La visita de Francisco a Tierra Santa es un punto de inflexión en la historia reciente de Iglesia Católica.
Por José Cornejo
Lejos de la claudicación que representó el interminable pontificado de Juan Pablo II, Francisco escuchó y dio su apoyo a los refugiados sirios y palestinos.
Su saludo a los niños palestinos, bien vestidos pero con cicatrices en el rostro, fue impactante. Pero mayor relevancia tuvo la detención del papamovil frente al muro con que el Estado de Israel encierra a Palestina.
Francisco arriesgó más y le preguntó al jefe de la autoridad palestina, Mahmud Abbas, si aceptaría orar por la paz "en su casa en Roma", propuesta que el funcionario aceptó de inmediato. De esta manera, el presidente israelí Shimon Peres se vio obligado a aceptar la misma invitación.
El disgusto de las autoridades israelíes fue notable y lo expresaron en su discurso de bienvenida, que bien pareció un compendio de quejas. El primer ministro israelí Netanyahu, con rictus molesto, le ordenó al Papa que "esperamos que visite el Muro de los lamentos y rece por las víctimas judías del terrorismo en todo el mundo". Francisco se limitó a repetir el discurso pacifista y que había dado del otro lado de la frontera.
La gestión papal en Cercano Oriente dejó perplejo a la administración de Obama. El gobierno norteamericano seguramente se sentirá invadido en los que considera su esfera de intereses, pero tampoco tiene nuevas fórmulas que ofrecer al mundo árabe. Sobre todo luego de las carnicerías que desplegó en Irak, Afganistán y Libia y su responsabilidad en el financiamiento de los opositores en Siria.
El Papa latinoamericano parece querer inaugurar una nueva era en el rol del catolicismo planetario
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