jueves, 19 de febrero de 2015

martin rodrígues dixit.

LA MALA LECHE

  • 18F

Sobre el 18F

Martín Rodríguez

¿Quién le hizo oposición real al kirchnerismo? Dicho mal y pronto: las multitudes. Las multitudes fueron las que más lo asediaron. Repentinas, espontáneas, invertebradas, policlasistas aunque más bien blancas, multitudes que no dejaron rastros urbanos, ni fundaron tribus, ni fueron mayorías electorales, ni expresaron grandes narrativas. Multitudes de lo no representado por el kirchnerismo.
Estos años de batalla cultural mostraron el “papel de los medios”. El gobierno disputó con ellos el sentido común, sobre la superficie donde descansaba el nervio del volcán: las multitudes de movilizados de capas medias -en promedio- que rechazaban tal o cual política oficial. También marcharon los dañados por la inflación o los trabajadores perjudicados por lo que el sindicalismo combativo llama “impuesto al salario”. Había en todos estos movilizados beneficiados o ganadores de la economía, aunque cultores del “yo no le debo nada a nadie”.
Multitudes: la multitud de Blumberg (2004), la de Gualeguaychú (2005), la del campo y las cacerolas (2008), la del 8N (2012), la sindical de Moyano (2012) y quizás la multitud de este 2015. Para cada una el kirchnerismo tuvo una respuesta, una políticacon, contra o sobre ella. Fueron expresivas de distintos malestares, todas dieron cuenta de la ausencia de una representación política opositora, de una articulación discursiva que les diera organización. También, esta constante discontinua de multitudes, desafió al gobierno y le impuso agendas. Y muchos de estos “movilizados” contra el kirchnerismo, hombres y mujeres de clases medias y medias altas, conocieron la calle, la convocatoria pública, las formas de organización por primera vez. Como desde 2001, las calles tuvieron más individualidades en sus estandartes, en sus carteles, en sus consignas, que las formas colectivas tradicionales de los partidos, las izquierdas, los sindicalismos; incluso que las que ostentó el kirchnerismo, cuando su mayoría movilizada proviene también de esa maldita clase media. Pero este es un efecto residual de la crisis de 2001: se hace mucho más público lo privado. La gente no duda en gritar por el dólar, por su ahorro, por un reclamo impositivo aún cuando se exponga en la fila de los privilegiados salariales. Todos se hicieron más energúmenos. Todos saben que en la calle las cosas se pelean y se pueden ganar. Todos perdieron la vergüenza de exponer su ciudadanía.
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En 2009 y 2013 hubo armados electorales que le aguaron los comicios al oficialismo (De Narváez y Massa en PBA) y que funcionaron como ecos levemente tardíos del grito callejero. A la vez una constante en distritos como CABA o Santa Fe donde se consolidaron gestiones sólidas en términos electorales y de gobernabilidad.
La oposición real al kirchnerismo fue el sector agrario, el grupo Clarín, o sectores del poder judicial. Lograron dar una contención, una narrativa, un espíritu republicano, liberal, a veces social, pero no alcanzaron a producir un político a su altura. Lo que apenas hubo en estos años fue un débil contrapeso “político” con la figura de Macri, con el progresismo de Binner, la autonomía puntana o cordobesa, y, por dentro, como una esperanza paciente, con la idea de que el PJ de los gobernadores “banca pero condiciona”. En los últimos años, la rebelión municipalista de Massa abrió una herida. Pero la imagen de Scioli como estandarte de esa “ética de la responsabilidad” que no podía romper aunque quisiera, y la de un conjunto de dirigentes, gobernadores, sindicalistas, se patentaron como garantía fría de “lo permanente” del peronismo. En síntesis: el kirchnerismo enfrentó multitudes, plazas y calles, sectores, grupos económicos, medios de comunicación, sindicalismos, organizaciones sociales, pueblos originarios, etc., una aglomeración sin forma política perdurable. El contrapeso estuvo más afuera que adentro de la política.
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El kirchnerismo, en primer lugar, cuenta con la fuerza del Estado, y la eficacia o no de sus políticas públicas. Con eso suma una minoría que resulta de la unión entre progresistas y los representados del peronismo a través de gobernaciones, intendencias, sindicatos y, en menor medida, organizaciones sociales. Esa minoría sólida es su valor, a veces capturó la mayoría, y siempre se benefició con la fragmentación opositora. El dato es el “piso” electoral con el que cuenta: un piso que combina la estatalidad sobre los sectores populares y el progresismo que vota con el corazón. Lo que va y viene son los millones que votan con el bolsillo. Y la existencia de otra minoría sólida que jamás votaría al kirchnerismo.
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El antecedente de este 18F es la marcha del 8N, aquellas “reivindicaciones” que poblaron las calles (inseguridad, dólar, transporte, inflación, corrupción) y que fueron ejes de la elección de 2013, cuyo resultado le impuso la agenda al gobierno: devaluación, intento de ordenamiento del “frente externo”, renovación de trenes, asunción de la inflación con un control de precios que empezó “militado” y terminó monitoreado por una empresa privada y la relevancia de la nueva estrella del funcionariado (Berni) disputando el populismo punitivo a grito pelado en las calles y rutas argentinas.
Pero si el 8N tenía el “dólar” como novedad en el glosario de reclamos, el 18F tiene el brío trágico de la muerte de Nisman que lo hace delicado: porque esa muerte ensombrecida desde todos los discursos (también el de CFK) alentó una reacción social. Aunque aparezca articulada desde una parte de los intereses en juego. La marcha se realizará en el marco de una democracia escandalizada razonablemente por esa muerte. Es saludable que exista estupor, incluso cuando algunos de los promotores de esa marcha puedan ser vistos como parte del problema. El dicho “es una marcha opositora” rima con el histórico “ese paro es político”. Digamos que no cuaja con la pedagogía oficial de querer politizar todo, acusar por “político” un hecho que conmociona la vida cívica. Hay río revuelto, hay pescadores. La democracia es así: maldita.

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