Cada vez que veo, en alguna casa, una mucama que entra y sale de la sala, que
parece que navega, etérea y graciosa, de la cocina a la mesa y de la mesa a los
comensales, me viene a la memoria el 24 de diciembre de hace unos diez años,
cuando mi amigo Héctor se largó a llorar a las doce en punto de la noche.
No sé por qué asocio una cosa con la otra, pero es eso: una mucama que va y
viene entre la cocina y el comedor me lo trae a Héctor, desgarrado, llorando
sobre el cochinillo lechal que preparó Marta, mi mujer, y sé que ése fue el
plato porque desde hace más de veinte años que Marta prepara lo mismo todas las
Navidades. Arranca con un pionono, después una ensalada Waldorf y enseguida el
cochinillo lechal. No falla. Aunque el postre, eso sí, varía cada año y suele
ser una sorpresa. Pero ninguna tan fuerte como aquel hombre quebrado sobre la
mesa, lagrimeando sobre el lechoncito y encima con el pecho manchado de un vino
que no recuerdo cuál era pero era un vinazo, seguro.
Héctor venía mal barajado, diríamos, porque su mamá había muerto justo un par de
meses antes, pasados los ochenta años. Un prócer, la vieja, me acuerdo clarito.
De familia patricia de Salta por un lado, descendientes de Felipe Varela o algún
caudillo de esos, y por el lado paterno nieta de un general correntino que había
hecho algunas guerras con Mitre, creo, o quizás fue con Roca, qué más da. Tenía
la cara como un pergamino pero mojado por una inundación y puesto al sol al día
siguiente. Unos ojazos negros que con la edad no perdieron brillo alguno, y las
manos llenas de anillos y los pechos amplios, impactantes, que parecían de
embajador de los de antes, para llenarlos de medallas y condecoraciones hasta
los hombros. Doña Jacinta, tal su nombre, se había muerto estando regia, en
plenitud hasta el último día, como si de pronto hubiera decidido que la
decrepitud sería una indecencia y entonces mejor se moría de una vez, digo yo,
porque estaba espléndida. Aunque Marta, cuando fuimos al velatorio, con su
acostumbrada malicia dijo que habría decidido morirse cansada de ser viuda y
virtuosa más de cuarenta años, imaginate vos qué laburo las dos cosas juntas.
Había dejado a toda la familia desolada. Son ocho, los hermanos, cuatro varones
y cuatro mujeres y Héctor el más chico. Tiene un hermano que ya pasó los sesenta
y él, que casi no conoció a su padre, apenas cuarentón. De los ocho, dos viven
en España, una de las mujeres en Canadá y otra en Salta, donde con su marido,
que es tucumano y veterinario, atiende una de las estancias de la familia y unos
viñedos en Cafayate, algo así.
La cuestión fue que justo al mes de duelo, unos días antes de la Navidad de
aquel año, lograron juntarse todos los hermanos. Hacía añares que no se veían, y
particularmente Héctor a sus dos hermanas mayores las había visto apenas tres
veces en quince años. A todo me lo contaba emocionado, por aquellos días, porque
para él ese encuentro fraterno era el mejor homenaje que se le podía hacer a
Doña Jacinta, que se había muerto sin ver a toda su prole reunida y ni siquiera
había conocido a un par de nietos y a un bisnieto a los que sólo había visto en
fotografías.
Héctor me contaba aquello con los ojos húmedos, al comienzo, y aderezaba el
relato con la participación de dos mucamas: la vieja Conce, a la que todos los
amigos de la casa conocimos desde siempre, y una más joven, rubiona y de carnes
contundentes, que llamaba la atención porque era, de hecho, la única persona
extraña de esas reuniones. Héctor me confesó una noche, después de los dos
primeros encuentros de los ocho hermanos y cuando todo empezó a andar mal, que
lo que la presencia de esa muchacha le producía era vergüenza. Y es que
enseguida nomás, al final de la primera reunión María Luisa, la segunda y mayor
de las mujeres, anunció que le gustaría quedarse con la enorme mesa de roble que
había sido del general correntino; y entonces Domingo, el varón del medio,
declaró que él se quedaría con el relicario de oro de la vieja, y Carmencita
dijo que quería noséqué y así cada uno, y bueno, ahí se pudrió todo, como dicen
los chicos de ahora, y Héctor se moría de vergüenza.
El escándalo se producía delante de un extraño, y eso, en los códigos de la
familia, era imperdonable. Después de medio siglo de vivir en esa casa Conce era
como de la familia, pero la rubiona era otra cosa. Yo puedo ver la escena ahora
mismo y sentir lo que sintió Héctor: esa mucama que sirve un café tras otro en
el enorme living de la casona familiar, mientras todos los asistentes, que son
gente educada y de fortuna añeja, se mueven entre el moblaje pesado y la barroca
cristalería como peces en el agua, sólo puede producirnos vergüenza. Algunos han
venido desde muy lejos, hace mucho que los ocho hermanos y hermanas no se ven,
eso es impresionante, ¿verdad? La gran mesa los convoca y algunos se sientan,
caminan alrededor e intercambian bebidas y saludos hasta que una manifiesta un
deseo que desencadena los deseos de los demás y aflora lo peor de la familia, lo
que no debe mostrarse. Rápidamente se genera un escándalo y nadie repara que
están delante de una extraña. No llegan ni a las joyas, desde luego, ni a las
propiedades y las inversiones. En minutos todo son recriminaciones y vuela una
taza, dos hermanas se retiran declarándose estafadas, un tercero amenaza con
querellarlos a todos y Héctor, sin dudas la mejor persona del conjunto, decide
hacer mutis en silencio porque le importa un pito la herencia y es el único que
siente nada más ni nada menos que dolor.
Ha de ser por eso que se me fijó en la memoria la idea de que cualquier cosa
puede pasar en una comida familiar, pero si hay una mucama que anda de aquí para
allá, diligente como una abeja y, seguro, con las orejas paradas como un
confesor perverso, no corresponde perder la compostura.
Pero los ocho hermanos —siete en realidad, porque Héctor se mantuvo al margen
del sainete, ignorante de su propia ambición y en todo caso sólo conciente de su
dolor de hijo— no se dieron tregua.
Desgarrado y en tono confesional, Héctor me contó que se pelearon hasta por las
cucharitas y la ropa de cama, ni se diga las alhajas que Doña Jacinta atesoraba
en una caja de seguridad, ni mucho menos las propiedades, plazos fijos, acciones
y billetes que fueron encontrando. En sólo cuatro reuniones y sin abogados, con
la sola asistencia de Conce y la rubiona que les servían cafés y tragos como en
una fiesta imposible, Héctor padeció a sus hermanos y hermanas discutiendo a los
gritos delante de una extraña. Plantearon, dijo, las hipótesis más absurdas para
justificar por qué debía tocarle lo que cada uno suponía que debía tocarle. Se
dijeron cosas horribles, reproches infantiles, los insultos más soeces.
Eso no era debatir una herencia cuantiosa. Era despedazar la memoria y el honor
de la familia, una ofensa insensata hacia la vieja viuda matriarcal que no
estaría terminando de volver a ser polvo que ya estaban todos esos salvajes
enfebrecidos por la codicia. Quien me contaba esa historia era, y es, un amigo
entrañable, y los dos supimos siempre que él me la contaba para que yo la
escribiera.
Nunca lo hice, sin embargo. Héctor, que no soportaba más todo aquello y es un
caballero, dejó de ir a esos encuentros. Y el día antes de la Navidad de aquel
año, o un par de horas, no sé bien porque la distancia siempre produce
imprecisiones, me llamó para preguntarme, con un hilito de voz, si podía pasarla
con nosotros. Por supuesto, le dije, si te bancás el consabido lechal que está
preparando Marta. Pero él no se rió. No quiero arruinarles la noche, dijo. Le
respondí que no se preocupara y que viniera de una vez.
Aquella noche Héctor casi no habló, comió poco, se mantuvo cordial y discreto y,
cuando todos brindamos a las doce en punto, empezó a reirse. A carcajadas, se
reía, pero no era una risa contagiosa. Feliz Navidad, hermanito, me dijo a mí,
vos sí que sos mi hermano, Feliz Navidad, Felicidades para todos.
Todos nos abrazamos y besamos, como se debe, pero la situación era rara, hay que
reconocer que su risa nos había congelado. No que todos supieran los detalles,
pero yo había tenido que dar explicaciones por la presencia de Héctor con
nosotros, o mejor dicho, por la ausencia de él en su propia casa. Todo era
extraño porque de pronto vivíamos una situación incómoda, la verdad.
Y entonces de la risa pasó al llanto y todos nos quedamos helados, estupefactos:
siempre es impresionante ver llorar a un hombre grande, pero mucho más en
Navidad.
Era un llorar genuino. Era el lloro de un niño, todo mocos y ayes, un llanto
conmovedor que autorizaba el extraño silencio de la mesa, el súbito detenerse de
los relojes.
No se me ocurrió más que abrazarlo y en ese instante pensé, o supe, que a la
rubiona, después de todo, la suerte de esa familia de patricios y miserables le
importaría un bledo. •
(Estación Coghlan y otros cuentos)
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