sábado, 10 de mayo de 2014

Vidas paralelas Por María Rosa Lojo

Quitó de los tronos a los poderosos,
Y exaltó a los humildes.
LUCAS, I, 52

Yo fui la última en ver a Catalina Benavídez antes de que la enterraran. Fui la única que la frecuentó en otra vida, en otro mundo, en otro tiempo, cuando la llamaban “La Estrella del Norte”. Es probable que yo misma tuviera algo de estrella por aquellos años, aunque mi brillo fuera de corto alcance y muy poco dinero.
La conocí de chica, cuando acompañaba a mi madre a vender pastelitos por las casas de familia, y la ayudaba a llevarse los canastos de ropa que había que devolver, lavada y planchada, al día siguiente. Entonces yo no pasaba de la bayeta o el percal, y los pies se me habían puesto callosos de andar descalza. Pero Catalina cubría el banquito de su maltratado piano con sedas y tafetanes, con rasos y terciopelos, mientras sus escarpines curtidos por el fastidio golpeaban los pedales a destiempo.
Poco a poco me fui quedando en la casa. Unos días daba una mano en la cocina; otros, acarreaba baldes con agua del pozo para la limpieza. Las más de las veces jugaba con Catalina, que se aburría entre muñecas de trapo y de porcelana, y se pinchaba los dedos demasiado torpes o perezosos como para coserles vestidos. Prefería encargarme a mí esas tareas pacientes y terminaba mirándome dar puntadas y cortar modelos copiados de los últimos figurines de la tienda de Álvarez, un español jovencito y emprendedor que estaba haciendo dinero con ideas nuevas y mucho trabajo. “Yo no tengo tus habilidades —suspiraba Catalina, hundiendo la cabeza rizada en los almohadones de la cama— pero no ha de faltarme quien cosa para mí. En tu caso, haces bien en aprender. Me gusta verte. Le he pedido a Mamita que te tome permanente”. Cuando entré como criada fija a la casa de Benavídez, había cumplido los catorce años y había tenido mi primera sangre. Mi madre se resistía a dejarme ir, pero yo ya era una mujer: el empleo representaba un sueldo más y una boca menos. No se privó, por cierto, de llenarme la bolsa ya que no de dineros, de abundantes consejos. “Benavídez es un hombre decente que cuida el buen nombre y orden de su casa. No es sirvientero ni juerguista. Doña Juliana es un cero a la izquierda: rezadora y enfermiza. Eso sí, incapaz de molestar a nadie. Y Catalina, ya la conocemos: un poco caprichosa, como cualquier niña bonita criada en el regalo. Pero no es mala, y te tiene cariño. Queda en tus manos el andar derecha y no dejarte engañar por cualquier mocito que venga a embelesarte los oídos. Que te sirva de lección lo que ha sufrido tu madre.”
Doña Juanita la pastelera, como la llamaban, no perdía nunca la ocasión de recordarme que yo era hija de su sufrimiento inicial y sin duda indeleble. Tanto, que todos los demás dolores y calamidades le parecieron nada al lado de aquel amor perdido: un inglés (después resultó ser un irlandés) de la primera invasión que enamoró a la criollita morena y se volvió a su tierra sin haberse enterado siquiera de que aquí le quedaba una hija. Mi padre desconocido no pudo legarme otra herencia que sus ojos azules —dos raras claridades para una cara oscura— que me dieron cierto prestigio en mi sociedad de bellezas humildes. Mamá no tuvo mejor suerte con su segundo hombre —esta vez un criollo como ella—, que se perdió para no volver en una operación de contrabando de cueros a la otra orilla, no sin tomar la precaución de haberle dejado una parva de cinco críos para que se entretuviera.
Mi trabajo en la casa de Benavídez era ligero y usualmente grato. Más que en fregona, me convertí en acompañante de la niña. Terminé aprendiendo a leer y escribir con caligrafía ponderable porque Catalina insistía en tenerme a su lado para que no se le hicieran tan pesadas las clases de sus preceptores. Y al poco tiempo dominé también las cuatro operaciones aritméticas, cosa que a los pobres nos es muy necesaria para aprender a administrar mejor nuestros magros recursos. ¡Más le hubiera valido a mi infeliz patroncita entender algo más de números, y menos de lánguidos pestañeos hacia los candidatos de turno! En eso sí que podía dar cátedra, y pocas o ninguna sobresalían tanto en el difícil arte que ella dominaba con calidad innata. Le ayudaban bastante, hay que reconocerlo, sus pestañas, que eran propias y sin artificio, pero tan negras, fuertes y espesas que parecían postizas. Cuando ladeaba la cabecita —de un azabache que viraba hacia el azul— y esas pestañas abrían y cerraban en la cara palidísima dos relámpagos verdes, no había galán que se le resistiera. Así fue como Catalina Benavídez, hija de un comerciante de buen pasar, respetado pero anodino, enamoró nada menos que al benjamín de los Álzaga, don Francisquito.
Cierto que ya los Álzaga no eran lo que habían sido en los buenos tiempos del padre, el alcalde don Martín, antes de que se le diera por meterse en conspiraciones. Después de todo y a mi juicio don Martín tenía razón consigo mismo, aunque su causa fuera equivocada. Era un godo viejo (peor que godo, vascuence) orgulloso como Lucifer y más terco que una recua de mulas empacadas. Usó con valentía su orgullo y su terquedad para defender la villa española contra las balas de los ingleses (ya que no contra sus seducciones), y volvió a usarlos, aunque esta vez sin éxito, para defenderla de los revolucionarios locales. Perdió y pagó, con su vida y con gran parte de su fortuna. Pero la fortuna era mucha y muy buenas las relaciones en las que se había sustentado. Tanto que para cuando Pancho Álzaga llegó a la edad de merecer, su madre viuda (no menos terca que su marido) y su hermano mayor don Félix, habían logrado rescatar un monto considerable. De todas maneras, era difícil saber a ciencia cierta si el joven Francisco tenía mucho más de lo que exhibía o si exhibía mucho más de lo que tenía. Catalina, acostumbrada a la vida fácil y a los razonamientos aun más fáciles, no se quebró la cabeza y prefirió contentarse con todos los brillos —de galanura y de moneda— que se hallaban a la vista.
Tampoco preguntaron mucho los padres, deslumbrados ante la perspectiva de emparentar con los Álzaga por el matrimonio de su única hija. La boda fue rápida y espectacular. Se habló durante semanas de los bordados del vestido de novia, del banquete nupcial, del increíble ajuar trabajado en las telas más ricas, de la felicidad de los contrayentes, tan hermosos los dos que al mirarse creían estar viéndose en un espejo, por más que en cuanto a belleza, Catalina, la Estrella del Norte, se llevara las palmas.
Mi patroncita, ya casada, tampoco quiso prescindir de mí. Le era necesaria para pasar las horas interminables de su día ocioso, no siempre compartido por Francisco. Éste pronto empezó a mostrar los gustos que ya se le conocían, aunque ni ella ni sus padres hubiesen querido verlos a tiempo. Mientras yo —con delantal de lino almidonado—servía el té para Catalina y sus amigas en un servicio de porcelana francesa, su marido echaba ternos y patacones sobre las mesas de juego del Café de los Catalanes o de la Victoria. No iba solo, sino con algunos de esos amigos íntimos que las mujeres casadas llaman “amigotes”, y que pronto se redujeron a tres figuras invariables: un muchacho cordobés, Juan Pablo Arriaga —al que pronto le quitaron su seriedad callada, casi de convento—; Jaime Marcet, un catalán sinvergüenza que hacía poco había pescado a una rica heredera, Jacobita Usandivaras, y para sorpresa general, Francisco Álvarez, el mismo laborioso tendero de los figurines, mayor que todos ellos pero novato en las lides del gran mundo y la buena sociedad a la que aspiraba a pertenecer ahora que había amasado el dinero suficiente.
En tanto don Pancho andaba en copas y recorría con tales amigotes ciertas casas de Madamas con supuestas sobrinas que en realidad eran otra cosa, Catalina comenzó a ponerse verde y amarilla y a vomitar hasta el mate cebado con canela que yo misma le alcanzaba calentito a la cama no bien se despertaba. No pasábamos malos ratos cuando ella estaba buena. Era alegre y chismosa, y entre las dos cortábamos en tiritas las toilettes que se habían lucido en la cena de la noche anterior. “¿Te has fijado, María Juana, en los abalorios que llevaba al cuello la de Senillosa? Pura cristalería con esmalte. ¡Y ella, empeñada en hacerlos pasar por perlas verdaderas!” “Pues mucho peor era el corte de su vestido. Dice que lo ha mandado traer de París, pero tengo para mí que no ha salido sino de las manos infames de Misia Periquita, que antes apenas si cosía sábanas y ahora se ha metido a modista.” Nos reíamos las dos, hasta que unas náuseas inoportunas terminaban con el buen humor de Catalina y me obligaban a alcanzarle una jofaina, y a refrescarle la frente con pañuelitos embebidos en alcanfor y agua de Colonia.
A medida que su embarazo avanzaba, progresaban también sus temores. Gruesa ya como de seis meses, me tenía de la mano, al lado de su cama, mientras se le escurrían las lágrimas. “María Juana, tenés que jurarme algo. Por la Virgen del Perpetuo Socorro te lo pido, y porque nos queremos desde chicas.” Yo la tranquilizaba, dándole palmaditas y apretándole los dedos, tan delicados que a veces se le pelaban sólo al contacto del jabón de tocador. “Quiero que me jures, Juanita, que si me muero de ésta, verás que se críe bien mi hijito.” “¿Pero, Niña, quién le ha dicho que se va a morir?” “Nadie, pero yo lo sé. Y cuando yo me muera, ¿qué va a ser del chiquitín? Mi madre vive en Babia, y mi padre, en sus negocios. Pancho no es malo, pero no tiene cabeza. Volverá pronto a casarse con cualquier pelandusca, y mi pobre hijo terminará en manos de una madrastra. O peor aún, de alguna querida que apeste a perfume. Con mi suegra y mis cuñadas, mejor no contar. Desde que murió don Martín viven enclaustradas en su casa como en un convento y parece que nada de lo que ocurra afuera les importa. Sólo confío en vos, Juanita. Los niños necesitan mimo, cuidados, felicidad: ser importantes para los grandes. ¿Quién si no vos podría darle eso?” Yo le secaba la frente y le decía que sí a todo, aunque todo me pareciera un notable disparate. En primer lugar porque las aprensiones de Catalina, según decían las comadres, eran normales en las primerizas y tanto más en ella que nunca había sufrido gran cosa como no fuese el aburrimiento. En segundo lugar, porque nada garantizaba que, una vez difunta, yo, que era su doncella personal, fuera a quedarme en la casa. Y mucho menos para lustrar las botas de don Panchito o esperar a que sus miradas audaces —contenidas por la presencia de su mujer— pasaran a los hechos. Pero aquellos trances me convencieron, eso sí, de que Catalina no era tan tonta como se la juzgaba, y que veía y decía grandes verdades cuando la apretaban las angustias.
Por fin dio a luz un varón al que pusieron Martín Leandro, por su abuelo el alcalde y conspirador. Disipados sus miedos, Catalina volvió a ser la de antes: en nada pensaba, más que en el angelito que había traído al mundo, y en volver a lucir su belleza por los salones, tal cual la había exhibido antes de su preñez y maternidad. Mortificada con los dos o tres centímetros que había ganado su cintura y por cierta insinuación de papada que comenzaba a advertirse en su cuello alabastrino, quiso cubrir las indiscretas redondeces con resplandores. De la comida no pensaba privarse, porque resultó perfectamente apta para dar el pecho y su médico la tenía a dieta de natas y yemas de huevo batidas con un poco de vino de Oporto, mientras criara a su robusto infante (aunque lo de robusto es un decir pues el pobre Martín distaba mucho de tener el genio y el vigor de su malogrado abuelo y tocayo). Catalina quería compensaciones por su dedicación maternal, y empezó a perseguir a Pancho para que le comprase un aderezo de brillantes que hacía tiempo venía codiciando. Pero él, sospechosamente, le daba largas al asunto. No por tacaño (que antes bien era harto manirroto) ni porque buscase hostigar a Catalina con tantas postergaciones (por el contrario, hubiera querido aplacarla y aplacar él mismo algún escozor de conciencia no ajeno a sus escapadas, aun más frecuentes durante el embarazo, a las casas de Madamas y Madamitas). La triste verdad (que luego se convirtió en horrible, tiñéndose de sangre) es que Pancho tenía fuertes deudas de juego, y que era demasiado orgulloso como para rebajarse a pedir o ganar el dinero honestamente. Ese orgullo y su mala conciencia tampoco le dejaban confesárselo a su hermano ni a su mujer, que maquinaba y lloraba sobre mi hombro siempre fiel, pensando que cuanto Pancho le negaba a ella, lo estaba derramando a manos llenas sobre los blancos senos de alguna barragana (cosa que habría sido cierta antes tal vez, pero que entonces sin duda ya no lo era). Francisco Álzaga había perdido todo apetito de mancebas (aunque las importasen de la Francia) y comenzó a volverse cada vez más bebedor y más meditabundo, como que rumiaba de dónde iba a sacar el dinero faltante sin que se hiciesen públicas su ruina y su vergüenza. Como no tenía la cabeza muy despierta —cosa que acertadamente había visto Catalina cuando el miedo a morir le despejaba la inteligencia—, eligió el peor expediente de todos y no sólo se condenó él mismo —bien se lo merecía—, sino a su mujer y a su hijo, que eran inocentes.
Tampoco estaba yo muy lúcida en aquellos tiempos para aconsejar a Catalina. Me había llegado el amor, pero no precisamente bajo la forma de un Cupido rosado y mantecoso. Era un huracán morocho, montado sobre un espléndido parejero y vestido de color punzó, con largos rulos negros, la cara pálida y dotes de payador, que jineteaba bajo las ventanas enrejadas para que yo lo viese desde el cuarto de costura o desde la sala de recibo. Hasta se atrevió a darme alguna serenata cuyos acordes llegaban hasta el secreto de los patios y parecían brotar de la tierra misma, floreciendo con los aromas del jazmín. Don Francisco no tuvo que ir a reclamarle explicaciones, como patrón ofendido, porque él mismo se apersonó, respetuoso, a pedirle mi mano. Tantas finezas y formalidades no eran muy de gauchos, pero mi Pascasio no era un gaucho cualquiera. Estaba en la Guardia de los Colorados del Monte, que defendían la campaña, y las estancias de don Juan Manuel de Rosas, entonces sólo un hacendado hábil y corajudo, que tanto iba a dar que hablar poco después. Don Juan Manuel era hombre de orden, y le gustaba que la gente a su servicio estuviese bien casada y establecida, con compromisos serios.
A pesar de los llantos de Catalina, que no quería perderme, enseguida acepté, compelida por la fuerza mayor de la pasión amorosa, que supo resistir, incluso, a los furibundos embates de mamá. Ella no se limitó a moquear como la patroncita. Puso literalmente el grito en el cielo y creo que hasta se arrancó algunos mechones de su trenza ya encanecida. “¡Desgraciada! ¡Boba! ¡Más que boba! —y los alaridos debieron de oírse en una cuadra a la redonda—, ¡Por una buena estampa de varón y un par de cancioncitas vas a dejar una vida de halagos y comodidades! ¿Adónde te vas a enterrar, so infeliz? ¿Sabes lo que te espera? ¡Levantarte al alba, ordeñar las vacas, limpiar y fregar el día entero, parir un crío por año mientras tu maridito juega a la taba o a las carreras, lavar pañales y narices con mocos! ¡Y quieran Dios y la Virgen que no entren los indios y termines en las mantas de un salvaje! ¿En qué otro lugar vas a estar como ahora, vestida como una señorita, sin hacer nada, salvo pasear al niño o llevarle a la Catalina el libro de misa? ¡¡Ay, ay, ay, ay!! ¡Unos años más que esperases y te podrías casar con un médico o un tendero viudo! ¡Si hasta sabes leer y escribir con buena letra y sacar cuentas! ¡Incauta! ¡Idiota! ¿Por qué nadie escarmienta si no es en carne propia? ¡No te alcanzarán para arrepentirte todos los días de tu vida...!”
Pensé que mi madre bien podría tener razón, pero que esa razón no conformaba los corazones; que los médicos y tenderos viudos por entonces en oferta no me gustaban nada, mientras que Pascasio me gustaba mucho, y que tampoco iba a pasarme mis mejores años enjugando las lágrimas de Catalina, por más cómoda que yo estuviese en su casa. Al final, las cosas sucedieron de tal modo que resulté teniendo todas las razones, las del corazón y las de la sensatez.
Nos casamos una mañana de diciembre en la capilla de la estancia Los Cerrillos, junto con otros gauchos del coronel Rosas que habían decidido pasar por la sacristía (algunos un poco tarde, como que los acompañaban hasta cuatro y cinco retoños, ya grandecitos). El mismo don Juan Manuel y su mujer, doña Encarnación, fueron los padrinos de la ceremonia. No hubo vajilla de Sèvres ni cubiertos de plata ni carruaje de bodas como en los desposorios de Catalina. Pero comimos empanadas con pasas y asado con cuero y nos entonamos con tinto de Cuyo. Al atardecer, los pisos y las botas se habían gastado de tanto zapateo y los ruedos de las polleras y las enaguas almidonadas se habían vuelto negros. Luego Pascasio me llevó en las ancas de su parejero a nuestra casa nueva: un rancho de adobe bien techado y bien pintado, con un campito y hacienda, que era el regalo de bodas del coronel Rosas. Yo apretaba entre los dedos un relicario de oro con un retrato de Catalina, que ella me había dado para que no la olvidase. No la olvidé, aunque tampoco me arrepentí.
La vida en el campo era áspera y poderosa. No se resiste en vano la caída del cielo sobre los ojos cuando se mira la inmensidad, acostados sobre la llanura que late. Las mañanas me despertaban con olores de trébol y de tomillo. La ropa de cama bordada que había traído de la ciudad, y mis vestidos siempre limpios concentraban los aromas de la tierra púrpura. Al anochecer comenzaban a resonar a coro las voces húmedas de la pampa. Y la más querida entre todas, la voz de Pascasio, que para mí no gastó su dulzura en cuantos años estuvimos juntos.
No perdí enseguida el contacto con Catalina. Pascasio iba a la ciudad, con ganado o por encargos cada mes o dos meses. No pude acompañarlo más que una vez, por haber quedado, casi de inmediato, en estado de buena esperanza. A la vuelta siempre me traía una carta y un obsequio de Catalina (cintas, puntillas, telas), en retribución de las conservas y las bolsitas de olor que yo le enviaba. Hasta que casi al término de mi embarazo, me trajo también una espantosa noticia: Francisco Álzaga había huido después de confesar su participación en el asesinato de su tocayo Francisco Álvarez, el tendero, uno de aquellos amigotes que compartían sus juergas. “No pude ver a tu patroncita, prenda. Está encerrada llorando, muerta de la vergüenza, y no recibe a nadie. Parece que Álzaga la ha dejado no sólo deshonrada, sino también en la ruina, con más deudas de juego que propiedades. Ahora tendrá que vivir de lo que a su cuñado don Félix se le ocurra darle a ella y a su hijo.” “Pero, ¿y el aderezo de diamantes que al final le compró don Pancho?” “Sería con el dinero de Álvarez. Se dice que Álzaga y los otros amigos lo mataron para robarle, aunque el cadáver todavía no ha aparecido.”
El cadáver se halló, para colmo de males, en una quinta de los Álzaga. Al que no se halló nunca fue a don Panchito. Sus cómplices, Arriaga y Marcet, fueron ejecutados. No volví a saber de Catalina sino de tarde en tarde, cuando recibía una esquelita borroneada con lágrimas, agradeciéndome alguna atención que le mandaba con Pascasio. Al final ni siquiera esquelas hubo entre nosotras. Los años, las guerras, los gobiernos, los hijos (Pascasio y yo tuvimos seis) pasaron rápidos, coloridos, con suertes y desgracias, como los naipes desplegados de una baraja. Se rebeló Lavalle, fusiló a Dorrego, fue derrotado, gobernó Rosas, mataron a Facundo, Rosas volvió a mandar, y con él nosotros también, modestamente. Se ampliaron nuestras tierras, por nuestro empeño e industria y por los buenos servicios de mi marido a la causa federal; además, yo terminé ayudando a administrar una de las estancias del Restaurador —no en vano había aprendido a la perfección las cuatro operaciones de la aritmética—. Hicimos cierta fortuna, y muchas veces pensé en Catalina. Pero Pascasio no juzgó prudente que reanudásemos relaciones. “Los Álzaga son ahora muy unitarios, además de que ella, al fin y al cabo, es la esposa de un asesino huido. Don Juan Manuel no vería bien que anduvieras en tratos con esa gente. Lo que tenemos lo hemos ganado trabajando y no vamos a perderlo por una tontería.” Pero también a nosotros se nos dio vuelta la taba. No perdimos el dinero, sino cosas peores. Pascasio perdió la vida en una rodada —¡él, que me había enamorado desde el lomo de un alazán!—. No volvió a recobrar el sentido ni los movimientos después de su accidente, y para que no siguiera padeciendo, ni vivo ni muerto como estaba, hubo que llamar al despenador. Como todos los males llegan juntos, al poco tiempo cayó, traicionado por Urquiza, don Juan Manuel.
Me quedé viuda y muy triste, aunque no aburrida. En el campo hay siempre mucho trabajo, y a esas alturas mis hijos e hijas estaban casados y ya iban naciendo los nietos, de modo que cuando la melancolía amenazaba con dejarme inútil para otra cosa que no fuese lamentar mi soledad, acortaba el tiempo visitándolos y atendiendo embarazos y partos de hijas y nueras. Extrañaba sobre todo la voz grave y tierna de Pascasio. Todavía no he regalado a nadie su guitarra. Ninguno de sus hijos ni de sus yernos ha sabido cantar como él. Quién sabe si algún día lo harán sus nietos.
Una tarde, acomodando ropa blanca en un baúl, tropecé con unos papeles arrugados en el fondo. Cuando los levanté, no podía creerlo: eran los figurines de Álvarez, aquellos que yo usaba de modelo para cortarles vestiditos a las muñecas mientras Catalina me miraba desde los almohadones. Los volví a doblar con cuidado, y se me cayeron las lágrimas. Al cerrar la tapa del baúl, supe que estaba cerrando también una parte de mi vida. Ya no volvería mi Pascasio, ni don Juan Manuel, ni doña Manuelita, la Niña, donosa y compuesta como una virgen de altar, pero capaz de ganarles carreras a caballo a los gauchos viejos. Conservábamos y hasta habíamos acrecentado nuestra hacienda, aunque sin aquella fiesta de los tiempos federales. Buenos Aires era de Mitre, ya no de Rosas, ni siquiera del entrerriano. Sentí, quizá precisamente por eso, que mi vida en el campo había concluido. Mis hijos se arreglaban sin mí. En el Puerto, en cambio, podría darles algún auxilio a los hermanos que habían tenido menos suerte, y a lo mejor, aunque esto no me lo confesaba claramente entonces, buscar a Catalina.
A mediados de los años 60 me instalé en una casa de altos, en el barrio de San Juan. Pasé con buena salud y ánimo alentado la epidemia de cólera que vino poco después. De ese trance me quedó la costumbre de visitar moribundos y asistir enfermos. También cosía, tejía, bordaba, y para entretenerme empecé a leer libros, sobre todo novelas, aunque muchas de ellas me parecían sonsas al lado de tantos sucedidos como había presenciado en la vida real. Cuando me lo pedían, siempre estaba dispuesta a escribir cartas para los pobres que no fueron beneficiados por tediosos pero útiles preceptores o por maestros de primeras letras. Y aunque nunca había sido muy asidua a las misas ni devociones, empecé a frecuentar la iglesia de San Francisco, que no quedaba lejos de mi casa. Me gustaban los sermones que allí da todavía el cura irlandés, a cuyas virtudes se suma una voz profunda y melodiosa, si bien nunca tanto como la de Pascasio.
Averigüé algunas cosas sobre Catalina: que Martín, su hijo, había muerto muy joven, por el 47, y que aún antes había fallecido su cuñado y único protector, don Félix. Sus padres tampoco existían ya: primero había desaparecido don Benavídez, y después doña Juliana, a quien no se le ocurrió mejor idea que testar en favor de la Curia, antes que en favor de su hija, ni viuda ni casada, que había aumentado su deshonra amancebándose, para paliar sus penas y su falta de fondos, con un médico inglés afecto al whisky. Pero el médico había fallecido también, y de aquí en más se perdía el rastro de Catalina.
Nadie quería encontrarlo, por cierto. A las señoras cuyas toilettes habíamos criticado cuando teníamos veinte años y ninguna preocupación, no podía inspirarles el menor interés alguien de tal manera degradado en la escala del dinero y del prestigio. Casi me incliné a darla por muerta, hasta que una tarde, al subir por las escalinatas de San Francisco, una mendiga con la cabeza cubierta y la ropa desgarrada, a la que habitualmente le daba limosna, levantó de pronto los ojos para mirarme. “Hago pasteles —me dijo— y amaso pan. Si la señora quisiera, podría llevarle algo todas las mañanas. No me gusta pedir.” Aunque me inspiraban honda desconfianza los panes o pasteles que pudieran amasar las pobres manos laceradas y sucias de aquella mujer que desprendía a dos metros un tufo alcohólico, le di mi dirección. Me prometió pasar por casa la mañana siguiente.
Ya en la iglesia, mientras el padre Reilly levantaba hacia lo alto la hostia consagrada, el corazón me dio un vuelco mortal, y sentí que se me empapaban las mejillas. Aquella manera de ladear la cabeza bajo los andrajos, aquellos ojos, que guardaban todavía una lucecita verde... No me importó correr a la calle en plena ceremonia, ni registrar las escalinatas, ni dar voces descompasadas llamándola. Pero todo fue en vano, y quizá así fue mejor. Ya en casa, y más serena, me lavé la cara y me miré al espejo. Yo todavía era yo: María Juana Gutiérrez, viuda de Echegoyen: una señora de buen ver, con cierto porte matronil aunque no vetusto, el pelo entrecano y el cutis fresco. Aún me brillaban en la cara, intactos y casi inocentes, los ojos azules de ese padre ignoto que debió de ser buen bailarín y buen bebedor, con la risa fácil y el corazón tan ligero como fogoso. Ya lo había perdonado, de todos modos. Nacer no es poca cosa.
A mí podía reconocérseme con facilidad. Mi historia no me había destruido; sólo me había madurado, como las frutas que se van secando, pero se hacen más dulces. Si Catalina había logrado identificarme y no me lo había dicho, era simplemente porque no había querido decírmelo, aunque por otro lado deseara verme. ¿Por qué no iba yo a respetar ese último resto de su dignidad?
A la mañana siguiente esperé su visita. Vino, en efecto, un poco más limpia y con menos resabios de alcohol (a esa hora, aún no habría empezado lo peor). No me miraba de frente y apenas respondía a mis intentos de darle conversación. Siguió viniendo todas las mañanas. Por lo general no pasaba del zaguán y se limitaba a entregarme los pastelitos, que no eran tan malos como lo había temido. Yo se los pagaba y de vez en cuando añadía alguna otra cosa: una pañoleta, unas sábanas, unas medias, una falda buena pero ya en desuso. En los últimos tiempos, un día de frío que congelaba, aceptó entrar en la sala de recibo. Tosía mucho y escupía sangre. Le serví un té con ginebra.
—Tendría usted que dejarse ver por un médico— le dije.
—Los médicos no valen para nada. Sólo miran. Diagnostican lo que ya es incurable.
—De todas maneras...
—Iré al hospicio cuando ya no pueda moverme.
—¿No quiere que la acompañe? El padre Reilly y yo podríamos hacer algo por usted.
—Usted ya ha hecho suficiente. Y los curas nunca harán lo bastante. No confío en ninguno.
Los ojos se le quedaron quietos, y luego iniciaron un recorrido estratégico. Miraron primero los retratos familiares —harto numerosos pero aún así, todavía escasos—que adornaban un mueble en esquina con caras reposadas de hijos adultos y caritas curiosas de niños. Miraron, por fin, aquel relicario que me colgaba del cuello, donde yo había guardado la imagen de la joven Catalina y, a su lado, un daguerrotipo de Pascasio. Empecé a temblar. Pero ella no dijo nada. Se levantó, casi groseramente, y fue hasta la puerta. Allí se detuvo apenas un instante: “Tiene usted una buena casa. Una buena vida. La que se merecía, estoy segura”. No me dio tiempo a contestarle. Se colgó de mi cuello y me dio un beso en cada mejilla. Luego desapareció, como diluida en la niebla, a pesar de que las piernas ulceradas debían de entorpecerle los movimientos.
Los días siguientes hice cuantas diligencias pude para encontrarla, auxiliada por Reilly, que ya conocía la historia. Cuando volvimos a enhebrar el hilo, era muy tarde. Catalina había ido a parar al Hospital de Mujeres de la calle Esmeralda y había sido enterrada, poco después, en el Cementerio del Norte. Pero también allí su mala estrella la acompañó: a la mañana hallaron en uno de los senderos su cadáver ensangrentado. Prematura e indignamente sepultada, había logrado salir del ataúd al que enseguida hubo de volver.
Todo apareció en los diarios, que a buena hora se acordaban de ella, y que tampoco omitieron las referencias al desgraciado de Pancho. Él no había muerto todavía, y que yo sepa, dura hasta el día de hoy. Estuvo prófugo; dicen que quiso unirse a los unitarios, primero a Rivera y luego al ejército del general Paz, y que los dos lo rechazaron por ladrón y por asesino. Ahora reside en la provincia de Corrientes, en Paso de los Libres, donde recibió un indulto y hasta tiene un campito, después de haber trabajado como hachero y haberse hecho amigo de los indios en la Impenetrable. Se amancebó con una tal Gabina Ojeda, que le dio diez hijos, dicen que tan malos o tan bravos como él —ambas cosas están demasiado cerca y que sean cualidades o defectos sólo parece depender de los fines para los que se usen—.
Conservo aún el relicario sobre el pecho, y no he olvidado. Todos los meses, en el día aniversario de nuestro encuentro, hago recordar en la misa el alma de Catalina, que bien lo necesitará. La pobre ha de estar dando vueltas por el Purgatorio, mirando cómo otras se cosen ellas mismas las túnicas de ángeles que han de estrenar muy pronto. Y ella, sin saber dar una puntada, y sin atreverse a reclamar el Cielo.

(Historias ocultas en la Recoleta)

No hay comentarios:

Publicar un comentario