jueves, 19 de febrero de 2015

MÁS ALLÁ DEL 18F opinión.

#YOSOYNISMAN, ARGENTINA MUESTRA EN LA RED SU CONMOCIÓN POR MUERTE DEL FISCAL

Por Martín Rodríguez :: @Tintalimon 
Estamos en democracia. Hoy hay una marcha y la convocatoria se justifica por la muerte de un fiscal, en cuyo virtual suicidio no cree casi nadie, empezando por la propia presidenta. La marcha tiene clima decididamente opositor en un país que, contrario al 8N de 2012, tiene una sobreoferta electoral opositora y un oficialismo que aún no define su candidato para suceder a CFK. La marcha no es el drama en cuestión.
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La muerte de Nisman, como haya sido, es una muerte política. ¿Qué diferencia a una muerte en democracia de una muerte en guerra? Que en democracia un muerto son todos los muertos. Que un muerto actúa de referencia y concentración de sentidos que están dispersos y que forman un símbolo. Cada muerto en democracia quiere ser el último muerto. Es un rayo en el “cielo republicano”: si hay un muerto, hay instituciones que no funcionan o funcionan mal por empezar. Por eso discutir la seguridad, el sistema penitenciario, o, también, discutir la economía del país, es una forma de discutir la vida y la muerte. “Y bien, morimos”, decía el poeta Joaquín Giannuzzi poniendo en un verso la conclusión trivial de lo inevitable. Sí, morimos. Pero que no nos maten.
2
La misma semana de la muerte del fiscal Nisman se produjeron dos muertes en el penal de Ezeiza. Dos hombres murieron en la cárcel. Dos muertos también en dependencias del Estado. Pero nombrar esas muertes contra la de Nisman no es lo mismo que nombrar esas muertes como la de Nisman: lo segundo es un acto democrático, lo primero es una extorsión. Los muertos no se excluyen entre sí. La página de occisos de La Nación es un canal de comunicación en el mundo residual de la antigua clase alta (y un consumo irónico del progresismo). ¿Pero dónde está el panteón de los patriotas? Lo hacemos entre todos. Todos los días. Llegada a cierta instancia la democracia es todo lo que se hace para evitar la muerte de alguien.
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La democracia funciona si se sobreactúa. Va de nuevo: no hay instituciones que funcionen sin sobreactuación. No estamos obligados a “sentir”, estamos obligados a decir que “sentimos”, a hacer de cuenta que sentimos. La democracia pide eso: pide subrayados, resaltadores, trae la Llorona junto al cajón si hace falta. La democracia es teatro, más teatro. La guerra del bien contra el mal es la guerra entre cultura y naturaleza, es decir, entre lo que somos capaces de naturalizar y lo que somos capaces de escandalizar. Naturalizamos que a la campana que el gobierno de la ciudad colocó para juntar basura inorgánica un ser humano la revuelva en busca de materia prima que sirva de mercancía para el mercado del reciclado. Pero ninguna muerte se terminó de naturalizar. Bien por nosotros, al menos en eso. No naturalizamos las “muertes a propósito”. Sea Nisman o sea Luciano Arruga. Porque aún la narrativa clasista sobre Luciano es una forma de colocarlo en el centro del problema.
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Hace tiempo oí en boca del poeta Rodolfo Edwards una síntesis sobre cómo pensó el anti peronismo al peronismo históricamente, y usó una palabra preciosa: la palabra “simulación”. Para el anti peronismo el peronismo tiene siempre la forma de un simulacro, la apariencia de ser lo que no es. Menem no era liberal para los liberales, Kirchner no era progresista para los progresistas. En ese sentido, tomando este argumento de Edwards, el anti peronismo ganó la batalla: todos en la política piensan así del otro. Nadie es lo que dice que es. Clarín dice que el gobierno dice ser progresista y no lo es. Los peronistas díscolos dicen que el kirchnerismo dice ser peronista y no lo es. El gobierno dice que los opositores dicen ser republicanos y son golpistas. En ese juego todos se igualan: un gobierno democrático con un grupo empresario. Todos se ponen comillas.
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La discusión del gobierno sobre la “naturaleza” de la marcha pone en juego incluso el efecto de esa marcha: si el gobierno la cree ilegítima no hace más que intensificarla, porque la funda sobre la legitimidad que le otorga el “veto oficial”. Reconocerla como una consecuencia lógica de la gravedad de la muerte de un fiscal le quitaría el poder de fuego simbólico. Frente al 18F, entonces, el discurso oficial tuvo varias bifurcaciones: colocó su objeción en la política del acto (es una “marcha opositora”); colocó su objeción puntual sobre los fiscales que la convocan en un razonamiento contundente; dando por resultado un argumento más o menos así: “marchan por lo que no dicen que marchan y no marchan por lo que dicen que marchan”. En ese mismo razonamiento se amplifica la dispersión del debate que no permite siquiera apelar al hilo de Ariadna capaz de disipar la niebla. La muerte de Nisman, rodeada por el efecto de una guerra intra-estatal con eje en la ex Side y a la sombra de una suerte de guerra de espías mundiales, no tiene referencias posibles porque “nada es lo que es” tal el virus que la ex Side impone: ni los testigos, ni los custodios, ni los investigadores son lo que son. Todo estaría “puesto”. Se nos cae la loza del país. El cuerpo del fiscal se revolea de lado a lado, de hipótesis a hipótesis, y seguimos sin saber lo primero (¿se suicidó?) para discutir lo segundo: ¿a quién le conviene la muerte de Nisman? Como nadie cree en la posibilidad de un suicidio aunque la investigación tampoco pueda apartarse tanto de esa hipótesis aún, lo que se expone en la disputa política es una forma de deseo: ¿quién queremos que haya matado a Nisman? ¿Cómo “queremos” que haya sido esa muerte? ¿A quién queremos que perjudique más? Soy parte de una minoría segura que no quiere que el gobierno “caiga”. ¿Pero puede caer? Todos los días leemos en las redes sociales y los diarios o vemos por televisión a gente ansiosa por confirmar su certeza. Ansiosa, deseosa, casi feliz cuando siente la inminencia de un dato revelador para abrazar su premisa. Es todavía una “muerte dudosa”, ergo, es una muerte en suspenso, un cuerpo que no termina de caer sobre la fosa. Mirado en microscopio, parece que frente a esta muerte todos ostentan la realpolitik y olvidan sus idealismos invocados.
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No tengo amigos, ni compañeros, ni compañeros de trabajo, ni parientes que marchen el 18. Vivo en el ecosistema que no marcha. Todos me hablan del “programa implícito” de la marcha, de lo que no asume esa marcha como su interpretación sincera (“¡quieren sacar la AUH!”). Lo entiendo, y hace eco también con el juego de simulacros: “nadie es lo que dice que es”. El gobierno reclama justicia por Nisman pero demanda un protocolo específico según el cual la demanda de esta justicia es “golpista” por lo actores que la articulan en su interior. ¿Hay fuerzas que desean la destitución del gobierno, su caída, su degradación? Claro que las hay. ¿Y cómo se separa el “rol opositor” de la acción “destituyente”? Marchan minorías que desearían la reprivatización de los fondos jubilatorios o la nulidad de la ley de medios o la libertad del Turco Julián, pero en tanto a eso no se convoca, el gobierno debe dar respuestas primero sobre el explícito: porque antes que nada es el gobierno, no la oposición de la oposición. Los “otros” querrán tener la última palabra, pero es seguro que el gobierno tiene la última acción. El oficialismo arremetió contra los convocantes informando quiénes son los fiscales para afirmar que alguien que está comprometido en el encubrimiento no tiene autoridad moral para golpearse el pecho contra la impunidad de la causa que no investigó. Pero el gobierno actuó defensivamente, atropellando con hipótesis “casi” dichas, apenas sugeridas, “¿suicidio?” escribió la presidenta, y esa fue la punta del iceberg del error: haber desligado su lugar de Estado por esa siempre usual complacencia de decir que “el poder es el otro”. Más que “la patria es el otro”, bonita dicción militante, el gobierno siempre afirmó que “el poder es el otro” (las corpos de todo pelaje, con ahora este nuevo personaje, Jaime Stiuso). Pero lleva doce años de gobernanza: ése “otro” del poder, en la larga duración, era otro que también estuvo adentro, es un otro bañado alguna vez en el nosotros. Decimos: durar tiene mucho de “morderse la cola”. ¿De dónde salió Nisman, quién era Stiuso? Pero la pregunta ahora es: ¿sabe realmente el gobierno lo que pasó? Cristina habló de suicidio, de asesinato, de la seguridad del edificio, de la intimidad de Lagomarsino, de la impunidad de la ex Side, etc. El gobierno ocupa el Estado, el Estado cumple la ficción del Todo, y el gobierno después, una vez que el Estado se pronuncia, puede ser “la parte” involucrada. Respetar esa didáctica te salva incluso de creer que sabés lo que no sabés, de decir sin saber. ¿De dónde esperamos las respuestas? De la acción de los poderes del Estado. Si hay un complot, si todo el caso AMIA-Nisman tiene una dimensión geopolítica real, si la Argentina (como dijo Timerman) es un teatro de operaciones ajenas, corresponde saberse, explicitarse con todas las letras, o como dijo un amigo: “el mejor escondite es tener todo a la vista”. Nos bancamos la verdad que sea. No hay más lugar para las medias tintas, ni los discursos vidriosos, ni las ironías finas, porque el espectáculo que vemos no lo bajamos de Netflix: es nuestra política real. Son nuestros muertos. Pero el discurso oficial de “decirnos que sabe, pero no lo que sabe”, tiene un problema: ¿y qué sabe? Todo suena vidrioso y cínico a esta hora, un juego en el que nadie quiere parecer inocente. Empecemos de nuevo.

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