Adelanto del libro El futuro del kirchnerismo, de Eduardo Jozami
El texto, publicado por Sudamericana, se pregunta si el kirchnerismo es un nuevo movimiento popular o una variante más del peronismo y analiza el desafío de la sucesión. Aquí, un capítulo sobre el concepto de República.
Por Eduardo Jozami
Pocos términos –como República– de significación tan controvertida a lo largo de la historia. Entendida a veces como un tipo específico de gobierno, en oposición a la monarquía, la República supone alguna forma de elección popular de los gobernantes. En otras definiciones, República –(res publica)– se identifica con el bien común, con el gobierno justo, y entonces un reino o un principado también pueden considerarse repúblicas. El constitucionalismo norteamericano ligó estrechamente la noción de república a la de representación y desde entonces la república democrática aparece como la síntesis de un conjunto de instituciones surgidas de la elección popular. Sin embargo, este último componente democrático fue perdiendo importancia en lo que a lo largo del tiempo se llamó, en nuestro país, la tradición republicana.
Alberdi y –más allá de sus notables diferencias– las otras grandes figuras de la organización nacional argentina no creyeron al país todavía preparado para el pleno funcionamiento de la democracia representativa, la elite gobernante quería reservarse, para sí, el control de la política. Se llamó República Posible al formato institucional que se consolida en 1880: un régimen controlado por una minoría que se apoyaba en el fraude y restringía la participación electoral apelando a la violencia: derechos civiles para todos, porque el país requería de la masiva concurrencia de extranjeros, pero efectividad de los derechos políticos para muy pocos.
Planteada de este modo la cuestión, va quedando claro que la tantas veces añorada Argentina de “los tiempos de la República”, era un país sin democracia y que los mismos creadores de esa arquitectura institucional –Alberdi en el texto constitucional, Mitre y Sarmiento en la acción de gobierno– consideraban a la República Posible como un régimen imperfecto que en un futuro, que se cuidaron de no precisar, debía ser perfeccionado con la participación electoral de las mayorías. Frente a la República Posible se levantó entonces el reclamo de la República Verdadera, encarnado en la lucha del radicalismo por el sufragio: el auge y la decadencia de ambas figuras constituye un modo de contar la historia argentina de la primera mitad del siglo XX, como lo hizo Tulio Halperin Donghi.
Quienes en el actual proceso político invocan esa tradición republicana, ofreciendo una visión idealizada del pasado predemocrático, consideran a ese régimen de minorías como una república fundada en la virtud y no creen que sea necesario recordar que ese armado institucional funcionaba sobre la base de la exclusión social y política. En la idea de República que sustenta los comentarios críticos contra el kirchnerismo del diario fundado por Bartolomé Mitre, la participación popular en la elección de los gobernantes no es un elemento necesario. Para quienes piensan así, la idea de un gobierno justo poco tiene que ver con las prácticas de la democracia y el respeto a los veredictos electorales y, por lo tanto, un candidato puede ser aclamado en las urnas por una amplia mayoría –como ocurrió con Cristina Kirchner en 2011– y, sin embargo, su gobierno considerado antidemocrático al día siguiente de la elección.
Los cuestionamientos que a diario se formulan para mostrar la falta de vocación republicana del kirchnerismo son, en general, inconsistentes. Puede ser conveniente que un gobierno haga reuniones de gabinete o convoque con más frecuencia conferencias de prensa, pero no parece que esas conductas –que no están pautadas en ninguna normativa– puedan bastar para definir como contrarias a la República las prácticas gubernamentales. Por otra parte, la utilización de la cadena oficial para transmitir discursos de la Presidenta puede resultar contraproducente cuando el público televisivo parece más interesado en los programas de chimentos de la farándula o las telenovelas que en los temas políticos, pero no puede considerarse como antidemocrático en un país donde la oposición tiene una ilimitada presencia en los medios.
Es evidente que sólo puede maximizarse la importancia de esos comportamientos políticos, y considerarlos reñidos con la democracia, si se parte de un concepto a priori del carácter autoritario de todo lo que tenga que ver con el peronismo. De ese modo, esos rasgos que se critican aparecen, simplemente, como ilustración de algo que no requiere ser demostrado. La utilización de la cadena oficial era uno de las características del primer peronismo que más irritaban a la oposición: el emblemático cuento de Borges y Bioy Casares “La fiesta del monstruo”, luego de relatar fantasiosas tropelías de los manifestantes que iban a escuchar un discurso de Perón, termina señalando el colmo de lo intolerable: el discurso era transmitido por la cadena nacional. Basta con recordar que los opositores no tenían entonces acceso a la radiofonía, (no había aún TV en el país, cuando el cuento fue escrito, en 1947) para advertir la imposibilidad de comparar aquella situación con la actual.
La llamada tradición republicana, expresada en la Constitución de 1853, asigna el mismo lugar central que el texto constitucional de los Estados Unidos al reconocimiento sin limitaciones del derecho de propiedad. Ante la falta en la Constitución de restricciones explícitas del derecho al voto o de normas que consagraran alguna jerarquía social, sobre ese reconocimiento de la propiedad como valor excluyente se asentó en la Argentina el régimen político de minorías.
Esta atribución a la propiedad del lugar central en el ordenamiento jurídico, había inquietado a Benjamín Constant, el teórico del liberalismo moderado. El doctrinario francés se desvelaba para explicar cómo podía ser considerado liberal un sistema que ponía a la propiedad por sobre los demás derechos. Finalmente, concluyó que, en teoría, ningún derecho podía ser prioritario respecto de la libertad. Sin embargo, como la propiedad está vinculada estrechamente a otras partes de la existencia humana, no podía aceptarse que el derecho de propiedad fuera afectado porque, en esos casos –sostenía Constant– también serían cercenadas las libertades: “Lo arbitrario sobre la propiedad es seguido sin tardanza por lo arbitrario sobre las personas”. La experiencia mostró que no podía afirmarse lo inverso: la supresión de la libertad no tenía por qué afectar el derecho de propiedad.
En esta última conclusión fundamentaría Jeanne Kirkpatrick, secretaria de Estado de Ronald Reagan en la década de 1980, su distinción entre gobiernos autoritarios y totalitarios. Estos últimos desconocían todos los derechos y debían ser considerados como enemigos de los Estados Unidos, los otros, meramente autoritarios, no practicaban las reglas de la democracia, pero respetaban la propiedad privada y los derechos de las empresas. En esta categoría más amigable fue colocada la dictadura argentina.
El sesgo antidemocrático del orden institucional argentino –interrumpido por los 14 años de gobierno radical– se profundizaría a partir del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen: la suspensión por la fuerza de la experiencia de la República Verdadera quitó al pensamiento conservador la chance de seguir prometiendo la superación de la República Posible, el señuelo que había permitido afirmar que, reconocidas sus impurezas, el orden conservador aspiraba, sin embargo, a perfeccionarse. La aventura que Roque Sáenz Peña y su ministro, Indalecio Gómez –convencidos de que en una elección libre los radicales no podían obtener más que la minoría– ofrecieron, en el Primer Centenario, a los otros integrantes del grupo dominante había terminado mal. Antonio Di Tomaso, un conservador advenedizo, lo explicó mejor que nadie en una carta dirigida, en 1933, a sus compañeros del socialismo independiente: la democracia (es decir la República Verdadera) era el mejor de los regímenes políticos, siempre –claro está– que el pueblo comprendiera la necesidad de actuar con prudencia, para “no reincidir en el mal”.
La experiencia posterior en relación con el peronismo, acentuó ese rechazo a las mayorías y la recurrencia a los golpes militares fue entonces la única forma en que los grupos conservadores concibieron su acceso al poder. Excluido ese recurso al golpe militar, después de 1983, las grandes corporaciones empresarias y la derecha política y mediática pudieron imponer la corrida cambiaria y la presión alcista sobre los precios como sucedáneo de aquel recurso salvador de los años ’50 al ’70. La emergencia del kirchnerismo –mostrando un rostro del peronismo que la oligarquía creía ya definitivamente perdido– reavivó este rechazo antidemocrático a todo gobierno de mayorías. La imposibilidad de derribar al gobierno de Cristina Kirchner, combinando algún resultado electoral ligeramente favorable con las maniobras especulativas y la agitación de las cacerolas en la calle, desespera a muchos de los opositores que levantan como amuleto la bandera republicana.
Estas expresiones se fundan, aunque sus autores no lo sepan, en el más tradicional y reaccionarios de los discursos, el que ya recogiera Platón en la República. Desconfiando de la democracia, desorden en el que encuentran cabida todos los sistemas políticos y que permite a cada uno vivir como le place, para el filósofo griego –que, sin embargo, también señala los inconvenientes de la dominación de los ricos– el buen gobierno es aquel que garantiza la “reproducción del rebaño humano, protegiéndolo contra los excesos de sus apetitos de bienes individuales o de poder colectivo”.
Para Jacques Rancière, de quien hemos tomado la síntesis del pensamiento platónico que antecede, la idea republicana que hoy enarbolan en todas partes las elites dominantes rechaza cualquier exaltación de los derechos individuales e incluso del consumo de las mayorías. Desde los años ’70, diversos textos advertían sobre los riesgos de un incremento de la demanda global que ignorase “los límites del crecimiento” o de una expansión de los derechos –un exceso de demandas, se decía– que pusiera en riesgo la estabilidad de las democracias. Las ideas políticas que acompañaron el desarrollo de los “Treinta Gloriosos” años de posguerra, con economías en expansión y Estados de Bienestar, dejan su lugar más tarde a una visión de las sociedades que acentúa y justifica plenamente la desigualdad.
La crítica situación que vive Europa en estos días revela que la República también puede ser usada como consigna para rechazar a los diferentes. En Francia, aun conmovida por el brutal y repudiable atentado contra Charlie Hebdo, mientras la extrema derecha neonazi cuestiona las libertades y niega todo derecho a los migrantes, los políticos del ajuste, aliados a los Estados Unidos en las agresiones a los países árabes, se golpean el pecho llamando a defender las instituciones.
Esta evolución hacia una concepción de la República más alejada de la democracia también tiene su correlato en la actual política argentina, donde –no sólo desde la oposición– algunos hablan de guerra contra el delito y otros reaccionan contra la permisividad de la política migratoria, mientras en el afán de debilitar al Gobierno, los opositores políticos y mediáticos estimulan todos los motivos de tensión, la que –paradojalmente– se atribuye siempre a la intransigencia o los apetitos de poder del Gobierno.
La más radical y apocalíptica de los voceros del discurso republicano es, en nuestro país, Elisa Carrió, cuyas desmesuradas y caprichosas intervenciones parecen, por momentos, lejos de cualquier lógica política. Sin embargo, haríamos mal si, amparados en la arbitrariedad ínsita en esos discursos, no advirtiéramos la notoria involución producida en su pensamiento en los últimos años. Antes, como ahora, la doctora Carrió anunciaba que la irrupción del apocalipsis traería como consecuencia el advenimiento de la República depurada de toda corrupción. Sin embargo, en los primeros años de su intervención política, la figura central de su discurso aludía al parto de la nueva república. Como hemos señalado en otro texto, esa imagen estaba tomada de la tradición radical y, en particular de Forja. Este agrupamiento se diferenciaba del nacionalismo restaurador que ubica en el pasado la nación perdida que debe ser rescatada, señalando que esta construcción nacional constituía una tarea para el futuro y, en consecuencia, abundaban en el lenguaje forjista las referencias al nacimiento o al amanecer.
Abandonando esa tradición democrática, el actual discurso de la dirigente de la Coalición Cívica –hoy aliada de Mauricio Macri– se refugia en una concepción de la República en la que ésta es sólo la fortaleza que protege a la elite dominante frente a los desbordes del Estado reformista o los males de la participación popular. Ni siquiera la fantasía de la doctora Carrió alcanza para imaginar una perspectiva de futuro en esa cerrazón mezquina, que con notoria injusticia insiste en llamarse republicana.
La contraposición del kirchnerismo con la República, tan habitual en el discurso opositor, ignora que algunos de los rasgos básicos del proceso político iniciado el 2003 como la centralidad otorgada a la política y el renovado interés por la cosa pública o el rol preponderante del Estado encuentran su antecedente en las formulaciones más clásicas de la teoría republicana. La identificación del kirchnerismo como populismo –argumento descalificatorio de la oposición que no rechazan muchos partidarios del Gobierno– se convirtió en la clave para excluir a la fuerza política gobernante del campo republicano. Sin embargo, las ideas de República y populismo, entendido éste como proceso de constitución de identidades y sujetos políticos, como articulación de derechos que no se logran sólo contra el Estado sino muchas veces con su impulso y promoción, no son en absoluto contradictorias, salvo que se ignore la existencia de un tipo republicano que es el de la república democrática.
Esta contraposición entre República y Democracia se constituye en la clave para comprender el actual enfrentamiento político argentino, no porque el kirchnerismo sea esencialmente reacio a las instituciones republicanas, como se machaca a diario, sino porque sus oponentes han girado cada vez más hacia una concepción aristocrática de la República, que no está, sin embargo, explicitada en la Constitución Argentina de 1853.
La República aristocrática tiene una larga tradición, pero a lo largo de la historia se advierte la tensión a que es sometida por los intentos de asentar el gobierno en una más amplia participación popular. Señalaba Tito Livio el origen tumultuario de las mejores leyes de la República romana, más tarde en el florecimiento político de las ciudades italianas, en vísperas de la modernidad, se contrapuso la aristocrática República veneciana con la República de Florencia siempre sacudida por conflictos y presiones populares y en la Revolución Francesa no fueron menos republicanos quienes reivindicaban el pensamiento igualitario de Rousseau que aquellos moderados que buscaban la conciliación con la aristocracia.
Se advierte hasta que punto este republicanismo no democrático –expresado cuando Elisa Carrió otorga un valor especial al voto de clase media o se considera menos significativa la opinión de los representantes del pueblo que la de los grandes medios y las corporaciones empresarias– constituye un retroceso si recordamos que las últimas décadas del siglo pasado estuvieron marcadas por un debate que quería pensar más allá, y no más acá, de la representación. Esta, como lo demostró Edmund Morgan en su estudio sobre La invención del pueblo, en Gran Bretaña y los Estados Unidos, consistió desde sus orígenes en un modo de mediatizar la participación popular.
Los reclamos de una democracia participativa que superara estos límites de la representación se reflejaron en la reforma de la Constitución nacional de 1994 que introdujo la iniciativa popular y el referéndum, como formas de democracia semidirecta, seguramente más para estar a tono con las ideas circulantes en la época que porque existiera en la mayoría de los constituyentes una decidida voluntad de ampliar la participación popular. Mayor incidencia en el debate político tuvo la Constitución porteña de 1996 –que definía al régimen político de la ciudad como una democracia participativa– y la instrumentación del Presupuesto Participativo en Porto Alegre por los primeros gobiernos municipales del Partido de los Trabajadores, en la misma época.
Más lejos todavía llegaban los pensamientos autonomistas que surcaban las asambleas del 2001. Ya hemos señalado el modo contradictorio con que el kirchnerismo tomó aquella experiencia que puede seguir siendo fuente de inspiración para incorporar otras formas participativas que enriquezcan la vida democrática, pero más allá de los resultados de ese debate, resultaba difícil imaginar este retroceso hacia las formas de pensamiento predemocrático en el debate público, giro que sólo puede explicarse por el temor que ha suscitado el proceso político actual en quienes ven sus privilegios amenazados y resucitan el discurso antiperonista.
Sin embargo, aun si aceptáramos que el republicanismo no ha sido un tema del peronismo, más preocupado por la presencia popular en la política que por la observancia de las formas institucionales, de todos modos habrá que concluir que el gobierno de Néstor Kirchner hizo, en 2003, el mayor aporte para el pleno funcionamiento de las instituciones, severamente afectado por el generalizado rechazo a la política y sus protagonistas, muchas veces impedidos hasta de caminar por las calles.
La experiencia posterior a 1955 había mostrado la imposibilidad de funcionamiento de las instituciones de la Constitución si no existía participación y consenso popular. A comienzos del siglo actual, el estallido del 2001 volvió a demostrarlo y fue necesario que se relegitimara la vida política y el funcionamiento institucional con medidas de tan alto contenido ético como la renovación de la Corte Suprema de Justicia o la nulidad de las leyes de impunidad. En consecuencia, aunque seguramente esto motivaría las iras de quienes se han apropiado del concepto y lo utilizan de modo absolutamente arbitrario, no faltaría a la verdad quien afirmara que la República volvió con el kirchnerismo a partir del 2003.
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