Por Andrés Valenzuela
“Con el Indio buscamos acercar a toda una gran masa de personas a la Biblioteca, porque también les pertenece a ellas, y al mismo tiempo queremos mostrarle también a ese público que detrás de toda esa gran obra hay libros.” Ezequiel Grimson, director de Cultura de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), se para de frente a la vitrina donde se acumulan las principales influencias literarias del Indio Solari, figura excluyente de la muestra que engalana la institución. Las lecturas del alma mater ricotera van desde La Isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, hasta El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Y, por supuesto, el enorme –y fundamental para muchos de los grandes poetas del rock argentino– Antonin Artaud, representado en la estantería por Heliogábalo.
Sin embargo, para llegar a esa vitrina de libros –y el tesoro que la acompaña– hay todo un recorrido profuso que comienza en la plaza Julio Cortázar, que conecta a la Biblioteca con avenida Las Heras. Ese espacio de la Biblioteca suele estar ocupado por gigantografías de alguna de las exposiciones que alberga la institución y esta no es la excepción. Pero hay algo que llama la atención en estas imágenes y es la misma figura que es objeto de la muestra. El Indio aparece en ropa de viaje: pantalones cargo, campera y un buzo de cuello alto acompañan los inequívocos anteojos redondos. Detrás, un paisaje desolado, que hace pensar en la destrucción de la guerra de los Balcanes pero resulta ser mucho más cercana: es Epecuén, el pueblo sumergido y emergido de la provincia de Buenos Aires. Cuando se afina el ojo, se advierte que las fotos de Edgardo Kevorkian fueron tomadas en las ruinas de un cementerio y guardan en ellas la misma fascinación que ejerce la poética de Solari: la sensación de estar ante un prodigio insondable y terrible.
“El tesoro que no ves/ la inocencia que no ves/ los milagros que van a estar de tu lado/ cuando comiences a leer de los labios.” Esos versos de “El tesoro de los inocentes” encabezan la entrada al ascensor de la explanada Juan José Saer, que lleva al primer piso, donde está el corazón de la muestra. Cuando la puerta del elevador se abre, se está ante un pasillo intervenido con la convocatoria del músico en una de sus últimas presentaciones. Miles de cabezas ante el cielo abierto (porque no hay estadio que pueda contener al fenómeno Solari). Aquí es imposible no pensar en la definición que Horacio González, director de la Biblioteca, ofrece del homenajeado. González lo llama “demiurgo”.
González profundiza y destaca el papel del músico de rock y en particular del poeta rockero, como mediador. “Son autores que vinculan materiales de lo que se podría llamar alta cultura con, sin que llamarlas así represente ninguna connotación desdeñosa, las industrias culturales masivas, de las que la música es una de las más importantes.” Las palabras del director de la Biblioteca se harán evidentes hacia el final de la recorrida, cuando aparezcan intuitivamente ante el visitante los elementos recurrentes que ayudan a discernir la poética Solari-ricotera.
“Así eligió presentarse él”, destacan González, Grimson y la curadora Bárbara Maier durante la recorrida particular con Página/12. La imagen del Indio, de traje, con sus sempiternos anteojos oscuros, hablando ante un micrófono viejo, tiene ciertas reminiscencias de “comunicados”. De fondo, esqueletos con guitarras eléctricas y mucha, mucha intervención digital. Es imposible definir la imagen en un párrafo o en dos. Apenas si se la puede describir. Y otro tanto sucederá más adelante en la muestra. Porque una de las revelaciones de Indio en la Biblioteca es que pone de manifiesto la riqueza de su arte no sólo en su poética y en la música, sino también en la gráfica.
A partir de allí, comienza un primer recorrido, que se da sobre dibujos en lápiz y tinta, sobre la que Solari muestra un manejo que excede al del simple entusiasta. Sea por la influencia de los artistas gráficos que lo rodearon desde el comienzo de su carrera (como Rocambole), por práctica o inquietudes propias, se advierten en el trazo de Solari ideas claras de cómo construir cada imagen, sea en ilustraciones, en fotos, en chistes (que también incluye la exposición) o los dibujos fuertemente intervenidos con técnica digital. Nada de ello puede considerarse mera casualidad o producto de una selección generosa de los responsables de la curaduría. Ante la duda, allí hay tres óleos sobre papel, para mostrar que la riqueza de la imaginería abarca mucho más que su capacidad aparentemente inagotable para construir metáforas de enorme potencia poética, sonora y simbólica. Estas pinturas tienen motivos complejos, trabajos cuidados y precisos en el uso del color, y exigen al espectador una mirada atenta.
En este pasaje de la muestra se advierte también la recurrencia de ciertos temas fundamentales en la obra del Indio Solari, que se refuerzan con algunos de sus objetos personales que se exhiben, como las camisas o una exquisita guitarra nacarada, hecha especialmente por un luthier y que él utiliza para componer. Hay una pequeña selección de dos máscaras, por ejemplo, que consiguen a un tiempo representar su curiosidad por cierta imaginería oriental, su recurso a la idea del diablo y, a la vez, el juego de la máscara entre lo que oculta y lo que revela del mundo y su portador.
“Para nosotros, todo este costado fue bastante sorprendente”, confía Maier. “Había toda una faceta de dibujante y pintor que no estaba muy explotada y que desconocíamos.” Si bien el concepto general de la muestra se orienta a mostrar el fondo de olla del proceso creativo del Indio, las bases literarias sobre las que se asienta su poética, a la hora de trabajar con sus imágenes, Maier explica que buscaron “recrear y volver a esos dibujos que son de lápiz, o pinturas, y que conforman una estética muy similar en algunos puntos a la de Rocambole”. Algo de eso se ve en la primera vitrina, que tiene todos los discos publicados por Solari, desde su primera etapa ricotera hasta su última placa solista, donde ya él mismo se encarga de su arte de tapa. Allí también se ve cómo fue cambiando el formato y el arte de los discos –en parte consecuencia de la evolución de la industria musical y de su propio rol como artista destacado dentro de ella–, para derivar en los últimos hacia la inclusión de libros. “Me parece que él tiene su propia especificidad”, considera Grimson ante la mención de Rocambole. “El Indio quizás es menos denso, tiene momentos con una línea más ligada a la historieta clásica, con más humor, y Rocambole es más críptico, más fuertemente político en la mayoría de sus trabajos.” Se podría agregar, también, que así como recorre sus principales imágenes, en su faceta de artista gráfico el Indio también ahonda en intensas pulsiones eróticas.
El último espacio contiene los libros, ya mencionados, y el tesoro (quizás “el tesoro de los inocentes”, esa noción sobre la que cabalga la muestra) de las letras manuscritas de Solari. Una caligrafía precisa, llamativamente elegante y legible pese a tachaduras y el paso del tiempo, y claro, palabras que no fueron cantadas; palabras que perdieron ante el peso poético de otra que finalmente se hizo conocida y ayudó a conformar el mito ricotero primero y de su frontman después. “El Indio tiene la particularidad de hacer letras muy crípticas, muy densas de metáforas, y al mismo tiempo soltar frases tan directas que parecen un eslogan político, definiciones con las que es muy fácil identificarse o apropiarse, como ‘vivir sólo cuesta vida’”, elabora Grimson.
Horacio González señala la vitrina con los libros, sobre la que insiste particularmente. Admite no ser un escucha especializado en los Redondos, pero asegura que le satisface darse cuenta de que comparte con el homenajeado una serie de lecturas comunes. “Hay un nudo nietzscheano de libros leídos, de las cosas que circulaban en cierto momento, por eso también podemos encontrar a Artaud en otros compositores del rock, como Spinetta.” Los ejemplares exhibidos, advierte Maier, no salieron de las estanterías de la casa del Indio, sino que forman parte del acervo de la Biblioteca Nacional. Los títulos son los mismos, e incluso por falta de espacio faltan algunos. Los responsables de la muestra se apuran a mencionar En el camino, de Jack Kerouac. “El tiene cierto espíritu beatnik que también se refleja en las peregrinaciones de sus seguidores para verlo por todo el país”, comparten.
En una de las paredes de esta última sección resuenan las palabras del Indio, hablando de una futura conversación con González. Esa charla (aún) no sucedió, aunque los organizadores confiaban en que ocurriera, para proyectarla en la explanada de la Biblioteca. ¿No aparecerá el Indio? La curadora afirma que no está programada su presencia, aunque desde que la anunciaron no paran de recibir preguntas al respecto. “Aparece como una esfera que lo acompaña, como si fuera un gurú, un líder espiritual para mucha gente, hay toda una emoción por verlo porque se presenta como un ser enigmático que si aparece, algo puede suceder”, relata. “En parte, por esta figura armada en torno suyo es que nos surgió el impulso de la muestra, lo pensamos como una posibilidad de invitar a un público muy amplio que tiene un culto hacia su persona, para abrirle la puerta de la biblioteca a ese universo de gente.”
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