La tesis central del presente libro que las distintas razas del mundo tienden a
mezclarse cada vez más, hasta formar un nuevo tipo humano, compuesto con la
selección de cada uno de los pueblos existentes. Se publicó por primera vez tal
presagio en la época en que prevalecía en el mundo científico la doctrina
darwinista de la selección natural que salva a los aptos, condena a los débiles;
doctrina que, llevada al terreno social por Gobineau, dio origen a la teoría del
ario puro, defendida por los ingleses, llevada a imposición aberrante por el
nazismo.
Contra esta teoría surgieron en Francia biólogos como Leclerc du Sablon y Noüy,
que interpretan la evolución en forma diversa del darwinismo, acaso opuesta al
darwinismo. Por su parte, los hechos sociales de los últimos años, muy
particularmente el fracaso de la última gran guerra, que a todos dejó
disgustados, cuando no arruinados, han determinado una corriente de doctrinas
más humanas. Y se da el caso de que aún darwinistas distinguidos viejos
sostenedores del espencerianismo, que desdeñaban a las razas de color y a las
mestizas, militan hoy en asociaciones internacionales que, como la Unesco,
proclaman la necesidad de abolir toda discriminación racial y de educar a todos
los hombres en la igualdad, lo que no es otra cosa que la vieja doctrina
católica que afirmó la actitud del indio para los sacramentos y por lo mismo su
derecho de casarse con blanca o con amarilla.
Vuelve, pues, la doctrina política reinante a reconocer la legitimidad de los
mestizajes y con ello sienta las bases de una fusión interracial reconocida por
el Derecho. Si a esto se añade que las comunicaciones modernas tienden a
suprimir las barreras geográficas y que la educación generalizada contribuirá a
elevar el nivel económico de todos los hombres, se comprenderá que lentamente
irán desapareciendo los obstáculos para la fusión acelerada de las estirpes.
Las circunstancias actuales favorecen, en consecuencia, el desarrollo de las
relaciones sexuales internacionales, lo que presta apoyo inesperado a la tesis
que, a falta de nombre mejor, titulé: de la Raza Cósmica futura.
Queda, sin embargo, por averiguar si la mezcla ilimitada e inevitable es un
hecho ventajoso para el incremento de la cultura o si, al contrario, ha de
producir decadencias, que ahora ya no sólo serían nacionales, sino mundiales.
Problema que revive la pregunta que se ha hecho a menudo el mestizo: “¿Puede
compararse mi aportación a la cultura con la obra de las raza relativamente
puras que han hecho la historia hasta nuestros días, los griegos, los romanos,
los europeos?” Y dentro de cada pueblo, ¿cómo se comparan los periodos de
mestizaje con los periodos de homogeneidad racial creadora?
A fin de no extendernos demasiado, nos limitaremos a observar algunos ejemplos.
Comenzando por la raza más antigua de la Historia, la de los egipcios,
observaciones recientes han demostrado que fue la egipcia una civilización que
avanzó de sur a norte, desde el Alto Nilo al Mediterráneo. Una raza bastante
blanca y relativamente homogénea creo en torno de Luxor un primer gran imperio
floreciente. Guerras y conquistas debilitaron aquel imperio y lo pusieron a
merced de la penetración negra, pero el avance hacia el norte no se interrumpió.
Sin embargo, durante una etapa de varios siglos, la decadencia de la cultura fue
evidente. Se presume, entonces, que ya para la época del segundo imperio se
había formado una raza nueva, mestiza, con caracteres mezclados de blanco y de
negro, que es la que produce el segundo imperio, más avanzado y floreciente que
el primero. La etapa en que se construyeron las pirámides, y en que la
civilización egipcia alcanza su cumbre, es una etapa mestiza.
Los historiadores griegos están hoy de acuerdo en que la edad de oro de la
cultura helénica aparece como el resultado de una mezcla de razas, en la cual,
sin embargo, no se presenta el contraste del negro y el blanco, sino que más
bien se trata de una mezcla de razas de color claro. Sin embargo, hubo mezcla de
linajes y de corrientes.
La civilización griega decae al extenderse el Imperio con Alejandro y esto
facilita la conquista romana. En las tropas de Julio César ya se advierte el
nuevo mestizaje romano de galos, españoles, británicos y aun germanos, que
colaboran en las hazañas del Imperio y convierten a Roma en centro cosmopolita.
Sabido es que hubo emperadores de sangre hispano-romana. De todas maneras, los
contrastes no eran violentos, ya que la mezcla en lo esencial era de razas
europeas.
Las invasiones de los bárbaros, al mezclarse con los aborígenes, galos,
hispanos, celtas, toscanos, producen las nacionalidades europeas, que han sido
la fuente de la cultura moderna.
Pasando al Nuevo Mundo, vemos que la poderosa nación estadounidense no has sido
otra cosa que crisol de razas europeas. Los negros, en realidad, se han
mantenido aparte en lo que hace a la creación del poderío, sin que deje de tener
importancia la penetración espiritual que han consumado a través de la música,
el baile y no pocos aspectos de las sensibilidad artística.
Después de los Estados Unidos, la nación de más vigoroso empuje es la República
Argentina, en donde se repite el caso de una mezcla de razas afines, todas de
origen europeo, con predominio de tipo mediterráneo; el revés de los Estados
Unidos, en donde predomina el nórdico.
Resulta entonces fácil afirmar que es fecunda la mezcla de los linajes similares
y que es dudosa la mezcla de tipos muy distantes, según ocurrió en el trato de
españoles y de indígenas americanos. El atraso de los pueblos hispanoamericanos,
donde predomina el elemento indígena, es difícil de explicar, como no sea
remontándonos al primer ejemplo citado de la civilización egipcia. Sucede que el
mestizaje de factores muy disímiles tarda mucho tiempo en plasmar. Entre
nosotros, el mestizaje se suspendió antes de que acabase de estar formado el
tipo racial, con motivo de la exclusión de los españoles, decretada con
posterioridad a la independencia. En pueblos como Ecuador o el Perú, la pobreza
del terreno, además de los motivos políticos, contuvo la inmigración española.
En todo caso, la conclusión más optimista que se puede derivar de los hechos
observados es que aun los mestizajes más contradictorios pueden resolverse
benéficamente siempre que el factor espiritual contribuya a levantarlos. En
efecto, la decadencia de los pueblos asiáticos es atribuible a su aislamiento,
pero también, y sin duda, en primer término, al hecho de que no han sido
cristianizados. Una religión como la cristiana hizo avanzar a los indios
americanos, en pocas centuria, desde el canibalismo hasta la relativa
civilización.
EL MESTIZAJE
ORIGEN Y OBJETO DEL CONTINENTE. LATINOS Y SAJONES.
PROBABLE MISION DE AMBAS RAZAS. LA QUINTA RAZA
O RAZA COSMICA
I
Opinan geólogos autorizados que el continente americano contiene algunas de las
más antiguas zonas del mundo. La masa de los Andes es, sin duda, tan vieja como
la que más del planeta. Y si la tierra es antigua, también las trazas de vida y
de cultura humana se remontan adonde no alcanzan los cálculos. Las ruinas
arquitectónicas de mayas, quechuas y toltecas legendarios son testimonio de vida
civilizada anterior a las más viejas fundaciones de los pueblos del Oriente y de
Europa. A medida que las investigaciones progresan, se afirma la hipótesis de la
Atlántida, como cuna de una civilización que hace millares de años floreció en
el continente desaparecido y en parte de lo que es hoy América. El pensamiento
de la Atlántida evoca el recuerdo de sus antecedentes misteriosos. El continente
hiperbóreo desaparecido, sin dejar otras huellas que los rastros de vida y de
cultura que a veces se descubren bajo las nieves de Groenlandia; los lemurianos
o raza negra del Sur; la civilización atlántida de los hombres rojos; en seguida
la aparición de los amarillos, y por último, la civilización de los blancos.
Explica mejor el proceso de los pueblos esta profunda hipótesis legendaria que
las elucubraciones de geólogos como Ameghino, que ponen el origen del hombre en
la Patagonia, una tierra que desde luego se sabe es de formación geológica
reciente. En cambio, la versión de los Imperios étnicos de la prehistoria se
afirma extraordinariamente con la teoría de Wegener de la traslación de los
continentes. Según esta tesis, todas las tierras estaban unidas, formando un
solo continente, que se ha ido disgregando. Es entonces fácil suponer que en
determinada región de una masa continua se desarrollaba una raza que después de
progresar y decaer era sustituida por otra, en vez de recurrir a la hipótesis de
las emigraciones de un continente a otro por medio de puentes desaparecidos.
También es curioso advertir otra coincidencia de la antigua tradición con los
datos más modernos de la geología, pues según el mismo Wegener, la comunicación
entre Australia, la India y Madagascar se interrumpió antes que la comunicación
entre la América del Sur y el Africa. Lo cual equivale a confirmar que el sitio
de la civilización lemuriana desapareció antes de que floreciera la Atlántida, y
también que el último continente desaparecido es la Atlántida, puesto que las
exploraciones científicas han venido a demostrar que es el Atlántico el mar de
formación más reciente.
Confundidos más o menos los antecedentes de esta teoría en una tradición tan
oscura como rica de sentido, queda, sin embargo, viva la leyenda de una
civilización nacida de nuestros bosques o derramada hasta ellos después de un
poderoso crecimiento, y cuyas huellas están aún visibles en Chichén Itza y en
Palenque y en todos los sitios donde perdura el misterio atlante. El misterio de
los hombres rojos que después de dominar el mundo, hicieron grabar los preceptos
de su sabiduría en la tabla de Esmeralda, alguna maravillosa esmeralda
colombiana, que a la hora de las conmociones telúricas fue llevada al Egipto,
donde Hermes y sus adeptos conocieron y transmitieron sus secretos.
Si, pues, somos antiguos geológicamente y también en lo que respecta a la
tradición, ¿cómo podremos seguir aceptando esta ficción inventada por nuestros
padres europeos, de la novedad de un continente que existía desde antes de que
apareciese la tierra de donde procedían descubridores y reconquistadores?
La cuestión tiene una importancia enorme para quienes se empeñan, buscar un plan
en la Historia. La comprobación de la gran antigüedad de nuestro continente
parecerá ociosa a los que no ven en los sucesos sino una cadena fatal de
repeticiones sin objeto. Con pereza contemplaríamos la obra de la civilización
contemporánea si los palacios toltecas no nos dijesen otra cosa que el que las
civilizaciones pasan sin dejar más fruto que unas cuantas piedras labradas
puestas unas sobre otras, o formando techumbre de bóveda arqueada, o de dos
superficies que se encuentran en ángulo. ¿A qué volver a comenzar, si dentro de
cuatro o cinco mil anos otros nuevos emigrantes divertirán sus ocios cavilando
sobre los restos de nuestra trivial arquitectura contemporánea? La historia
científica se confunde y deja sin respuesta todas estas cavilaciones. La
historia empírica, enferma de miopía, se pierde en el detalle, pero no acierta a
determinar un solo antecedente de los tiempos históricos. Huye de las
conclusiones generales, de las hipótesis trascendentales, pero cae en la
puerilidad de la descripción de los utensilios y de los índices cefálicos y
tantos otros pormenores, meramente externos, que carecen de importancia si se
les desliga de una teoría vasta y comprensiva.
Sólo un salto del espíritu, nutrido de datos, podrá darnos una visión que nos
levante por encima de la microideologia del especialista. Sondeamos entonces en
el conjunto de los sucesos para descubrir en ellos una dirección, un ritmo y un
propósito. Y justamente allí donde nada descubre el analista, el sintetizador y
el creador se iluminan.
Ensayemos, pues, explicaciones, no con fantasía de novelista, pero sí con una
intuición que se apoya en los datos de la historia y la ciencia.
La raza que hemos convenido en llamar atlántida prosperó y decayó en América.
Después de un extraordinario florecimiento, tras de cumplir su ciclo, termines
su misión particular, entró en silencio y fue decayendo hasta quedar reducida a
los menguados Imperios azteca e inca, indignos totalmente de la antigua y
superior cultura. Al decaer los atlantes, la civilización intensa se trasladó a
otros sitios y cambió de estirpes; deslumbró en Egipto; se ensanchó en la India
y en Grecia injertando en razas nuevas. El ario, mezclándose con los dravidios,
produjo el indostán, y a la vez, mediante otras mezclas, creó la cultura
helénica. En Grecia se funda el desarrollo de la civilización occidental o
europea, la civilización blanca, que al expandirse llegó hasta las playas
olvidadas del continente americano para consumar una obra de recivilización y
repoblación. Tenemos entonces las cuatro etapas y los cuatro troncos: el negro,
el indio, el mogol y el blanco. Este último, después de organizarse en Europa,
se ha convertido en invasor del mundo, y se ha creído llamado a predominar lo
mismo que lo creyeron las razas anteriores, cada una en la época de su poderío.
Es claro que el predominio del blanco será también temporal, pero su misión es
diferente de la de sus predecesores; su misión es servir de puente. El blanco ha
puesto al mundo en situación de que todos los tipos y todas las culturas puedan
fundirse. La civilización conquistada por los blancos, organizada por nuestra
época, ha puesto las bases materiales y morales para la unión de todos los
hombres en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación de
todo lo pasado.
La cultura del blanco es emigradora; pero no fue Europa en conjunto la encargada
de iniciar la reincorporación del mundo rojo a las modalidades de la cultura
preuniversal, representada, desde hace siglos, por el blanco. La misión
trascendental correspondió a las dos más audaces ramas de la familia europea; a
los dos tipos humanos más fuertes y más disímiles: el español y el inglés.
* * *
Desde los primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista, fueron
castellanos y británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los
portugueses y por otra al holandés, los que consumaron la tarea de iniciar un
nuevo período de la Historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque
ellos mismos solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de
cultura, en realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva
transformación. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se
apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los
ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más
aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase
el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el comercio.
El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera
sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre
Portugal y España, que unos siglos más tarde, ya no seria el Nuevo Mundo
portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los
humildes colonos del Hudson y el Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían
apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta
formar la República que hoy constituye uno de los mayores imperios de la
Historia.
Pugna de latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, sigue siendo nuestra
época; pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha
secular que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la
derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio del conflicto comienza a
desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios
fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos
distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el
conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los
siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de
salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos
perdiendo, no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos
de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños
y vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión de los valores y los
conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el
comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua
grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera
advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los
unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto, que, sin darnos
cuenta, servimos los fines de la política enemiga, de batirnos en detalle, de
ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro
se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate,
ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas
el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia,
vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios
falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro
nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival
en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas de la
Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos
hábiles. Sin embargo, nos ufanamos, cada uno, de nuestro humilde trapo, que dice
ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia delante
de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad
sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos
mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o
de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión sajona. Ni siquiera se
ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos,
porque no ha querido darnos su venia un extraño, y porque nos falta el
patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de
pensamiento creador y un exceso de afán critico, que por cierto tomamos prestado
de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se
niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos
que a la hora de obrar, y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el
inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de Australia, y entonces el
yanqui se siente tan inglés como el inglés en Inglaterra. Nosotros no seremos
grandes mientras el español de la América no se sienta tan español como los
hijos de España. Lo cual no impide que seamos distintos cada vez que sea
necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión común. Así es menester que
procedamos, si hemos de lograr que la cultura ibérica acabe de dar todos sus
frutos, si hemos de impedir que en la América triunfe sin oposición la cultura
sajona. Inútil es imaginar otras soluciones. La civilización no se improvisa ni
se trunca, ni puede hacerse partir del papel de una constitución política; se
deriva siempre de una larga, de una secular preparación y depuración de
elementos que se transmiten y se combinan desde los comienzos de la historia.
Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de
independencia del padre Hidalgo, o con la conspiración de Quito; o con las
hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos en Cuauhtemoc y en Atahualpa no
tendrá sostén, y al mismo tiempo es necesario remontarlo a su fuente hispánica y
educarlo en las enseñanzas que deberíamos derivar de las derrotas, que son
también nuestras, de las derrotas de la Invencible y de Trafalgar. Si nuestro
patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de
latinos y sajones, jamas lograremos que sobrepase los caracteres de un
regionalismo sin aliento universal y lo veremos fatalmente degenerar en
estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente de molusco que se apega
a su roca.
Para no tener que renegar alguna vez de la patria misma es menester que vivamos
conforme al alto interés de la raza, aun cuando éste no sea todavía el más alto
interés de la Humanidad. Es claro que el corazón sólo se conforma con un
internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo, el
internacionalismo sólo serviría para acabar de consumar el triunfo de las
naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés. Los mismos
rusos, con sus doscientos millones de población, han tenido que aplazar su
internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar nacionalidades oprimidas como
la India y Egipto. A la vez han reforzado su propio nacionalismo para defenderse
de una desintegración que sólo podría favorecer a los grandes Estados
imperialistas. Resultaría, pues, infantil que pueblos débiles como los nuestros
se pusieran a renegar de todo lo que les es propio, en nombre de propósitos que
no podrían cristalizar en realidad. El estado actual de la civilización nos
impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de intereses
materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo persiga
finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido con
la Independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino
histórico universal.
En Europa se decidió la primera etapa del profundo conflicto y nos tocó perder.
Después, así que todas las ventajas estaban de nuestra parte en el Nuevo Mundo,
ya que España había dominado la América, la estupidez napoleónica fue causa de
que la Luisiana se entregara a los ingleses del otro lado del mar, a los
yanquis, con lo que se decidió en favor del sajón la suerte del Nuevo Mundo. El
“genio de la guerra” no miraba más allá de las miserables disputas de fronteras
entre los estaditos de Europa y no se dio cuenta de que la causa de la
latinidad, que él pretendía representar, fracasó el mismo día de la proclamación
del Imperio por el solo hecho de que los destinos comunes quedaron confiados a
un incapaz. Por otra parte, el prejuicio europeo impidió ver que en América
estaba ya planteado, con caracteres de universalidad, el conflicto que Napoleón
no pudo ni concebir en toda su trascendencia. La tontería napoleónica no pudo
sospechar que era en el Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las
razas de Europa, y al destruir de la manera más inconsciente el poderío francés
de la América debilitó también a los españoles; nos traicionó, nos puso a merced
del enemigo común. Sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como imperio
mundial, y la Luisiana, todavía francesa, tendría que ser parte de la
Confederación Latinoamericana. Trafalgar entonces hubiese quedado burlado. Nada
de esto se pensó siquiera, porque el destino de la raza estaba en manos de un
necio; porque el cesarismo es el azote de la raza latina.
La traición de Napoleón a los destinos mundiales de Francia hirió también de
muerte al Imperio español de América en los instantes de su mayor debilidad. Las
gentes de habla inglesa se apoderan de la Luisiana sin combatir y reservando sus
pertrechos para la ya fácil conquista de Texas y California. Sin la base del
Misisipí, los ingleses, que se llaman asimismo yanquis por una simple riqueza de
expresión, no hubieran logrado adueñarse del Pacifico, no serían hoy los amos
del continente, se habrían quedado en una especie de Holanda trasplantada a la
América, y el Nuevo Mundo sería español y francés. Bonaparte lo hizo sajón.
Claro que no sólo las causas externas, los tratados, la guerra y la política
resuelven el destino de los pueblos. Los Napoleones no son más que membrete de
vanidades y corrupciones. La decadencia de las costumbres, la pérdida de las
libertades públicas y la ignorancia general causan el efecto de paralizar la
energía de toda una raza en determinadas épocas.
Los españoles fueron al Nuevo Mundo con el brío que les sobraba después del
éxito de la Reconquista. Los hombres libres que se llamaron Cortés y Pizarro y
Albarazo y Belalcázar no eran césares ni lacayos, sino grandes capitanes que al
ímpetu destructivo adunaban el genio creador. En seguida de la victoria trazaban
el piano de las nuevas ciudades y redactaban los estatutos de su fundación. Más
tarde, a la hora de las agrias disputas con la Metrópoli, sabían devolver
injuria por injuria, como lo hizo uno de los Pizarros en un célebre juicio.
Todos ellos se sentían los iguales ante el rey, como se sintió el Cid, como se
sentían los grandes escritores del siglo de oro, como se sienten en las grandes
épocas todos los hombres libres.
Pero a medida que la conquista se consumaba, toda la nueva organización iba
quedando en manos de cortesanos y validos del monarca. Hombres incapaces ya no
digo de conquistar, ni siquiera de defender lo que otros conquistaron con
talento y arrojo. Palaciegos degenerados, capaces de oprimir y humillar al
nativo, pero sumisos al poder real, ellos y sus amos no hicieron otra cosa que
echar a perder la obra del genio español en América. La obra portentosa iniciada
por los férreos conquistadores y consumada por los sabios y abnegados misioneros
fue quedando anulada. Una serie de monarcas extranjeros, tan justicieramente
pintados por Velázquez y Goya, en compañía de enanos, bufones y cortesanos,
consumaron el desastre de la administración colonial. La manía de imitar al
Imperio romano, que tanto daño ha causado lo mismo en España que en Italia y en
Francia; el militarismo y el absolutismo, trajeron la decadencia en la misma
época en que nuestros rivales, fortalecidos por la virtud, crecían y se
ensanchaban en libertad.
Junto con la fortaleza material se les desarrolló el ingenio práctico, la
intuición del éxito. Los antiguos colonos de Nueva Inglaterra y de Virginia se
separaron de Inglaterra, pero sólo para crecer mejor y hacerse más fuertes. La
separación política nunca ha sido entre ellos obstáculo para que en el asunto de
la común misión étnica se mantengan unidos y acordes. La emancipación, en vez de
debilitar a la gran raza, la bifurcó, la multiplicó, la desbordó poderosa sobre
el mundo; desde el núcleo imponente de uno de los más grandes Imperios que han
conocido los tiempos. Y ya desde entonces, lo que no conquista el inglés en las
Islas, se lo toma y lo guarda el inglés del nuevo continente.
En cambio, nosotros los españoles, por la sangre, o por la cultura, a la hora de
nuestra emancipación comenzamos por renegar de nuestras tradiciones; rompimos
con el pasado y no faltó quien renegara la sangre diciendo que hubiera sido
mejor que la conquista de nuestras regiones la hubiesen consumado los ingleses.
Palabras de traición que se excusan por el asco que engendra la tiranía, y por
la ceguedad que trae la derrota. Pero perder por esta suerte el sentido
histórico de una raza equivale a un absurdo, es lo mismo que negar a los padres
fuertes y sabios cuando somos nosotros mismos, no ellos, los culpables de la
decadencia.
De todas maneras las predicas desespañolizantes y el inglesamiento correlativo,
hábilmente difundido por los mismos ingleses, pervirtió nuestros juicios desde
el origen: nos hizo olvidar que en los agravios de Trafalgar también tenemos
parte. La injerencia de oficiales ingleses en los Estados Mayores de los
guerreros de la Independencia hubiera acabado por deshonrarnos, si no fuese
porque la vieja sangre altiva revivía ante la injuria y castigaba a los piratas
de Albión cada vez que se acercaban con el propósito de consumar un despojo. La
rebeldía ancestral supo responder a cañonazos lo mismo en Buenos Aires que en
Veracruz, en La Habana, o en Campeche y Panamá, cada vez que el corsario inglés,
disfrazado de pirata para eludir las responsabilidades de un fracaso, atacaba,
confiado en lograr, si vencía, un puesto de honor en la nobleza británica.
A pesar de esta firme cohesión ante un enemigo invasor, nuestra guerra de
Independencia se vio amenguada por el provincialismo y por la ausencia de planes
trascendentales. La raza que había soñado con el imperio del mundo, los
supuestos descendientes de la gloria romana, cayeron en la pueril satisfacción
de crear nacioncitas y soberanías de principado, alentadas por almas que en cada
cordillera veían un muro y no una cúspide. Glorias balcánicas soñaron nuestros
emancipadores, con la ilustre excepción de Bolívar, y Sucre y Petion el negro, y
media docena más, a lo sumo. Pero los otros, obsesionados por el concepto local
y enredados en una confusa fraseología seudo revolucionaria, sólo se ocuparon en
empequeñecer un conflicto que pudo haber sido el principio del despertar de un
continente. Dividir, despedazar el sueno de un gran poderío latino, tal parecía
ser el propósito de ciertos prácticos ignorantes que colaboraron en la
Independencia, y dentro de ese movimiento merecen puesto de honor; pero no
supieron, no quisieron ni escuchar las advertencias geniales de Bolívar.
Claro que en todo proceso social hay que tener en cuenta las causas profundas,
inevitables, que determinan un memento dado. Nuestra geografía, por ejemplo, era
y sigue siendo un obstáculo de la unión; pero si hemos de dominarlo, será
menester que antes pongamos en orden al espíritu, depurando las ideas y
señalando orientaciones precisas. Mientras no logremos corregir los conceptos,
no será posible que obremos sobre el medio físico en tal forma que lo hagamos
servir a nuestro propósito.
En México, por ejemplo, fuera de Mina, casi nadie pensó en los intereses del
continente; peor aun, el patriotismo vernáculo estuvo enseñando, durante un
siglo, que triunfamos de España gracias al valor indomable de nuestros soldados,
y casi ni se mencionan las Cortes de Cádiz, ni el levantamiento contra Napoleón,
que electrizó a la raza, ni las victorias y martirios de los pueblos hermanos
del continente. Este pecado, común a cada una de nuestras patrias, es resultado
de épocas en que la Historia se escribe para halagar a los déspotas. Entonces la
patriotería no se conforma con presentar a sus héroes como unidades de un
movimiento continental, y los presenta autónomos, sin darse cuenta que al obrar
de esta suerte los empequeñece en vez de agrandarlos.
Se explican también estas aberraciones porque el elemento indígena no se había
fusionado, no se ha fusionado aún en su totalidad, con la sangre española; pero
esta discordia es más aparente que real. Háblese al más exaltado indianista de
la conveniencia de adaptarnos a la latinidad y no opondrá el menor reparo;
dígasele que nuestra cultura es española y en seguida formular objeciones.
Subsiste la huella de la sangre vertida: huella maldita que no borran los
siglos, pero que el peligro común debe anular. Y no hay otro recurso. Los mismos
indios puros están españolizados, están latinizados, como está latinizado el
ambiente. Dígase lo que se quiera, los rojos, los ilustres atlantes de quienes
viene el indio, se durmieron hace millares de años para no despertar. En la
Historia no hay retornos, porque toda ella es transformación y novedad. Ninguna
raza vuelve; cada una plantea su misión, la cumple y se va. Esta verdad rige lo
mismo en los tiempos bíblicos que en los nuestros, todos los historiadores
antiguos la han formulado. Los días de los blancos puros, los vencedores de hoy,
están tan contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al cumplir su
destino de mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases
de un período nuevo, el periodo de la fusión y la mezcla de todos los pueblos.
El indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura
moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la civilización latina.
También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención
posterior en el alma de sus hermanos de las otras castas, y se confundirá y se
perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada
una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el
genio.
* * *
En el proceso de nuestra misión étnica, la guerra de emancipación de España
significa una crisis peligrosa. No quiero decir con esto que la guerra no debió
hacerse ni que no debió triunfar. En determinadas épocas el fin trascendente
tiene que quedar aplazado; la raza espera, en tanto que la patria urge, y la
patria es el presente inmediato e indispensable. Era imposible seguir
dependiendo de un cetro que de tropiezo en tropiezo y de descalabro en bochorno
había ido bajando hasta caer en las manos sin honra de un Fernando VII. Se pudo
haber tratado en las Cortes de Cádiz para organizar una libre Federación
Castellana; no se podía responder a la Monarquía sino batiéndole sus enviados.
En este punto la visión de Mina fue cabal: implantar la libertad en el Nuevo
Mundo v derrocar después la Monarquía en España. Ya que la imbecilidad de la
época impidió que se cumpliera este genial designio, procuremos al menos tenerlo
presente. Reconozcamos que fue una desgracia no haber procedido con la cohesión
que demostraron los del Norte; la raza prodigiosa, a la que solemos llenar de
improperios, sólo porque nos ha ganado cada partida de la lucha secular. Ella
triunfa porque aduna sus capacidades prácticas con la visión clara de un gran
destino. Conserva presente la intuición de una misión histórica definida, en
tanto que nosotros nos perdemos en el laberinto de quimeras verbales. Parece que
Dios mismo conduce los pasos del sajonismo, en tanto que nosotros nos matamos
por el dogma o nos proclamamos ateos. ¡Cómo deben de reír de nuestros desplantes
y vanidades latinas estos fuertes constructores de imperios! Ellos no tienen en
la mente el lastre ciceroniano de la fraseología, ni en la sangre los instintos
contradictorios de la mezcla de razas disímiles; pero cometieron el pecado de
destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da
derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia.
De aquí que los tropiezos adversos no nos inclinen a claudicar; vagamente
sentimos que han de servirnos para descubrir nuestra ruta. Precisamente, en las
diferencias encontramos el camino; si no más imitamos, perdemos; si descubrimos,
si creamos, triunfaremos. La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor
facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización,
con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un
nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el
múltiple y rico plasma de la Humanidad futura. Comienza a advertirse este
mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles
crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a
través del soldado que engendraba familia indígena y la cultura de Occidente por
medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en
condiciones de generar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno. La
colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su
responsabilidad y define su porvenir. El inglés siguió cruzándose sólo con el
blanco, y exterminó al indígena; lo sigue exterminando en la sorda lucha
económica, más eficaz que la conquista armada. Esto prueba su limitación y es el
indicio de su decadencia. Equivale, en grande, a los matrimonios incestuosos de
los Faraones, que minaron la virtud de aquella raza, y contradice el fin
ulterior de la Historia, que es lograr la fusión de los pueblos y las culturas.
Hacer un mundo inglés; exterminar a los rojos, para que en toda la América se
renueve el norte de Europa, hecho de blancos puros, no es más que repetir el
proceso victorioso de una raza vencedora. Ya esto lo hicieron los rojos; lo han
hecho o lo han intentado todas las razas fuertes y homogéneas; pero eso no
resuelve el problema humano; para un objetivo tan menguado no se quedó en
reserva cinco mil años la América. El objeto del continente nuevo y antiguo es
mucho más importante. Su predestinación obedece al designio de constituir la
cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos, para reemplazar
a las cuatro que aisladamente han venido forjando la Historia. En el suelo de
América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el
triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes.
Y se engendrará de tal suerte el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de
la Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo.
Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de
América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la
garantía de nuestro triunfo.
En el mismo período caótico de la Independencia, que tantas censuras merece, se
advierten, sin embargo, vislumbres de ese afán de universalidad que ya anuncia
el deseo de fundir lo humano en un tipo universal y sintético. Desde luego,
Bolívar, en parte porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos en
nacionalidades aisladas, y también por su don de profecía, formuló aquel plan de
federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten.
Y si los demás caudillos de la independencia latinoamericana, en general, no
tuvieron un concepto claro del futuro, si es verdad que, llevados del
provincialismo, que hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se
titula soberanía nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte
inmediata de su propio pueblo, también es sorprendente observar que casi todos
se sintieron animados de un sentimiento humano universal que coincide con el
destino que hoy asignamos al continente iberoamericano. Hidalgo, Morelos,
Bolívar, Petion el haitiano, los argentinos en Tucumán, Sucre, todos se
preocuparon de libertar a los esclavos, de declarar la igualdad de todos los
hombres por derecho natural; la igualdad social y cívica de los blancos, negros
e indios. En un instante de crisis histórica, formularon la misión trascendental
asignada a aquella zona del globo: misión de fundir étnica y espiritualmente a
las gentes.
De tal suerte se hizo en el bando latino lo que nadie ni pensó hacer en el
continente sajón. Allí siguió imperando la tesis contraria, el propósito
confesado o tácito de limpiar la tierra de indios, mogoles y negros, para mayor
gloria y ventura del blanco. En realidad, desde aquella época quedaron bien
definidos los sistemas que, perdurando hasta la fecha, colocan en campos
sociológicos opuestos a las dos civilizaciones: la que quiere el predominio
exclusivo del blanco, y la que está formando una raza nueva, raza de síntesis,
que aspira a englobar y expresar todo lo humano en maneras de constante
superación. Si fuese menester aducir pruebas, bastaría observar la mezcla
creciente y espontánea que en todo el continente latino se opera entre todos los
pueblos, y por la otra parte, la línea inflexible que separa al negro del blanco
en los Estados Unidos, y las leyes, cada vez más rigurosas, para la exclusión de
los japoneses y chinos de California.
Los llamados latinos, tal vez porque desde un principio no son propiamente tales
latinos, sino un conglomerado de tipos y razas, persisten en no tomar muy en
cuenta el factor étnico para sus relaciones sexuales. Sean cuales fueren las
opiniones que a este respecto se emitan, y aun la repugnancia que el prejuicio
nos causa, lo cierto es que se ha producido y se sigue consumando la mezcla de
sangres. Y es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo
fundamental de la idiosincrasia iberoamericana. Ocurrirá algunas veces, y ha
ocurrido ya, en efecto, que la competencia económica nos obligue a cerrar
nuestras puertas, tal como lo hace el sajón, a una desmedida irrupción de
orientales. Pero al preceder de esta suerte, nosotros no obedecemos más que a
razones de orden económico; reconocemos que no es justo que pueblos como el
chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los
ratones, vengan a degradar la condición humana, justamente en los instantes en
que comenzamos a comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular
bajos instintos zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de
la vida. Si los rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se
multiplica menos y siente el horror del numero, por lo mismo que ha llegado a
estimar la calidad. En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos, por el mismo
temor del desbordamiento físico propio de las especies superiores; pero también
lo hacen porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serian
incapaces de cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a
bailar con oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados,
inteligentes y, a su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del
mundo. Sin embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello.
Tampoco es fácil convencer al sajón de que si el amarillo y el negro tienen su
tufo, también el blanco lo tiene para el extraño, aunque nosotros no nos demos
cuenta de ello. En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la
repulsión de una sangre que se encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil
puentes para la fusión sincera y cordial de todas las razas. El amurallamiento
étnico de los del Norte frente a la simpatía mucho más fácil de los del Sur, tal
es el dato más importante y a la vez el más favorable para nosotros, si se
reflexiona, aunque sea superficialmente, en el porvenir. Pues se verá en seguida
que somos nosotros de mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer. Acabaran de
formar los yanquis el último gran imperio de una sola raza: el imperio final del
poderío blanco. Entre tanto, nosotros seguiremos padeciendo en el vasto caos de
una estirpe en formación, contagiados de la levadura de todos los tipos, pero
seguros del avatar de una estirpe mejor. En la América española ya no repetirá
la Naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será la raza de un solo color,
de rasgos particulares, la que en esta vez salga de la olvidada Atlántida; no
será la futura ni una quinta ni una sexta raza, destinada a prevalecer sobre sus
antecesoras; lo que de allí va a salir es la raza definitiva, la raza síntesis o
raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo
mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión realmente universal.
Para acercarnos a este propósito sublime es preciso ir creando, como si
dijéramos, el tejido celular que ha de servir de carne y sostén a la nueva
aparición biológica. Y a fin de crear ese tejido proteico, maleable, profundo,
etéreo y esencial, será menester que la raza iberoamericana se penetre de su
misión y la abrace como un misticismo.
Quizá no haya nada inútil en los procesos de la Historia; nuestro mismo
aislamiento material y el error de crear naciones nos ha servido, junto con la
mezcla original de la sangre, para no caer en la limitación sajona de constituir
castas de raza pura. La Historia demuestra que estas selecciones prolongadas y
rigurosas dan tipos de refinamiento físico, curiosos, pero sin vigor; bellos con
una extraña belleza, como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la postre
decadentes. Jamás se ha visto que aventajen a los otros hombres ni en talento,
ni en bondad, ni en vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es mucho más
atrevido, rompe los prejuicios antiguos, y casi no se explicaría, si no se
fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es la
del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del
porvenir.
Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados
Unidos son otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría
otra cosa que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos
rivales acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley
natural de los choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la
lucha, particularmente cuando ellas se trasladan al campo del espíritu, sirven
para definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su
destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación.
La misión del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más
inmediata y ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir
el ejemplo de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa, en la
región del continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al
cenit. He ahí por qué la historia de Norteamérica es como un ininterrumpido y
vigoroso allegro de marcha triunfal.
¡Cuán distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan el profundo
scherzo de una sinfonía infinita y honda: voces que traen acentos de la
Atlántida; abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace
tantos miles de años, y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su
alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro
del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve
esta quietud de infinito con la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido
de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el
mogol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un
ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene
asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan
estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana desde los días de la
cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza
sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no desea tenerlo
todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y
aunque es el último en venir parece el más próximo pariente. Tantos que han
venido y otros más que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón
sensible y ancho que todo lo abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de
vigor, impone leyes nuevas al mundo. Y presentimos como otra cabeza, que
dispondrá de todos los ángulos, para cumplir el prodigio de superar a la esfera.
II
Después de examinar las potencialidades remotas y próximas de la raza mixta que
habita el continente iberoamericano y el destino que la lleva a convertirse en
la primera raza síntesis del globo, se hace necesario investigar si el medio
físico en que se desarrolla dicha estirpe corresponde a los fines que le marca
su biótica. La extensión de que ya dispone es enorme; no hay, desde luego,
problema de superficie. La circunstancia de que sus costas no tienen muchos
puertos de primera clase, casi no tiene importancia, dados los adelantos
crecientes de la ingeniería. En cambio, lo que es fundamental abunda en cantidad
superior, sin duda, a cualquiera otra región de la tierra; recursos naturales,
superficie cultivable y fértil, agua y clima. Sobre este último factor se
adelantará, desde luego, una objeción: el clima, se dirá, es adverso a la nueva
raza, porque la mayor parte de las tierras disponibles está situada en la región
más cálida del globo. Sin embargo, tal es, precisamente, la ventaja y el secreto
de su futuro. Las grandes civilizaciones se iniciaron entre trópicos y la
civilización final volverá al trópico. La nueva raza comenzará a cumplir su
destino a medida que se inventen los nuevos medios de combatir el calor en lo
que tiene de hostil para el hombre, pero dejándole todo su poderío benéfico para
la producción de la vida. El triunfo del blanco se inició con la conquista de la
nieve y del frío. La base de la civilización blanca es el combustible. Sirvió
primeramente de protección en los largos inviernos; después se advirtió que
tenía una fuerza capaz de ser utilizada no sólo en el abrigo sino también en el
trabajo; entonces nació el motor, y de esta suerte, del fogón y de la estufa
precede todo el maquinismo que está transformando al mundo. Una invención
semejante hubiera sido imposible en el cálido Egipto, y en efecto no ocurrió
allá, a pesar de que aquella raza superaba infinitamente en capacidad
intelectual a la raza inglesa. Para comprobar esta última afirmación basta
comparar la metafísica sublime del Libro de los Muertos de los sacerdotes
egipcios, con las chabacanerías del darwinismo spenceriano. El abismo que separa
a Spencer de Hermes Trimegisto no lo franquea el dolicocéfalo rubio ni en otros
mil años de adiestramiento y selección.
En cambio, el barco inglés, esa máquina maravillosa que procede de los tiriteos
del Norte, no la soñaron siquiera los egipcios. La lucha ruda contra el medio
obligó al blanco a dedicar sus actitudes a la conquista de la naturaleza
temporal, y esto precisamente constituye el aporte del blanco a la civilización
del futuro. El blanco enseñó el dominio de lo material. La ciencia de los
blancos invertirá alguna vez los métodos que empleó para alcanzar el dominio del
fuego y aprovechará nieves condensadas o corrientes de electroquimia, o gases
casi de magia sutil, para destruir moscas y alimañas, para disipar el bochorno y
la fiebre. Entonces la Humanidad entera se derramará sobre el trópico, y en la
inmensidad solemne de sus paisajes, las almas conquistarán la plenitud.
Los blancos intentarán, al principio, aprovechar sus inventos en beneficio
propio, pero como la ciencia ya no es esotérica, no será fácil que lo logren;
los absorberá la avalancha de todos los demás pueblos, y finalmente, deponiendo
su orgullo, entrarán con los demás a componer la nueva raza síntesis, la quinta
raza futura.
La conquista del trópico transformará todos los aspectos de la vida; la
arquitectura abandonará la ojiva, la bóveda, y en general, la techumbre, que
responde a la necesidad de buscar abrigo; se desarrollará otra vez la pirámide;
se levantarán columnatas en inútiles alardes de belleza, y quizá construcciones
en caracol, porque la nueva estética tratará de amoldarse a la curva sin fin de
la espiral, que representa el anhelo libre; el triunfo del ser en la conquista
del infinito. El paisaje pleno de colores y ritmos comunicará su riqueza a la
emoción; la realidad será como la fantasía. La estética de los nublados y de los
grises se verá como un arte enfermizo del pasado. Una civilización refinada e
intensa responderá a los esplendores de una Naturaleza henchida de potencias,
generosa de hábito, luciente de claridades. El panorama de Río de Janeiro actual
o de Santos con la ciudad y su bahía nos pueden dar una idea de lo que será ese
emporio futuro de la raza cabal, que está por venir.
Supuesta, pues, la conquista del trópico por medio de los recursos científicos,
resulta que vendrá un período en el cual la humanidad entera se establecerá en
las regiones cálidas del planeta. La tierra de promisión estará entonces en la
zona que hoy comprende el Brasil entero, más Colombia, Venezuela, Ecuador, parte
de Perú, parte de Bolivia y la región superior de la Argentina.
Existe el peligro de que la ciencia se adelante al proceso étnico, de suerte que
la invasión del trópico ocurra antes que la quinta raza acabe de formarse. Si
así sucede, por la posesión del Amazonas se librarán batallas que decidirán el
destino del mundo y la suerte de la raza definitiva. Si el Amazonas lo dominan
los ingleses de las islas o del continente, que son ambos campeones del blanco
puro, la aparición de la quinta raza quedará vencida. Pero tal desenlace
resultaría absurdo; la Historia no tuerce sus caminos; los mismos ingleses, en
el nuevo clima, se tornarían maleables, se volverían mestizos, pero con ellos el
proceso de integración y de superación sería más lento. Conviene, pues, que el
Amazonas sea brasileño, sea ibérico, junto con el Orinoco y el Magdalena. Con
los recursos de semejante zona, la más rica del globo en tesoros de todo género,
la raza síntesis podrá consolidar su cultura. El mundo futuro será de quien
conquiste la región amazónica. Cerca del gran río se levantará Universópolis y
de allí saldrán las predicaciones, las escuadras y los aviones de propaganda de
buenas nuevas. Si el Amazonas se hiciese inglés, la metrópoli del mundo ya no se
llamaría Universópolis, sino Anglotown, y las armadas guerreras saldrían de allí
para imponer en los otros continentes la ley severa del predominio del blanco de
cabellos rubios y el exterminio de sus rivales oscuros. En cambio, si la quinta
raza se adueña del eje del mundo futuro, entonces aviones y ejércitos irán por
todo el planeta, educando a las gentes para su ingreso a la sabiduría. La vida
fundada en el amor llegará a expresarse en formas de belleza.
Naturalmente, la quinta raza no pretenderá excluir a los blancos como no se
propone excluir a ninguno de los demás pueblos; precisamente, la norma de su
formación es el aprovechamiento de todas las capacidades para mayor integración
de poder. No es la guerra contra el blanco nuestra mira, pero sí una guerra
contra toda clase de predominio violento, lo mismo el del blanco que en su caso
el del amarillo, si el Japón llegare a convertirse en amenaza continental. Por
lo que hace al blanco y a su cultura, la quinta raza cuenta ya con ellos y
todavía espera beneficios de su genio. La América Latina debe lo que es al
europeo blanco y no va a renegar de él; al mismo norteamericano le debe gran
parte de sus ferrocarriles, y puentes y empresas, y de igual suerte necesita de
todas las otras razas. Sin embargo, aceptamos los ideales superiores del blanco,
pero no su arrogancia; queremos brindarle, lo mismo que a todas las gentes, una
patria libre, en la que encuentre hogar y refugio, pero no una prolongación de
sus conquistas. Los mismos blancos, descontentos del materialismo y de la
injusticia social en que ha caído su raza, la cuarta raza, vendrán a nosotros
para ayudar en la conquista de la libertad.
Quizás entre todos los caracteres de la quinta raza predominen los caracteres
del blanco, pero tal supremacía debe ser fruto de elección libre del gusto y no
resultado de la violencia o de la presión económica. Los caracteres superiores
de la cultura y de la naturaleza tendrán que triunfar, pero ese triunfo sólo
será firme si se funda en la aceptación voluntaria de la conciencia y en la
elección libre de la fantasía. Hasta la fecha, la vida ha recibido su carácter
de las potencias bajas del hombre; la quinta raza será el fruto de las potencias
superiores. La quinta raza no excluye, acapara vida; por eso la exclusión del
yanqui como la exclusión de cualquier otro tipo humano equivaldría a una
mutilación anticipada, más funesta aun que un corte posterior. Si no queremos
excluir ni a las razas que pudieran ser consideradas como inferiores, mucho
menos cuerdo seria apartar de nuestra empresa a una raza llena de empuje y de
firmes virtudes sociales.
Expuesta ya la teoría de la formación de la raza futura iberoamericana y la
manera como podrá aprovechar el medio en que vive, resta sólo considerar el
tercer factor de la transformación que se verifica en el nuevo continente; el
factor espiritual que ha de dirigir y consumar la extraordinaria empresa. Se
pensará, tal vez, que la ilusión de las distintas razas contemporáneas en una
nueva que complete y supere a todas, va a ser un proceso repugnante de anárquico
hibridismo, delante del cual, la práctica inglesa de celebrar matrimonios sólo
dentro de la propia estirpe se verá como un ideal de refinamiento y de pureza.
Los arios primitivos del Indostán ensayaran precisamente este sistema inglés,
para defenderse de la mezcla con las razas de color, pero como esas razas
oscuras poseían una sabiduría necesaria para completar la de los invasores
rubios, la verdadera cultura indostánica no se produjo sino después de que los
siglos consumaron la mezcla, a pesar de todas las prohibiciones escritas. Y la
mezcla fatal fue útil, no sólo por razones de cultura, sino porque el mismo
individuo físico necesita renovarse en sus semejantes. Los norteamericanos se
sostienen muy firmes en su resolución de mantener pura su estirpe, pero eso
depende de que tienen delante al negro, que es como el otro polo, como el
contrario de los elementos que pueden mezclarse. En el mundo iberoamericano, el
problema no se presenta con caracteres tan crudos; tenemos poquísimos negros y
la mayor parte de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas. El
indio es buen puente de mestizaje. Además, el clima cálido es propicio al trato
y reunión de todas las gentes. Por otra parte, y esto es fundamental, el cruce
de las distintas razas no va a obedecer a razones de simple proximidad, como
sucedía al principio, cuando el colono blanco tomaba mujer indígena o negra
porque no había otra a mano. En lo sucesivo, a medida que las condiciones
sociales mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto
que no estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en último caso; a la
curiosidad. El motivo espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las
contingencias de lo físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que
la reflexión, el gusto que dirige el misterio de la elección de una persona
entre una multitud.
III
Dicha ley del gusto, como norma de las relaciones humanas, la hemos enunciado en
diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales,
definidos, no a la manera comtiana, sino con una comprensión más vasta. Los tres
estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o
político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso que
gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad, y poco a poco va
sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la
fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al
encontrarse, combaten o se juntan sin más ley que la violencia y el poderío
relativo. Se exterminan unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la
conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas.
En semejante situación la mezcla de sangres se ha impuesto también por la fuerza
material, único elemento de cohesión de un grupo. No puede haber elección donde
el fuerte toma o rechaza, conforme a su capricho, la hembra sometida.
Por supuesto que ya desde ese período late en el fondo de las relaciones humanas
el instinto de simpatía que atrae o repele conforme a ese misterio que llamamos
el gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética; pero la sugestión
del gusto no constituye el móvil predominante del primer período, como no lo es
tampoco del segundo, sometido a la inflexible norma de la razón. También la
razón está contenida en el primer período, como origen de conducta y de acción
humana, pero es una razón débil, como el gusto oprimido; no es ello quien
decide, sino la fuerza, y a esa fuerza, comúnmente brutal, se somete el juicio,
convertido en esclavo de la voluntad primitiva. Corrompido así el juicio en
astucia, se envilece para servir la injusticia. En el primer período no es
posible trabajar por la fusión cordial de las razas, tanto porque la misma ley
de la violencia a que está sometido excluye las posibilidades de cohesión
espontánea, cuanto porque ni siquiera las condiciones geográficas permitían la
comunicación constante de todos los pueblos del planeta.
En el segundo período tiende a prevalecer la razón que artificiosamente
aprovecha las ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores. Las
fronteras se definen en tratados y las costumbres se organizan conforme a las
leyes derivadas de las conveniencias reciprocas y la lógica: el romanismo es el
más acabado modelo de este sistema social racional, aunque, en realidad, comenzó
antes de Roma y se prolonga todavía en esta época de las nacionalidades. En este
régimen, la mezcla de las razas obedece, en parte, al capricho de un instinto
libre que se ejerce por debajo de los rigores de la norma social, y obedece
especialmente a las conveniencias éticas o políticas del momento. En nombre de
la moral, por ejemplo, se imponen ligas matrimoniales difíciles de romper, entre
personas que no se aman; en nombre de la política se restringen libertades
interiores y exteriores; en nombre de la religión, que debiera ser la
inspiración sublime, se imponen dogmas y tiranías; pero cada caso se justifica
con el dictado de la razón, reconocido como supremo de los asuntos humanos.
Proceden también conforme a lógica superficial y a saber equívoco, quienes
condenan la mezcla de razas, en nombre de una eugénica que, por fundarse en
datos científicos incompletos y falsos, no ha podido dar resultados válidos. La
característica de este segundo período es la fe en la fórmula, por eso en todos
sentidos no hace otra cosa que dar norma a la inteligencia, límites a la acción,
fronteras a la patria y frenos al sentimiento. Regla, norma y tiranía, tal es la
ley del segundo periodo en que estamos presos, y del cual es menester salir.
En el tercer período, cuyo advenimiento se anuncia ya en mil formas, la
orientación de la conducta no se buscará en la pobre razón, que explica pero no
descubre; se buscará en el sentimiento creador y en la belleza que convence. Las
normas las dará la facultad suprema, la fantasía; es decir, se vivirá sin norma,
en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de
reglas, inspiración constante. Y no se buscará el mérito de una acción en su
resultado inmediato y palpable, como ocurre en el primer período; ni tampoco se
atenderá a que se adapte a determinadas reglas de razón pura; el mismo
imperativo ético será sobrepujado y más allá del bien y del mal, en el mundo del
pathos estético, sólo importará que el acto, por ser bello, produzca dicha.
Hacer nuestro antojo, no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del
apetito ni el del silogismo; vivir el júbilo fundado en amor, ésa es la tercera
etapa.
Desgraciadamente somos tan imperfectos, que para lograr semejante vida de
dioses, será menester que pasemos antes por todos los caminos, por el camino del
deber, donde se depuran y superan los apetitos bajos, por el camino de la
ilusión, que estimula las aspiraciones más altas. Vendrá en seguida la pasión
que redime de la baja sensualidad. Vivir en pathos, sentir por todo una emoción
tan intensa, que el movimiento de las cosas adopte ritmos de dicha, he ahí un
rasgo del tercer período. A él se llega soltando el anhelo divino para que
alcance, sin puentes de moral y de lógica, de un solo ágil salto, las zonas de
revelación. Don artístico es esa intuición inmediata que brinca sobre la cadena
de los sorites, y por ser pasión, supera desde el principio el deber, y lo
reemplaza con el amor exaltado. Deber y lógica, ya se entiende que uno y otro
son andamios y mecánica de la construcción; pero el alma de la arquitectura es
ritmo que trasciende el mecanismo, y no conoce más ley que el misterio de la
belleza divina.
¿Qué papel desempeña en este proceso, ese nervio de los destinos humanos, la
voluntad que esta cuarta raza llegó a deificar en el instante de embriaguez de
su triunfo? La voluntad es fuerza, la fuerza ciega que corre tras de fines
confusos; en el primer período la dirige el apetito, que se sirve de ella para
todos sus caprichos; prende después su luz la razón, y la voluntad se refrena en
el deber, y se da formas en el refinamiento lógico. En el tercer período, la
voluntad se hace libre, sobrepuja lo finito, y estalla y se anega en una especie
de realidad infinita; se llena de rumores y de propósitos remotos; no le basta
la lógica y se pone las alas de la fantasía; se hunde en lo más profundo y
vislumbra lo más alto; se ensancha en la armonía y asciende en el misterio
creador de la melodía; se satisface y se disuelve en la emoción y se confunde
con la alegría del Universo: se hace pasión de belleza.
Si reconocemos que la Humanidad gradualmente se acerca al tercer período de su
destino, comprenderemos que la obra de fusión de las razas se va a verificar en
el continente iberoamericano, conforme a una ley derivada del goce de las
funciones más altas. Las leyes de la emoción, la belleza y la alegría regirán la
elección de parejas, con un resultado infinitamente superior al de esa eugénica
fundada en la razón científica, que nunca mira más que la porción menos
importante del suceso amoroso. Por encima de la eugénica científica prevalecerá
la eugénica misteriosa del gusto estético. Donde manda la pasión iluminada no es
menester ningún correctivo. Los muy feos no procrearán, no desearán procrear,
¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará
cuna? La pobreza, la educación defectuosa, la escasez de tipos bellos, la
miseria que vuelve a la gente fea, todas estas calamidades desaparecerán del
estado social futuro. Se verá entonces repugnante, parecerá un crimen el hecho
hoy cotidiano de que una pareja mediocre se ufane de haber multiplicado miseria.
El matrimonio dejará de ser consuelo de desventuras, que no hay por qué
perpetuar, y se convertirá en una obra de arte.
Tan pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de
que se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la
ley singular del tercer período, la ley de simpatía, refinada por el sentido de
la belleza. Una simpatía verdadera y no la falsa que hoy nos imponen la
necesidad y la ignorancia. Las uniones sinceramente apasionadas y fácilmente
deshechas en caso de error, producirán vástagos despejados y hermosos. La
especie entera cambiará de tipo físico y de temperamento, prevalecerán los
instintos superiores, y perdurarán, como en síntesis feliz, los elementos de
hermosura, que hoy están repartidos en los distintos pueblos.
Actualmente, en parte por hipocresía y en parte porque las uniones se verifican
entre personas miserables dentro de un medio desventurado, vemos con profundo
horror el casamiento de una negra con un blanco; no sentiríamos repugnancia
alguna si se tratara del enlace de un Apolo negro con una Venus rubia, lo que
prueba que todo lo santifica la belleza. En cambio, es repugnante mirar esas
parejas de casados que salen a diario de los juzgados o los templos, feas en una
proporción, más o menos, del noventa por ciento de los contrayentes. El mundo
está así lleno de fealdad a causa de nuestros vicios, nuestros prejuicios y
nuestra miseria. La procreación por amor es ya un buen antecedente de progenie
lozana; pero hace falta que el amor sea en sí mismo una obra de arte, y no un
recurso de desesperados. Si lo que se va a transmitir es estupidez, entonces lo
que liga a los padres no es amor, sino instinto oprobioso y ruin.
Una mezcla de razas consumada de acuerdo con las leyes de la comodidad social,
la simpatía y la belleza, conducirá a la formación de un tipo infinitamente
superior a todos los que han existido. El cruce de contrarios conforme a la ley
mendeliana de la herencia, producirá variaciones discontinuas y sumamente
complejas, como son múltiples y diversos los elementos de la raza humana. Pero
esto mismo es garantía de las posibilidades sin límites que un instinto bien
orientado ofrece para la perfección gradual de la especie. Si hasta hoy no ha
mejorado gran cosa, es porque ha vivido en condiciones de aglomeración y de
miseria en las que no ha sido posible que funcione el instinto libre de la
belleza; la reproducción se ha hecho a la manera de las bestias, sin límite de
cantidad y sin aspiración de mejoramiento. No ha intervenido en ella el
espíritu, sino el apetito, que se satisface como puede. Así es que no estamos en
condiciones ni de imaginar las modalidades y los efectos de una serie de
cruzamientos verdaderamente inspirados. Uniones fundadas en la capacidad y la
belleza de los tipos, tendrían que producir un gran número de individuos dotados
con las cualidades dominantes. Eligiendo en seguida, no con la reflexión, sino
con el gusto, las cualidades que deseamos hacer predominar, los tipos de
selección se irán multiplicando, a medida que los recesivos tenderán a
desaparecer. Los vástagos recesivos ya no se unirían entre sí, sino a su vez
irían en busca de mejoramiento rápido, o extinguirían voluntariamente todo deseo
de reproducción física. La conciencia misma de la especie irá desarrollando un
mendelismo astuto, así que se vea libre del apremio físico, de la ignorancia y
la miseria, y de esta suerte, en muy pocas generaciones desaparecerán las
monstruosidades; lo que hoy es normal llegará a aparecer abominable. Los tipos
bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podría
redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las
estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas. Las razas
inferiores, al educarse, se harían menos prolíficas, y los mejores especímenes
irán ascendiendo en una escala de mejoramiento étnico, cuyo tipo máximo no es
precisamente el blanco, sino esa nueva raza, a la que el mismo blanco tendrá que
aspirar con el objeto de conquistar la síntesis. El indio, por medio del injerto
en la raza afín, daría el salto de los millares de años que median de la
Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética
podría desaparecer el negro junto con los tipos que el libre instinto de
hermosura vaya señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo
mismo, de perpetuación. Se operaría en esta forma una selección por el gusto,
mucho más eficaz que la brutal selección darwiniana, que sólo es válida, si
acaso, para las especies inferiores, pero ya no para el hombre.
Ninguna raza contemporánea puede presentarse por sí sola como un modelo acabado
que todas las otras hayan de imitar. El mestizo y el indio, aun el negro,
superan al blanco en una infinidad de capacidades propiamente espirituales. Ni
en la antigüedad, ni en el presente, se ha dado jamás el caso de una raza que se
baste a si misma para forjar civilización. Las épocas más ilustres de la
Humanidad han sido, precisamente, aquellas en que varios pueblos disímiles se
ponen en contacto y se mezclan. La India, Grecia, Alejandría, Roma, no son sino
ejemplos de que sólo una universalidad geográfica y étnica es capaz de dar
frutos de civilización. En la época contemporánea, cuando el orgullo de los
actuales amos del mundo afirma por la boca de sus hombres de ciencia la
superioridad étnica y mental del blanco del Norte, cualquier profesor puede
comprobar que los grupos de niños y de jóvenes descendientes de escandinavos,
holandeses e ingleses de las Universidades norteamericanas son mucho más lentos,
casi torpes, comparados con los niños y jóvenes mestizos del Sur. Tal vez se
explica esta ventaja por efecto de un mendelismo espiritual benéfico, a causa de
una combinación de elementos contrarios. Lo cierto es que el vigor se renueva
con los injertos y que el alma misma busca lo disímil para enriquecer la
monotonía de su propio contenido. Sólo una prolongada experiencia podrá poner de
manifiesto los resultados de una mezcla realizada, ya no por la violencia ni por
efecto de la necesidad, sino por elección, fundada en el deslumbramiento que
produce la belleza, y confirmada por el pathos del amor.
En los períodos primero y segundo en que vivimos, a causa del aislamiento y de
la guerra, la especie humana vive en cierto sentido conforme a las leyes
darwinianas. Los ingleses, que sólo ven el presente del mundo externo, no
vacilaron en aplicar teorías zoológicas al campo de la sociología humana. Si la
falsa traslación de la ley fisiológica a la zona del espíritu fuese aceptable,
entonces hablar de la incorporación étnica del negro seria tanto como defender
el retroceso. La teoría inglesa supone, implícita o francamente, que el negro es
una especie de eslabón que está más cerca del mono que del hombre rubio. No
queda, por lo mismo, otro recurso que hacerlo desaparecer. En cambio, el blanco,
particularmente el blanco de habla inglesa, es presentado como el termino
sublime de la evolución humana; cruzarlo con otra raza equivaldría a ensuciar su
estirpe. Pero semejante manera de ver no es más que la ilusión de cada pueblo
afortunado en el periodo de su poderío. Cada uno de los grandes pueblos de la
Historia se ha creído el final y el elegido. Cuando se comparan unas con otras
estas infantiles soberbias, se ve que la misión que cada pueblo se atribuye no
es en el fondo otra cosa que afán de botín y deseo de exterminar a la potencia
rival. La misma ciencia oficial es en cada época un reflejo de esa soberbia de
la raza dominante. Los hebreos fundaron la creencia de su superioridad en
oráculos y promesas divinas. Los ingleses radican la suya en observaciones
relativas a los animales domésticos. De la observación de cruzamientos y
variedades hereditarias de dichos animales fue saliendo el darwinismo, primero
como una modesta teoría zoológica, después como biología social que otorga la
preponderancia definitiva al inglés sobre todas las demás razas. Todo
imperialismo necesita de una filosofía que lo justifique; el Imperio romano
predicaba el orden, es decir, la jerarquía; primero el romano, después sus
aliados, y el bárbaro en la esclavitud. Los británicos predican la selección
natural, con la consecuencia tácita de que el reino del mundo corresponde por
derecho natural y divino al dolicocéfalo de las Islas y sus descendientes. Pero
esta ciencia que llegó a invadirnos junto con los artefactos del comercio
conquistador, se combate como se combate todo imperialismo, poniéndole enfrente
una ciencia superior, una civilización más amplia y vigorosa. Lo cierto es que
ninguna raza se basta a sí sola, y que la Humanidad perdería, pierde, cada vez
que una raza desaparece por medios violentos. Enhorabuena que cada una se
transforme según su arbitrio, pero dentro de su propia visión de belleza, y sin
romper el desarrollo armónico de los elementos humanos.
Cada raza que se levanta necesita constituir su propia filosofía, el deus ex
machina. Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una
filosofía ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera, pero
con el propósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De esta
suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo, en
la irredención del indio, en la condenación del negro, en la decadencia
irreparable del oriental. La rebelión de las armas no fue seguida de la rebelión
de las conciencias. Nos rebelamos contra el poder político de España, y no
advertimos que, junto con España, caímos en la dominación económica y moral de
la raza que ha sido señora del mundo desde que terminó la grandeza de España.
Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo. El movimiento de desplazamiento de
que fuimos víctimas no hubiera podido evitar aunque lo hubiésemos comprendido a
tiempo. Hay cierta fatalidad en el destino de los pueblos lo mismo que en el
destino de los individuos; pero ahora que se inicia una nueva fase de la
Historia, se hace necesario reconstituir nuestra ideología y organizar conforme
a una nueva doctrina étnica toda nuestra vida continental. Comencemos entonces
haciendo vida propia y ciencia propia. Si no se liberta primero el espíritu,
jamás lograremos redimir la materia.
* * *
Tenemos el deber de formular las bases de una nueva civilización; y por eso
mismo es menester que tengamos presente que las civilizaciones no se repiten ni
en la forma ni en el fondo. La teoría de la superioridad étnica ha sido
simplemente un recurso de combate común a todos los pueblos batalladores; pero
la batalla que nosotros debemos de librar es tan importante que no admite ningún
ardid falso. Nosotros no sostenemos que somos ni que llegaremos a ser la primera
raza del mundo, la más ilustrada, la más fuerte y la más hermosa. nuestro
propósito es todavía más alto y más difícil que lograr una selección temporal.
Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún. Sin embargo,
la raza hebrea no era para los egipcios arrogantes otra cosa que una ruin casta
de esclavos y de ella nació Jesucristo, el autor del mayor movimiento de la
Historia; el que anuncio, el amor de todos los hombres. Este amor será uno de
los dogmas fundamentales de la quinta raza, que ha de producirse en América. El
cristianismo liberta y engendra vida, porque contiene revelación universal, no
nacional; por eso tuvieron que rechazarlo los propios judíos, que no se
decidieron a comulgar con gentiles. Pero la América es la patria de la
gentilidad, la verdadera tierra de promisión cristiana. Si nuestra raza se
muestra indigna de este suelo consagrado, si llega a faltarle el amor, se verá
suplantada por pueblos más capaces de realizar la misión fatal de aquellas
tierras; la misión de servir de asiento a una humanidad hecha de todas las
naciones y todas las estirpes. La biótica que el progreso del mundo impone a la
América de origen hispánico no es un credo rival que, frente al adversario,
dice: te supero, o me basto, sino una ansia infinita de integración y de
totalidad que por lo mismo invoca al Universo. La infinitud de su anhelo le
asegura fuerza para combatir el credo exclusivista del bando enemigo y confianza
en la victoria que siempre corresponde a los gentiles. El peligro más bien está
en que nos ocurra a nosotros lo que a la mayoría de los hebreos, que por no
hacerse gentiles perdieron la gracia originada en su seno. Así ocurriría si no
sabemos ofrecer hogar y fraternidad a todos los hombres; entonces otro pueblo
servirá de eje, alguna otra lengua será el vehículo; pero ya nadie puede
contener la fusión de las gentes, la aparición de la quinta era del mundo, la
era de la universalidad y el sentimiento cósmico.
La doctrina de formación sociológica, de formación biológica que en estas
páginas enunciamos, no es un simple esfuerzo ideológico para levantar el ánimo
de una raza deprimida, ofreciéndole una tesis que contradice la doctrina con que
habían querido condenarla sus rivales. Lo que sucede es que a medida que se
descubre la falsedad de la premisa científica en que descansa la dominación de
las potencias contemporáneas, se vislumbran también, en la ciencia experimental
misma, orientaciones que señalan un camino ya no para el triunfo de una raza
sola, sino para la redención de todos los hombres. Sucede como si la
palingenesia anunciada por el cristianismo con una anticipación de millares de
años, se viera confirmada actualmente en las distintas ramas del conocimiento
científico. El cristianismo predicó el amor como base de las relaciones humanas,
y ahora comienza a verse que sólo el amor es capaz de producir una Humanidad
excelsa. La política de los Estados y la ciencia de los positivistas,
influenciada de una manera directa por esa política, dijeron que no era el amor
la ley, sino el antagonismo, la lucha y el triunfo del apto, sin otro criterio
para juzgar la aptitud que la curiosa petición de principio contenida en la
misma tesis, puesto que el apto es el que triunfa, y sólo triunfa el apto. Y
así, a fórmulas verbales y viciosas de esta índole se va reduciendo todo el
saber pequeño que quiso desentenderse de las revelaciones geniales para
sustituirlas con generalizaciones fundadas en la mera suma de los detalles.
* * *
El descrédito de semejantes doctrinas se agrava con los descubrimientos y
observaciones que hoy revolucionan las ciencias. No era posible combatir la
teoría de la Historia como un proceso de frivolidades, cuando se creía que la
vida individual estaba también desprovista de fin metafísico y de plan
providencial. Pero si la matemática vacila y reforma sus conclusiones para
darnos el concepto de un mundo movible cuyo misterio cambia, de acuerdo con
nuestra posición relativa, y la naturaleza de nuestros conceptos; si la física y
la química no se atreven ya a declarar que en los procesos del átomo no hay otra
cosa que acción de masas y fuerzas; si la biología también en sus nuevas
hipótesis afirma, por ejemplo, con Uexkull que en el curso de la vida “las
células se mueven como si obrasen dentro de un organismo acabado cuyos órganos
armonizan conforme a plan y trabajan en común, esto es, posee un plan de
función”, “habiendo un engrane de factores vitales en la rueda motriz
físico-química” -lo que contraría el darwinismo, por lo menos, en la
interpretación de los darwinistas que niegan que la Naturaleza obedezca a un
plan-; si también el mendelismo demuestra, conforme a las palabras de Uexkull,
que el protoplasma es una mezcla de sustancias de las cuales puede ser hecho
todo, sobre poco más o menos; delante de todos estos cambios de conceptos de la
ciencia, es preciso reconocer que se ha derrumbado también el edificio de la
dominación de una sola raza. Esto a de ser, un presagio de que no tardará en
caer también el podrido material de quienes han construido toda esa falsa
ciencia de opresión y de conquista.
La ley de Mendel, particularmente cuando confirma “la intervención de factores
vitales en la rueda motriz físico-química”, debe formar parte de nuestro nuevo
patriotismo. Pues de su texto puede derivarse la conclusión de que las distintas
facultades del espíritu toman parte en los procesos del destino.
¿Qué importa que el materialismo spenceriano nos tuviese condenados, si hoy
resulta que podemos juzgarnos como una especie de reserva de la Humanidad, como
una promesa de un futuro que sobrepujara a todo tiempo anterior? Nos hallamos
entonces en una de esas épocas de palingenesia, y en el centro del malström
universal, y urge llamar a conciencia todas nuestras facultades, para que,
alertas y activas, intervengan desde ya, como dicen los argentinos, en los
procesos de la redención colectiva. Esplende la aurora de una época sin par. Se
diría que es el cristianismo el que va a consumarse, pero ya no sólo en las
almas, sino en la raíz de los seres. Como instrumento de la trascendental
transformación se ha ido formando en el continente ibérico una raza llena de
vicios y defectos, pero dotada de maleabilidad, comprensión rápida y emoción
fácil, fecundos elementos para el plasma germinal de la especie futura. Reunidos
están ya en abundancia los materiales biológicos, las predisposiciones, los
caracteres, las genes de que hablan los mendelistas, y sólo ha estado faltando
el impulso organizador, el plan de formación de la especie nueva. ¿Cuales
deberán ser los rasgos de ese impulse creador?
Si procediésemos conforme a la ley de pura energía confusa del primer período,
conforme al primitivo darwinismo biológico, entonces, la fuerza ciega, por
imposición casi mecánica de los elementos más vigorosos, decidiría de una manera
sencilla y brutal, exterminando a los débiles, más bien dicho, a los que no se
acomodan al plan de la raza nueva. Pero en el nuevo orden, por su misma ley, los
elementos perdurables no se apoyarán en la violencia, sino en el gusto, y, por
lo mismo, la selección se hará espontánea, como lo hace el pintor cuando de
todos los colores toma sólo los que convienen a su obra.
Si para constituir la quinta raza se procediese conforme a la ley del segundo
periodo, entonces vendría una pugna de astucias, en la cual los listos y faltos
de escrúpulos ganarían la partida a los soñadores y a los bondadosos.
Probablemente entonces la nueva Humanidad sería predominantemente malaya, pues
se asegura que nadie les gana en cautela y habilidad, y aun, si es necesario, en
perfidia. Por el camino de la inteligencia se podría llegar, aún si se quiere a
una Humanidad de estoicos, que adoptara como norma suprema el deber. El mundo se
volvería como un vasto pueblo de cuáqueros, en donde el plan del espíritu
acabaría por sentirse estrangulado y contrahecho por la regla. Pues la razón, la
pura razón, puede reconocer las ventajas de la ley moral, pero no es capaz de
imprimir a la acción el ardor combativo que la vuelve fecunda. En cambio, la
verdadera potencia creadora de júbilo está contenida en la ley del tercer
período, que es emoción de belleza y un amor tan acendrado que se confunde con
la revelación divina. Propiedad de antiguo señalada a la belleza, por ejemplo,
en el Fredo, es la de ser patética; su dinamismo contagia y mueve los ánimos,
transforma las cosas y el mismo destino. La raza más apta para adivinar y para
imponer semejante ley en la vida y en las cosas, ésa será la raza matriz de la
nueva era de civilización. Por fortuna, tal don, necesario a la quinta raza, lo
posee en grado subido la gente mestiza del continente iberoamericano; gente para
quien la belleza es la razón mayor de toda cosa. Una fina sensibilidad estética
y un amor de belleza profunda, ajenos a todo interés bastardo y libre de trabas
formales, todo eso es necesario al tercer período impregnado de esteticismo
cristiano que sobre la misma fealdad pone el toque redentor de la piedad que
enciende un halo alrededor de todo lo creado.
Tenemos, pues, en el continente todos los elementos de la nueva Humanidad; una
ley que irá seleccionando factores para la creación de tipos predominantes, ley
que operará no conforme a criterio nacional, como tendría que hacerlo una sola
raza conquistadora, sino con criterio de universalidad y belleza; y tenemos
también el territorio y los recursos naturales. Ningún pueblo de Europa podría
reemplazar al iberoamericano en esta misión, por bien dotado que esté, pues
todos tienen su cultura ya hecha y una tradición que para obras semejantes
constituye un peso. No podría sustituirnos una raza conquistadora, porque
fatalmente impondría sus propios rasgos, aunque sólo sea por la necesidad de
ejercer la violencia para mantener su conquista. No pueden llenar esta misión
universal tampoco los pueblos del Asia, que están exhaustos o, por lo menos,
faltos del arrojo necesario a las empresas nuevas.
La gente que está formando la América hispánica, un poco desbaratada, pero libre
de espíritu y con el anhelo en tensión a causa de las grandes regiones
inexploradas, puede todavía repetir las proezas de los conquistadores
castellanos y portugueses. La raza hispana en general tiene todavía por delante
esta misión de descubrir nuevas zonas en el espíritu ahora que todas las tierras
están exploradas.
Solamente la parte ibérica del continente dispone de los factores espirituales,
la raza y el territorio que son necesarios para la gran empresa de iniciar la
era universal de la Humanidad. Están allí todas las razas que han de ir dando su
aporte; el hombre nórdico, que hoy es maestro de acción, pero que tuvo comienzos
humildes y parecía inferior, en una época en que ya habían aparecido y decaído
varias grandes culturas; el negro, como una reserva de potencialidades que
arrancan de los días remotos de la Lemuria; el indio, que vio perecer la
Atlántida, pero guarda un quieto misterio en la conciencia; tenemos todos los
pueblos y todas las aptitudes, y sólo hace falta que el amor verdadero organice
y ponga en marcha la ley de la Historia.
Muchos obstáculos se oponen al plan del espíritu, pero son obstáculos comunes a
todo progreso. Desde luego ocurre objetar que ¿cómo se van a unir en concordia
las distintas razas si ni siquiera los hijos de una misma estirpe pueden vivir
en paz y alegría dentro del régimen económico y social que hoy oprime a los
hombres? Pero tal estado de los ánimos tendrá que cambiar rápidamente. Las
tendencias todas del futuro se entrelazan en la actualidad: mendelismo en
biología, socialismo en el gobierno, simpatía creciente en las almas, progreso
generalizado y aparición de la quinta raza que llenará el planeta, con los
triunfos de la primera cultura verdaderamente universal, verdaderamente cósmica.
Si contemplamos el proceso en panorama, nos encontraremos con las tres etapas de
la ley de los tres estados de la sociedad, vivificadas, cada una, con el aporte
de las cuatro razas fundamentales que consuman su misión, y en seguida
desaparecen para crear un quinto tipo étnico superior. Lo que da cinco razas y
tres estados, o sea el número ocho, que en la gnosis pitagórica representa el
ideal de la igualdad de todos los hombres. Semejantes coincidencias o aciertos
sorprenden cuando se les descubre, aunque después parezcan triviales.
Para expresar todas estas ideas que hoy procuro exponer en rápida síntesis, hace
algunos años, cuando todavía no se hallaban bien definidas, procuré darles
signos en el nuevo Palacio de la Educación Pública de México. Sin elementos
bastantes para hacer exactamente lo que deseaba, tuve que conformarme con una
construcción renacentista española, de dos patios, con arquerías y pasarelas,
que tienen algo de la impresión de un ala. En los tableros de los cuatro ángulos
del patio anterior hice labrar alegorías de España, de México, Grecia y la
India, las cuatro civilizaciones particulares que más tienen que contribuir a la
formación de la América Latina. En seguida, debajo de estas cuatro alegorías,
debieron levantarse cuatro grandes estatuas de piedra de las cuatro grandes
razas contemporáneas: la Blanca, la Roja, la Negra y la Amarilla, para indicar
que la América es hogar de todas, y de todas necesita. Finalmente, en el centro
debía erigirse un monumento que en alguna forma simbolizara la ley de los tres
estados: el material, el intelectual y el estético. Todo para indicar que,
mediante el ejercicio de la triple ley, llegaremos en América, antes que en
parte alguna del globo, a la creación de una raza hecha con el tesoro de todas
las anteriores, la raza final, la raza cósmica.
[La primera edición de la Raza Cósmica. Misión de la raza iberoamericana,
apareció en 1925 en Barcelona. Esta edición digital sigue la segunda edición
(Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1948), corregida por Vasconcelos, en la que se
incorpora el "Prólogo".]
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