Por esa calle que corta Montes de Oca al mil y pico y corre hacia Dock Sur dejando a sus costados un tendal de casas encaramadas sobre veredas altas, y que después, al llegar al Riachuelo, se abre en ese empedrado desparejo en donde de tanto en tanto crece algo de pasto como un símbolo de la postrer rebeldía de una pampa vencida, aplastada, oculta y ya ni siquiera olvidada -camina Juanjo.
Camina despacio, como si se alejase sobre una distancia ya pisoteada por el desdén y la costumbre, pero en realidad está cada vez más cerca de algún lado, que no es ese corralón de puertas de fierro en donde se ha detenido mientras suelta uno tras otro los botones del saco, ni tampoco es esa otra casa que él ni siquiera ha mirado al seguir caminando con el saco abierto sobre la cintura, de donde asoma la culata de un Eibar 38 de caño recortado y que unos instantes más tarde después de abrir una puerta y atravesar un patio y empujar otra puerta, llevará en su mano apuntando hacia adelante y el dedo curvado y alerta sobre la cola del disparador.
-Andás de pesada muchacho -le dijo el hombre sin sacar los ojos del arma que lo apuntaba. -Sí, don Alejandro -contestó Juanjo.
-No estoy calzado -volvió a hablar el hombre señalando su cuerpo desarmado.
-¿Para quién trabajás, para Boglietti?
-Sí, don Alejandro.
-Yo te puedo pagar mucho más que Boglietti. ¿No querés trabajar para mí? -Sí, don Alejandro, después.
-¿Después de qué?
-Tengo que pegarle una biaba, me pagaron por adelantado.
Subió el brazo entonces, en un velocísimo movimiento y golpeó varias veces con su revólver la cara que retrocedía, al principio pálida, después sangrante, después parcialmente cubierta por las manos empapadas, que ahora bajaban hacia el bajo vientre tan dolorido, que cuando el zapato de Juanjo volvió a golpear ya el hombre había caído hincado balbuceando Insultos, que pronto se acallaron cuando la boca quedó contra el suelo como susurrando a la tierra la confidencia inútil de su odio.
Juanjo le abrió la mano sobre las baldosas del piso y luego machacó con el taco los dedos abiertos, después tomó el otro brazo que se extendía dócil a lo largo del cuerpo sin conciencia y lo dobló hacia atrás hasta el crujido.
Parado ahora junto al trabajo terminado, miró su propia violencia sobre las posiciones dispersas, del hombre que al día siguiente también miraría, pero ahora ordenado por las manos cuya hacendosa, indiferente y mecánica actividad, desplegada sobre la camilla y bajo las luces del hospital, habían tapado con yesos y con vendas no sólo ese desorden ya destruido sino también la espera del retorno de la forma, mientras la voz del hombre, que desde ese momento ya era su patrón, hablaba con dificultad desde la almohada:
-Ya sabés Juanjo, quiero que sea hoy mismo me lo buscás a Boglietti y le hacés el doble de lo que me hiciste a mí.
-Sí don Alejandro -dijo Juanjo.
* * *
Había nacido Juanjo hacía más de veinte años, en algún lugar en donde el campo ya no era más campo y la ciudad todavía no era ciudad, en esa franja en donde el tiempo lento de las distancias lentas parecía titubear ante ese tiempo que avanzaba apresurado sobre el asfalto y el empedrado de las primeras calles, y que los hombres como él, recién venidos de otro tiempo, habían asimilado con las manos alertas, dependientes de esas cinturas algo quebradas por el caballo que nunca montaron, y por el cuchillo que todavía llevaban como un derecho traído de hacía mucho, y por el revólver también llevado como un deber adquirido recién hacía poco.
Creció en ese rancho de chapas acanaladas, frente a los charcos de agua sucia alborotados durante el día por sus pedradas violentas, y que a la noche, algunas veces, cuando la luna los convertía en superficies de acero, templado como los hombres también templados por esa misma noche, Juanjo demoraba su sueño ante sus sueños.
Crecía como algo arisco, cobrizo y sin motivo, mientras merodeaba por los recodos de una vida enmarañada y áspera como él mismo. A los quince años lo tajeó al colorado Remondegui tras el veintiocho de un envido que hacía insuficiente el veintisiete que no soltó de la mano hasta después, ya en la calle, corriendo en la oscuridad, dejando atrás la sangre que goteaba del antebrazo y empapaba la mano que él había detenido en su trayecto a esa daga en el chaleco ahora tan inútil como ese cinco de copas y ese tres también de copas volcados sobre la mesa también volcada.
N o fue su primera sangre, pero sí su primera sangre castigada y desde ese trueque de violencia aceptó para siempre el intercambio de un precio que él intuía estipulado de muy lejos.
Más tarde empezó a alquilar su brazo y la órbita de su brazo y su tiempo y su presencia preventiva o vengadora y el temor a su revólver y a su cuchillo.
Ahora tenía un nuevo patrón y los “sí, don Alejandro” casi siempre eran precursores de algún dolor, que alguien en algún lado sufriría, mientras él -Juanjo para todos- cobraría los billetes equivalentes a ese derroche impersonal y eficiente de su fuerza contenida.
Un día la conoció, como algo suave y distinto demorado en sus ojos que habían demorado los otros ojos, marrones al principio y después también marrones, con algo despavorido y alerta como las gamas que nunca había boleado ni siquiera visto o como la tierra levantada de la tierra por sus pasos sin rumbo sobre la tierra.
Casi no hablaron ese primer día y lo poco que dijeron fueron frases gastadas, ya dichas, ya escuchadas, como parte de un idioma extranjero de tan propio.
-Soy medio bruto para lo libro -dijo él, porque ella le había dicho: “La patrona de mi hermana tiene una pared llena de libros.”
Después se callaban y no pensaban ni en la patrona, ni en la hermana, ni en la pared tapada por los libros, como si las palabras no tuviesen otra función que la de sostener la endeble armazón de otros pensamientos, ajenos a los pensamientos, que habían provocado esas palabras, que brotaban ahora, independientes de ellos mismos, como un hambre antigua no saciada que los precedía.
-¿Viste?
-Sí.
Y se encontraban entonces, mirandose desconcertados, como si el escamoteo de todo lo no dicho fuese parte de esa eterna economía, de ese ahorro que la imagen impone a las palabras. Entonces se besaban, recién entonces.
La primera mentira que él le dijo fue que trabajaba en el puerto, después que ella le dijera:
-Pero para casarnos cómo vamos a hacer.
Y él siguió mintiendo, sin saber que no mentía, porque los hombres son más lo que quieren ser que lo que son, mientras ella, con su mano dentro de la de él lo miraba desde el fondo de su confianza, mientras él, Juanjo, el hombre que era, miraba sin saberlo a ese hombre que pudo haber sido.
-Juanjo.
-¿Qué?
-Esta noche vení a casa.
-¿Para qué?
-Quiero que te conozcan.
-¿Quién?
-Todos, papá, mamá.
-Me vaya casar -dijo Juanjo una hora más tarde y don Alejandro lo escuchaba.
-¿Con quién?
Y ahora estaban los dos hablando como ese primer día, unidos ambos por una circunstancia ajena a ellos mismos, y cuando Juanjo dijo:
-No vaya trabajar nunca más en esto.
Don Alejandro contestó:
-Escuchame.
-Sí don Alejandro.
-Hace cuatro años que trabajás para mí, ¿no? Nunca te fallé, ¿no? Con la cana nunca tuviste problema, ¿no? Te pagué todos tus trabajos, ¿no?
-Sí don Alejandro.
-Y me vas a dejar ahora, así, sin tiempo para buscarme otro, ¿eh?
Después sonrió y la mano aquella que desde hacía cuatro años se había movido ante los ojos de Juanjo en un único trayecto que empezaba en su bolsillo y terminaba unos cuantos centímetros delante de él, con uno o dos billetes entre sus dedos, ahora estaba sobre su hombro como algo muy cansado y tal vez triste.
-Andá nomás muchacho.
-Sí don Alejandro.
-Pero antes tenés que hacerme un trabajo.
-¿ Un trabajo?
-Sí el último. Tenés que darle la salsa a uno. Hoy mismo, ¿podés?
--Sí don Alejandro, y no se lo voy a cobrar.
-Es uno que trabaja en el frigorífico. Te voy a dar la foto del carnet del sindicato. Lo vas a ubicar fácil, es un viejo, le decís que yo tengo que verlo y te lo llevás al galpón y ahí se la das.
-Sí don Alejandro.
El viejo titubeó un poco antes de entrar al galpón, con la sospecha no sólo en la cara sino también en los pies que se detuvieron y en las manos que se apoyaron asustadas en el marco de la puerta. Pero el empujón lo hizo avanzar y cuando balbuceó “Eh ... que ...”, ya estaba en el suelo sangrando por la ceja.
Cuando Juanjo terminó, todavía volvió a patear le un poco más la cara como un artesano dando unos toques gratuitos al finalizar una obra. Después lo dio vuelta y pensó en don Alejandro y en la mano que todavía le parecía sentir sobre su hombro, entonces volvió a patear la cara del viejo y miró agradecido al inconsciente testigo de ese sentimiento nuevo que lo invadía.
Ahora caminaba, bordeando el Riachuelo, esperando la noche, saboreando el sonido que sus mismos pasos producían sobre los muelles mientras su sombra se extendía a veces sobre el agua. Después se detuvo y dejó caer primero el revólver y después el cuchillo, y se quedó mirando los círculos que las ondas formaban sobre la superficie, como si fuesen muchos algas huyendo hacia la nada y cuando las ondas fueron nuevamente superficie, Juanjo siguió caminando hacia sí mismo.
Ella lo esperaba en la puerta y se abrazaron como apretando una felicidad usurpada de ellos mismos.
Una hora después sentados ya solos en la sala ella le dijo:
-A mamá le gustaste, la conozco.
-¿Y tu padre?
-No sé, ya tendría que estar, trabaja en el frigorífico.
Cuando sonó el teléfono, ya la cara de él se había endurecido. Una sonrisa triste le tironeó en la cara, como una cicatriz que desde ese momento llevaría como profanando el dolor de haber nacido.
-...qué?...sí!...en que hospital? Sí... sí voy para allá.
Cuando ella cortó ya el cuarto estaba vacío.
Por la calle Juanjo seguía caminando hacia un destino, se detuvo un momento y al respirar hondo la noche entró en su cuerpo para siempre. Después siguió caminando alejándose de lo que no había sido y de las palabras que nunca llegó a oír.
-Sí mamá, recién hablaron, está en el hospital, creen que puede ser apendicitis.
De Treinta treinta, Emecé, 1963
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