Por Eduardo Anguita
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Algunos dirigentes que transitaron todos estos años transpirando la camiseta para pelear por la inclusión social y la ampliación de derechos, por el fin de la impunidad y también por una redistribución positiva del ingreso transmiten un sentimiento de desazón porque la agenda del debate público parece centrada en la corrupción y la inseguridad. Es cierto que ciertos medios de comunicación repiquetean con una agenda totalmente sesgada hacia aquellos temas que castiguen al gobierno. Respecto de la inseguridad no puede decirse que el Gobierno no haya reaccionado. Tarde, con idas y venidas, con gendarmes y prefectos que salen del norte para ir al conurbano bonaerense y luego, algunos, para ir a Rosario. Pero se involucró. Hay que recordar que hasta hace unos meses, los voceros del gobierno y la Presidenta misma centraban su discurso en advertir la manipulación mediática que, a su vez, crea una sensación espantosa en la población. Ahora, puso los pies en el barro y Sergio Berni aparece como un Rudolph Giuliani nacional y popular. Hay que recordar, Giuliani era un republicano de derecha que perdió las elecciones a alcalde de Nueva York en 1989 y cuatro años después se presentó de nuevo, vestido como Elliot Ness, el jefe de Los Intocables que perseguía comerciantes de licor. Los demócratas liberales de la Gran Manzana desdeñaban los argumentos de Giuliani cuando hablaba de la desidia, la corrupción, el miedo, la venta de drogas en los barrios donde vivían afroamericanos y latinos. Los demócratas mostraban algo innegable: Giuliani era una especie de Ronald Reagan pero más xenófobo, y encima quería hacer campaña en el Estado más europeo y liberal de los Estados Unidos. Ganó en 1993 y volvió a ganar cuatro años después. La realidad es que las estadísticas mostraron una reducción del delito notable. Lo cierto es que Nueva York volvió a mostrar turismo, hubo más controles para recaudar impuestos y las bandas de drogas al menos no se mostraban en las canchitas de básquet para hacer las transas. Por supuesto, después de Giuliani ganó el poder financiero: Michael Bloomberg, con el terreno arado, saltó de sus medios de comunicación a la sede de gobierno de Nueva York y esta vez por tres períodos. Bloomberg fue demócrata, también republicano y por último creó su propio partido. El avance del capital financiero internacional latió al mismo tiempo que los mandatos de este hombre que empezó como broker y le agregó el blindaje mediático. Los laboratorios del poder mundial aprenden las lecciones y saben que los bancos solos no sirven, necesitan muchos medios. El ciclo del multimillonario Bloomberg cerró y el péndulo fue hacia un demócrata, Bill De Blasio, quien era Defensor del Pueblo en tiempos de Bloomberg. De Blasio hizo campaña mostrando cómo la pobreza había crecido, cómo la brecha entre ricos y pobres había crecido, cómo cada vez más las políticas de contención se habían dejado de lado. Ganó con un 73% de los votos. Cualquiera podrá preguntarse cuánto durará ese discurso. Cualquiera dirá que cuando a los grandes medios y los poderes tradicionales no les convenga, De Blasio irá perdiendo poder. El asunto es que los discursos agoreros, vayan por derecha o por izquierda, sirven para la mesa de café y no más que eso.
Argentina. Empezar por Nueva York quizá sirva para conjurar un poco ese discurso colonizado de que todo lo que llega del norte tiene buen olor. En la Argentina la agenda de la corrupción no es sólo la que muestran los grandes medios. Un dirigente del gremio docente de la provincia de Buenos Aires contaba que de cada diez pesos del presupuesto destinados a los comedores escolares la mitad queda en el camino, entre sobreprecios y pagos de comisiones ilegales. Esto se solucionaría con poner una cuenta bancaria a cada comedor, que se descentralicen las compras de los insumos y que se termine con el pasamanos. La famosa corrupción estructural no es una abstracción. Se trata de una cantidad de usos y costumbres que están por debajo y por el costado de las instituciones. No sólo hacen que el papel higiénico cueste más caro que en el almacén sino que cada uno de esos circuitos de corrupción suele terminar en redes complejas donde hay funcionarios de carrera de los que ven a los políticos como inquilinos de las oficinas, hay intendentes atornillados a negocios que, a veces, les cuesta mucho abandonar porque los beneficiarios tienen muchos resortes de poder. La corrupción estructural tiene pata policial, pata fiscal, pata judicial, pata empresaria y, lo peor, pata cultural. Salvo algunas veces, en algunos períodos cercanos a las elecciones, la corrupción no mueve el amperímetro. Al margen de eso, se trata de una miseria enorme. Se trata de un desinterés por lo público que da vergüenza –no ajena, no existe la vergüenza ajena– y genera más exclusión y peor distribución de la renta.
El caso de la compra de Ciccone Calcográfica y la posible indagatoria a Amado Boudou lleva demasiado tiempo y demasiadas páginas de vida. Las sospechas son que el vicepresidente, apoyado en un vínculo no reconocido con la empresa Old Fund, en particular con Alejandro Vanderbroele, intentó quedarse con la imprenta que hace los billetes. El fiscal Jorge Di Lello considera que tanto Boudou como los Ciccone y el supuesto intermediario entre ellos –Guillermo Reinwick, cuñado de Nicolás Ciccone– están implicados en las maniobras ilegales. El juez Ariel Lijo había citado como testigos a estos últimos y Di Lello consideró que sus propios dichos los autoincriminaban. En la prehistoria de esta causa, debe recordarse que los Ciccone acudieron al Estado “a buscar un rescate”. En vez de eso, se encontraron con nuevos adjudicatarios de la imprenta que durante muchos años fue vista como un engranaje de negocios oscuros y participación de espías para acceder a negocios –como impresión de documentos– que suelen estar bajo la órbita de las más grandes agencias de espionaje internacional. Esta semana, el tema estuvo al rojo vivo tras el revés judicial de la defensa de Boudou en la Cámara de Casación Penal. Las especulaciones llegan hasta que tal vez el vicepresidente sea llamado a indagatoria por Lijo. Eso es todo. Desde ya, para ciertos medios se trata de una noticia impresionante. Ahora bien, si se llegara a probar que el vicepresidente en funciones trató de quedarse con la empresa que hace los billetes contratada por la Casa de la Moneda, que a su vez depende de la cartera de Economía, cuando Boudou era ministro, podría pensarse que algo huele mal en la Argentina.
Entonces, sin hacer como el avestruz y tratar de negar, ni mucho menos entrando en la faz psicológica y emocional de algunos periodistas oficialistas, habría que preguntarse si no vendría bien dotar a la Justicia y a los ministerios públicos de reformas tales como para pensar algunas cosas con más audacia. Por ejemplo, para que los pobres puedan acceder a los tribunales, para que las auditorías y controles en todos los niveles del Estado y en particular de los proveedores y contratistas puedan tener más transparencia. Podría pensarse en que el acceso a la política no tenga que depender de los financiamientos de ciertas empresas o de ciertas áreas del Estado o de la conveniencia de los dueños de los medios sobre qué y quiénes pueden usar la libertad de prensa con poder multiplicador.
El caso italiano. En estos días se escucha la necesidad de que en la Argentina se haga la Conadep de la corrupción. La verdad es que vendría bien que no mezclaran los negocios turbios entre empresarios y funcionarios con la lucha contra el Terrorismo de Estado. En todo caso, sería mejor más acción y más conocimiento concreto de cómo actuar mejor en vez de una retórica efectista. Hace ya 22 años, en un contexto muy particular, en Italia se dio el proceso de Manos Limpias (Mani Pulite), que tuvo como figura notable al fiscal Antonio Di Pietro quien puso en evidencia los negocios sucios que terminaron con la carrera política de Betino Craxi, uno de los líderes de la coalición de socialistas, cristianos y otros partidos, conocido como el Pentapartiti. Fue un furor mundial, se escribieron miles de páginas sobre la necesidad de terminar la corrupción. Al lado de esas páginas, los diarios hablaban de “la tragedia racial” en Ruanda, queriendo convencer que los tutsis y los hutus se mataban porque les faltaba cultura democrática. El genocidio se desató porque un misil había derribado el avión donde viajaba el entonces presidente Juvenal Habuarimana. Muchos años después, el Tribunal de La Haya tiene suficientes datos para confirmar que el avión fue derribado por los mismos partidarios del presidente. Quizá para la prensa europea no era tan importante destacar que las diferencias étnicas eran fomentadas y utilizadas por los colonialistas belgas que siempre se beneficiaron de los privilegios que les daban a quienes provenían de la etnia tutsi. Tampoco importaba mucho que la ciudad belga de Amberes fuera el principal centro de venta de diamantes y que los joyeros de esa ciudad se sintieran heridos injustamente por la película Diamantes de sangre, donde Leonardo Di Caprio se desangró para ayudar a los pobladores pobres de ese continente pobre.
Una última de Italia. Tras el Mani Pulite no ganaron la transparencia y la democracia. Irrumpió, en 1994, la figura de Il Cavaliere, Silvio Berlusconi. No alcanza con una visión conspirativa para explicar que Di Pietro fue utilizado para golpear por izquierda y luego dejar el campo abierto a la derecha, aunque por supuesto hay mucho de eso en el manejo del poder. Hubo estudios que mostraban cómo la economía funcionaba peor sin corrupción que con corrupción. Di Pietro pasó a la política creando un partido de nobles intenciones (Italia de los Valores), pero a principios de 2014 debió renunciar a la presidencia por los pobres resultados electorales.
25/05/14 Miradas al Sur
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