convirtiéndose en una peligrosa forma de activismo, y eso es relativamente nuevo”.
Pero el iceberg sería mucho más grande porque no sólo de muerte viven los asesinos. La taza creciente de homicidios revelaría debajo un mayor nivel de violencia no mortal: intimidaciones, detenciones, vejaciones, torturas.
“Las muertes nada más son la cara mensurable de otras formas de violencia que van desde las amenazas a las persecuciones, y por supuesto la criminalización de los reclamos. Hemos observado un incremento en el número de arrestos y procesos contra manifestantes ambientales”, dice Margaret Sekaggya, relatora especial de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos. “La mayoría de las víctimas pertenece a poblaciones indígenas, campesinos y minorías; muchas veces más vulnerables aún porque viven en regiones remotas con poca presencia física del Estado.”
Bajo la punta de la muerte, el iceberg no para de crecer.
“Es muy chocante, es cierto, pero a mí no me sorprende”, decía por entonces Navi Pillay, Alto Comisionado de las Naciones Unidos para los Derechos Humanos: “Son los mismos problemas verificados por mi comisión en lo referente a reivindicaciones de tierras aborígenes en varios países”.
Ya en junio de 2012, en ocasión del encuentro Río+20, en Río de Janeiro, Global Witness había anticipado un informe titulado Hidden Crisis (Crisis encubierta), en el cual advertía sobre el aumento progresivo de muertes y otras violencias contra activistas ambientales. Entonces los homicidios iban por 711. El informe envejeció apenas nacido. El día que terminó el encuentro, allí mismo, en Río de Janeiro, desaparecían dos activistas que aparecerían muertos; y un mes después otros 18 habían sido asesinados en siete países distintos.
Números apenas, estadísticas, cifras bañadas en sangre. Seres humanos que tenían una vida, afectos. Incluso un nombre.
Balas y veneno. Almir Nogueira de Amorim y Joao Luiz Telles se llamaban los dos activistas secuestrados el día que terminó ese encuentro de Río+20 en 2012 en Brasil.
Joao y Almir eran pescadores y representaban a otros pescadores que defendían sus derechos contra la expansión de las petroleras y la contaminación de las aguas en la bahía de Guanabara. Joao apareció con las manos y los pies atados y golpes por todo el cuerpo. Almir amarrado a su propio bote, bajo el agua, perforado por los disparos. Aún no hay culpables.
Poco meses después y más lejos, en Filipinas, el 19 de octubre de 2012, la indígena Juvy Capion y sus dos hijos de 8 y 13 años eran acribillados por un grupo de hombres que según varios testigos pertenecían al 27º Batallón de Infantería del Ejército de Filipinas. La mujer luchaba contra un megaproyecto de extracción de cobre que amenazaba secar las aguas de Mindannao, su pueblo en el sur. La Justicia desestimó todos los testimonios y cerró el caso sin culpables.
Ese mismo octubre, pero en Camboya, un policía militar –relacionado con una empresa maderera local–, ejecutaba a quemarropa a Chutt Wutty, fundador del Grupo de Protección de Recursos Naturales, organización dedicada a monitorear, tan luego, la explotación ilegal de madera. A poco de iniciado el proceso, el principal acusado murió de muerte natural y la Justicia desestimó el caso. No hay culpables.
Un año antes, de vuelta en Brasil, el 24 de mayo de 2011, en el estado de Pará, nordeste del Amazonas, mataban a José Claudio Ribeiro da Silva, más conocido como Zé Claudio, y a su esposa María do Espírito Santo da Silva. Hombres encapuchados los emboscaron y ejecutaron. Como prueba del servicio, a José Claudio Ribeiro le arrancaron una oreja. El matrimonio era miembro del Conselho Nacional de Populaçoes Extrativistas, una ONG fundada por Chico Mendes, y que allí, en Pará, se dedicaba a la extracción sustentable de nueces, frutos y caucho, mientras enfrentaba la explotación ilegal de madera.
“Yo vivo con un arma apuntando a mi cabeza. Denuncio a los madereros, y ellos piensan que no debo vivir”, decía Zé Claudio en una conferencia internacional en Manaos, en noviembre de 2010. Seis meses después era asesinado. Chico Mendes seguía muriendo.
El mismo año, y en el mismo mayo, pero en la República Democrática del Congo, sesenta militares y policías invadían la aldea de los Yalisica en Bosanga. Destruyeron sus chozas, violaron mujeres y niños, golpearon a sus pobladores y, en el desmadre, mataron a uno de ellos. Se llamaba Frédéric Moloma Tuka. Uno de los vehículos de los invasores pertenecía al Danzer Group, una empresa alemana con sede en Suiza, que explota en el Congo el negocio de las maderas duras.
Ese mismo 2011, y otra vez en Brasil, pero ahora en Mato Grosso do Sul, un grupo de indios de la etnia guaraní kaiowá era atacada por pistoleros armados. Allí mataron al cacique Nissio Gomes. Nissio y los suyos defendían sus derechos sobre la reserva Tekolá Guaviry, cuyos ancestros ocupan desde hace siglos. Le dispararon en la cabeza, el cuerpo y los brazos, pero su cadáver desapareció para siempre. La investigación avanzó en base a la confesión de dos arrepentidos que habían participado de la batida. Veintitrés personas están siendo juzgadas. Pero aún no hay culpables.
Hace pocas semanas, el 7 de mayo, en Honduras –segundo país en muertes según Global Witness–, la Alianza Campesina de Honduras iniciaba una fuerte campaña de presión en pos de la Ley de Reforma Agraria Integral con Equidad de Género. Ese mismo día, un grupo de hombres armados acribillaba a José Omar García Toro, presidente del grupo de campesinos Agua de Vida y afiliado a la Unión Campesina e Indígena de Honduras. La instrucción del crimen recién comienza. Quizás alguna vez haya un culpable.
Lo mismo para el caso de Rigoberto López Hernández, asesinado cuatro días antes, el último 3 de mayo, también en Honduras, en el municipio de Santa Bárbara, donde Rigoberto era el portavoz de un grupo creciente de campesinos que defendía la vida de una montaña que les daba agua y comida, y que un inconsulto proyecto minero ha comenzado a secar. Este proceso también recién comienza, y quizás también un día...
De momento, y sin quizás, el informe de Global Witness envejece así de rápido, y su lista de muertos debe ser actualizada cada semana. Más rápido incluso.
Joao y Almir eran pescadores y representaban a otros pescadores que defendían sus derechos contra la expansión de las petroleras y la contaminación de las aguas en la bahía de Guanabara. Joao apareció con las manos y los pies atados y golpes por todo el cuerpo. Almir amarrado a su propio bote, bajo el agua, perforado por los disparos. Aún no hay culpables.
Poco meses después y más lejos, en Filipinas, el 19 de octubre de 2012, la indígena Juvy Capion y sus dos hijos de 8 y 13 años eran acribillados por un grupo de hombres que según varios testigos pertenecían al 27º Batallón de Infantería del Ejército de Filipinas. La mujer luchaba contra un megaproyecto de extracción de cobre que amenazaba secar las aguas de Mindannao, su pueblo en el sur. La Justicia desestimó todos los testimonios y cerró el caso sin culpables.
Ese mismo octubre, pero en Camboya, un policía militar –relacionado con una empresa maderera local–, ejecutaba a quemarropa a Chutt Wutty, fundador del Grupo de Protección de Recursos Naturales, organización dedicada a monitorear, tan luego, la explotación ilegal de madera. A poco de iniciado el proceso, el principal acusado murió de muerte natural y la Justicia desestimó el caso. No hay culpables.
Un año antes, de vuelta en Brasil, el 24 de mayo de 2011, en el estado de Pará, nordeste del Amazonas, mataban a José Claudio Ribeiro da Silva, más conocido como Zé Claudio, y a su esposa María do Espírito Santo da Silva. Hombres encapuchados los emboscaron y ejecutaron. Como prueba del servicio, a José Claudio Ribeiro le arrancaron una oreja. El matrimonio era miembro del Conselho Nacional de Populaçoes Extrativistas, una ONG fundada por Chico Mendes, y que allí, en Pará, se dedicaba a la extracción sustentable de nueces, frutos y caucho, mientras enfrentaba la explotación ilegal de madera.
“Yo vivo con un arma apuntando a mi cabeza. Denuncio a los madereros, y ellos piensan que no debo vivir”, decía Zé Claudio en una conferencia internacional en Manaos, en noviembre de 2010. Seis meses después era asesinado. Chico Mendes seguía muriendo.
El mismo año, y en el mismo mayo, pero en la República Democrática del Congo, sesenta militares y policías invadían la aldea de los Yalisica en Bosanga. Destruyeron sus chozas, violaron mujeres y niños, golpearon a sus pobladores y, en el desmadre, mataron a uno de ellos. Se llamaba Frédéric Moloma Tuka. Uno de los vehículos de los invasores pertenecía al Danzer Group, una empresa alemana con sede en Suiza, que explota en el Congo el negocio de las maderas duras.
Ese mismo 2011, y otra vez en Brasil, pero ahora en Mato Grosso do Sul, un grupo de indios de la etnia guaraní kaiowá era atacada por pistoleros armados. Allí mataron al cacique Nissio Gomes. Nissio y los suyos defendían sus derechos sobre la reserva Tekolá Guaviry, cuyos ancestros ocupan desde hace siglos. Le dispararon en la cabeza, el cuerpo y los brazos, pero su cadáver desapareció para siempre. La investigación avanzó en base a la confesión de dos arrepentidos que habían participado de la batida. Veintitrés personas están siendo juzgadas. Pero aún no hay culpables.
Hace pocas semanas, el 7 de mayo, en Honduras –segundo país en muertes según Global Witness–, la Alianza Campesina de Honduras iniciaba una fuerte campaña de presión en pos de la Ley de Reforma Agraria Integral con Equidad de Género. Ese mismo día, un grupo de hombres armados acribillaba a José Omar García Toro, presidente del grupo de campesinos Agua de Vida y afiliado a la Unión Campesina e Indígena de Honduras. La instrucción del crimen recién comienza. Quizás alguna vez haya un culpable.
Lo mismo para el caso de Rigoberto López Hernández, asesinado cuatro días antes, el último 3 de mayo, también en Honduras, en el municipio de Santa Bárbara, donde Rigoberto era el portavoz de un grupo creciente de campesinos que defendía la vida de una montaña que les daba agua y comida, y que un inconsulto proyecto minero ha comenzado a secar. Este proceso también recién comienza, y quizás también un día...
De momento, y sin quizás, el informe de Global Witness envejece así de rápido, y su lista de muertos debe ser actualizada cada semana. Más rápido incluso.
Un operativo estándar. Global Witness es una organización británica, pero en su informe reconoce: “Hay una sabida paradoja: muchos de los países más pobres del mundo son la fuente de los recursos que impulsan la economía mundial. Ahora bien, a medida que se intensifica la carrera para asegurar el acceso a estos recursos, la gente pobre y los activistas se encuentran cada vez más en la línea de fuego”.
Porque, en el fondo, el móvil de todas esos crímenes es la codicia a gran escala.
Síntoma o causa, el número de ambientalistas asesinados crece en paralelo a la especulación y el acaparamiento de grandes extensiones de tierra por parte de sociedades anónimas, fondos de inversión y mercados financieros.
Entre 2001 y 2009, según el Banco Mundial, las inversiones en tierras agrícolas se cuadruplicaron. África recibió la mayor parte, a cambio de unas 56 millones de hectáreas. Segunda quedó Asia, con 17 millones; y por último, con 7 millones de hectáreas vendidas, América latina.
En la mayoría de los casos los objetivos son el monocultivo, la construcción de represas, la extracción minera o el turismo. Las consecuencias suelen ser la destrucción de la naturaleza y de las pequeñas comunidades locales, o su equivalente en destierros forzados.
El Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales estima que apenas el 20% de los bosques originales del mundo se conservan intactos; y que apenas en las últimas dos décadas, el 25% de los suelos ya fue degradado. Lejos de amilanarse, todo indica que en los próximos años el acaparamiento de grandes extensiones de tierras y bosques seguirá en aumento. Sobre todo allí donde la ley y el orden lo favorecen con su precariedad.
Phil Robertson, subdirector de Human Rights Watch en Asia, explica: “Es muy fácil hacer que alguien sea asesinado en muchos de estos países. Decapitar al líder del movimiento, y luego comprar a todos los demás suele ser un procedimiento operativo estándar”.
Si en África se registran menos muertes de activistas ambientales, quizás no se deba sólo a la falta de información o al escaso conocimiento de los derechos entre las víctimas, sino también a que los gobiernos suelen ser propietarios de las tierras y los bosques, apartando así de la contienda a las poblaciones rurales más pobres. Mientras que en Asia los bosques, por ejemplo, son administrados por el Estado en un 66%, y en América latina en un 33%; en África la proporción alcanza el 98%.
Pero más allá del África, desde Perú a Camboya, los acuerdos entre gobiernos y grandes corporaciones que se reparten las tierras y los recursos suelen prescindir de la opinión de las comunidades locales que viven en esas tierras. Y de esos recursos. Entonces, se suceden las protestas, los desalojos traumáticos, la violencia y las muertes.
Brasil, Camboya, Colombia, Indonesia, Perú y Filipinas son los países donde resultan más frecuentes los crímenes cometidos por uniformados que actúan por cuenta de intereses privados, o directamente en nombre de los gobiernos. En Filipinas, donde la “desaparición involuntaria” es considerada delito desde hace muy poco tiempo, ninguno de los 67 crímenes registrados ameritó siquiera un juicio.
Global Witness no alcanza a contar los muertos, pero sí puede “afirmar con una fuerte convicción que estamos ante una situación mundial dramática que se agrava, y que los gobiernos de varios países, las empresas y la comunidad internacional, tienen la obligación de tomar medidas específicas para poner fin a la violencia, la intimidación y el asesinato contra personas que deberíamos celebrar como héroes”. Pero que son mártires.
Porque, en el fondo, el móvil de todas esos crímenes es la codicia a gran escala.
Síntoma o causa, el número de ambientalistas asesinados crece en paralelo a la especulación y el acaparamiento de grandes extensiones de tierra por parte de sociedades anónimas, fondos de inversión y mercados financieros.
Entre 2001 y 2009, según el Banco Mundial, las inversiones en tierras agrícolas se cuadruplicaron. África recibió la mayor parte, a cambio de unas 56 millones de hectáreas. Segunda quedó Asia, con 17 millones; y por último, con 7 millones de hectáreas vendidas, América latina.
En la mayoría de los casos los objetivos son el monocultivo, la construcción de represas, la extracción minera o el turismo. Las consecuencias suelen ser la destrucción de la naturaleza y de las pequeñas comunidades locales, o su equivalente en destierros forzados.
El Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales estima que apenas el 20% de los bosques originales del mundo se conservan intactos; y que apenas en las últimas dos décadas, el 25% de los suelos ya fue degradado. Lejos de amilanarse, todo indica que en los próximos años el acaparamiento de grandes extensiones de tierras y bosques seguirá en aumento. Sobre todo allí donde la ley y el orden lo favorecen con su precariedad.
Phil Robertson, subdirector de Human Rights Watch en Asia, explica: “Es muy fácil hacer que alguien sea asesinado en muchos de estos países. Decapitar al líder del movimiento, y luego comprar a todos los demás suele ser un procedimiento operativo estándar”.
Si en África se registran menos muertes de activistas ambientales, quizás no se deba sólo a la falta de información o al escaso conocimiento de los derechos entre las víctimas, sino también a que los gobiernos suelen ser propietarios de las tierras y los bosques, apartando así de la contienda a las poblaciones rurales más pobres. Mientras que en Asia los bosques, por ejemplo, son administrados por el Estado en un 66%, y en América latina en un 33%; en África la proporción alcanza el 98%.
Pero más allá del África, desde Perú a Camboya, los acuerdos entre gobiernos y grandes corporaciones que se reparten las tierras y los recursos suelen prescindir de la opinión de las comunidades locales que viven en esas tierras. Y de esos recursos. Entonces, se suceden las protestas, los desalojos traumáticos, la violencia y las muertes.
Brasil, Camboya, Colombia, Indonesia, Perú y Filipinas son los países donde resultan más frecuentes los crímenes cometidos por uniformados que actúan por cuenta de intereses privados, o directamente en nombre de los gobiernos. En Filipinas, donde la “desaparición involuntaria” es considerada delito desde hace muy poco tiempo, ninguno de los 67 crímenes registrados ameritó siquiera un juicio.
Global Witness no alcanza a contar los muertos, pero sí puede “afirmar con una fuerte convicción que estamos ante una situación mundial dramática que se agrava, y que los gobiernos de varios países, las empresas y la comunidad internacional, tienen la obligación de tomar medidas específicas para poner fin a la violencia, la intimidación y el asesinato contra personas que deberíamos celebrar como héroes”. Pero que son mártires.
El caso Brasil. Acaso las dimensiones continentales de su población y su territorio, podrían explicar en buena medida por qué Brasil ocupa el primer lugar en la lista letal de Global Witness con el 50% de los homicidios: 448 sobre 908 constatados. Pero quizás ocuparía el mismo lugar si territorio y población se redujeran a su cuenca amazónica y los incontables tesoros de su biodiversidad; conjunto de maravillas, y de tragedias.
Incluso quizá bastarían nada más que sus árboles: en 2012, la deforestación del Amazonas causó el 68% de los asesinatos de ambientalistas en la región.
El doctor Clifford Welch, profesor de Historia Contemporánea de Brasil en la Universidad de California, considera muy lógica la masacre: “El modelo actual de utilización de la tierra prioriza la producción de insumos básicos y las grandes propiedades rurales, en tanto desvaloriza la naturaleza, el medio ambiente y las fuentes de agua. Y así, por carácter transitivo, desvaloriza a los seres humanos que viven en y de esos lugares”.
Frontera y fusión de las luchas por los derechos de las poblaciones aborígenes y los derechos ambientales, el Amazonas concentra todas las pujas. Pero allí, el procedimiento también es estándar. Después de los crímenes, el hostigamiento y/o los destierros forzados, llegan las grandes madereras y entonces la deforestación abre paso a los ganaderos y los sojeros.
En los últimos años, y pese a todos los esfuerzos oficiales y no para reducir la explotación forestal en la región, la deforestación amazónica aumentó. Sólo en 2013 creció un 28%.
El 61% de ese total se dio en dos de los estados de mayor violencia contra activistas: el 41% en Pará, y el 20% en Mato Grosso do Sul.
No sorprende tampoco advertir que en Mato Grosso do Sul, por ejemplo, la estructura económica del Estado depende casi en su totalidad de los intereses agrícolas, y por lo tanto también su clase política. Frente a todos ellos, las comunidades aborígenes que habitan desde siempre la región casi no pesan, por no decir no importan. La mitad de los activistas asesinados en Brasil durante 2012 cayeron allí. Así como otros 250 ambientalistas aborígenes muertos entre 2003 y 2010, muchos de los cuales no entraron en la lista de Global Witness.
A pesar del incuestionable crecimiento y las mejoras sociales ostentadas por el Brasil en los últimos años –y debido en buena medida a las exportaciones agrícolas–, todavía amplios sectores de la población siguen en la pobreza, y el mayor volumen de alimentos que consumen es producido en pequeñas y medianas explotaciones. Lo cual genera un inmediato conflicto entre los agricultores de subsistencia y las comunidades indígenas, con los grandes latifundios multinacionales. Y la guerra es a muerte.
En abril de 2013, una comisión de galardonados con el Right Livelijood –suerte de Nobel alternativo entregado por el Parlamento sueco– viajó hasta la Amazonía brasileña en apoyo de comunidades amenazadas y en reclamo de justicia. Entre ellos estaba el argentino Raúl Montenegro, presidente de la Funam (Fundación para la Defensa del Ambiente) de Córdoba. A su regreso, contaba: “Grupos armados llegaron a mantener sitiada una comunidad entera bajo una lluvia nocturna de disparos y bombas de estruendo en el campamento del MST (Movimiento Sin Tierra) Frei Henri de Roisiers, en Pará”. Y más: “También encontramos que empresas, como el grupo Santa Bárbara, aplican plaguicidas por vía aérea, y que ese veneno llega con total impunidad a los niños y a todos los pobladores de las comunidades campesinas, sin control del Estado y sin que haya estudios epidemiológicos ni ambientales”. Y peor: “La situación es verdaderamente dramática en el campamento del MST Helenira Resende. Los nuevos métodos para amedrentar y ahuyentar campesinos ahora combinan balas y venenos”.
La delegación denunció, además, que al menos cuatro militantes del MST se encuentran en la mira de los grandes terratenientes, quienes habrían ofrecido más de 38.000 euros por la cabeza de cada uno de ellos. Preferentemente muertos.
El profesor Clifford Welch dice que “en los últimos años es posible trazar un mapa de esas muertes a partir del aumento en la producción de agrocombustibles. Sobre todo en la región centro-oeste, donde la densidad de indígenas es mayor y las corporaciones del agronegocio manejan las estructuras políticas y jurídicas”.
El 6 de agosto de 2013 aparecía muerto y torturado en Río de Janeiro el biólogo español Gonzalo Alonso Hernández, justamente en una cascada del Parque Cunahmbebe, que él mismo defendía de cazadores furtivos y pirómanos pagos por los ganaderos del lugar.
Amazonas o no, indios o no, lo que importa es la tierra. Gente sobra.
Incluso quizá bastarían nada más que sus árboles: en 2012, la deforestación del Amazonas causó el 68% de los asesinatos de ambientalistas en la región.
El doctor Clifford Welch, profesor de Historia Contemporánea de Brasil en la Universidad de California, considera muy lógica la masacre: “El modelo actual de utilización de la tierra prioriza la producción de insumos básicos y las grandes propiedades rurales, en tanto desvaloriza la naturaleza, el medio ambiente y las fuentes de agua. Y así, por carácter transitivo, desvaloriza a los seres humanos que viven en y de esos lugares”.
Frontera y fusión de las luchas por los derechos de las poblaciones aborígenes y los derechos ambientales, el Amazonas concentra todas las pujas. Pero allí, el procedimiento también es estándar. Después de los crímenes, el hostigamiento y/o los destierros forzados, llegan las grandes madereras y entonces la deforestación abre paso a los ganaderos y los sojeros.
En los últimos años, y pese a todos los esfuerzos oficiales y no para reducir la explotación forestal en la región, la deforestación amazónica aumentó. Sólo en 2013 creció un 28%.
El 61% de ese total se dio en dos de los estados de mayor violencia contra activistas: el 41% en Pará, y el 20% en Mato Grosso do Sul.
No sorprende tampoco advertir que en Mato Grosso do Sul, por ejemplo, la estructura económica del Estado depende casi en su totalidad de los intereses agrícolas, y por lo tanto también su clase política. Frente a todos ellos, las comunidades aborígenes que habitan desde siempre la región casi no pesan, por no decir no importan. La mitad de los activistas asesinados en Brasil durante 2012 cayeron allí. Así como otros 250 ambientalistas aborígenes muertos entre 2003 y 2010, muchos de los cuales no entraron en la lista de Global Witness.
A pesar del incuestionable crecimiento y las mejoras sociales ostentadas por el Brasil en los últimos años –y debido en buena medida a las exportaciones agrícolas–, todavía amplios sectores de la población siguen en la pobreza, y el mayor volumen de alimentos que consumen es producido en pequeñas y medianas explotaciones. Lo cual genera un inmediato conflicto entre los agricultores de subsistencia y las comunidades indígenas, con los grandes latifundios multinacionales. Y la guerra es a muerte.
En abril de 2013, una comisión de galardonados con el Right Livelijood –suerte de Nobel alternativo entregado por el Parlamento sueco– viajó hasta la Amazonía brasileña en apoyo de comunidades amenazadas y en reclamo de justicia. Entre ellos estaba el argentino Raúl Montenegro, presidente de la Funam (Fundación para la Defensa del Ambiente) de Córdoba. A su regreso, contaba: “Grupos armados llegaron a mantener sitiada una comunidad entera bajo una lluvia nocturna de disparos y bombas de estruendo en el campamento del MST (Movimiento Sin Tierra) Frei Henri de Roisiers, en Pará”. Y más: “También encontramos que empresas, como el grupo Santa Bárbara, aplican plaguicidas por vía aérea, y que ese veneno llega con total impunidad a los niños y a todos los pobladores de las comunidades campesinas, sin control del Estado y sin que haya estudios epidemiológicos ni ambientales”. Y peor: “La situación es verdaderamente dramática en el campamento del MST Helenira Resende. Los nuevos métodos para amedrentar y ahuyentar campesinos ahora combinan balas y venenos”.
La delegación denunció, además, que al menos cuatro militantes del MST se encuentran en la mira de los grandes terratenientes, quienes habrían ofrecido más de 38.000 euros por la cabeza de cada uno de ellos. Preferentemente muertos.
El profesor Clifford Welch dice que “en los últimos años es posible trazar un mapa de esas muertes a partir del aumento en la producción de agrocombustibles. Sobre todo en la región centro-oeste, donde la densidad de indígenas es mayor y las corporaciones del agronegocio manejan las estructuras políticas y jurídicas”.
El 6 de agosto de 2013 aparecía muerto y torturado en Río de Janeiro el biólogo español Gonzalo Alonso Hernández, justamente en una cascada del Parque Cunahmbebe, que él mismo defendía de cazadores furtivos y pirómanos pagos por los ganaderos del lugar.
Amazonas o no, indios o no, lo que importa es la tierra. Gente sobra.
Nada que hacer. En diciembre de este año, representantes de gobiernos de todo el mundo se reunirán para las próximas conferencias sobre el clima en la ciudad de Lima, Perú. No se prevén medidas urgentes. Por el contrario, se espera una vez más discusiones sobre las variadas, posibles e hipotéticas formas de salvar el planeta. "En cuanto al asesinato y la intimidación de los ciudadanos comunes que defienden realmente el medio ambiente y la Tierra –advierte en su informe Global Witness–, continuarán siendo ignorados."
En una de sus reflexiones públicas más célebres, Chico Mendes decía: “Al principio creí que luchaba para salvar las serengueiras. Después pensé que luchaba por salvar la Floresta Amazónica. Ahora sé que lucho por salvar la humanidad”.
Esa lucha le costó la vida. Y nadie hizo nada. Y desde entonces, dos o tres veces por semana, Chico vuelve a morir. Y nadie hace nada.
En una de sus reflexiones públicas más célebres, Chico Mendes decía: “Al principio creí que luchaba para salvar las serengueiras. Después pensé que luchaba por salvar la Floresta Amazónica. Ahora sé que lucho por salvar la humanidad”.
Esa lucha le costó la vida. Y nadie hizo nada. Y desde entonces, dos o tres veces por semana, Chico vuelve a morir. Y nadie hace nada.
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