Por Washington Uranga
Pasó la marcha del 18 de febrero y cada uno de los actores, desde su perspectiva y respondiendo a sus intereses, saca sus propias conclusiones. Es parte del juego democrático. También lo es intentar –sin ninguna pretensión de verdad– aportar algunos elementos para seguir pensando en el futuro. Quienes así lo pretendan tendrán que sumar por lo menos dos capacidades: la habilidad, la creatividad y la audacia para imaginar un futuro siempre mejor, por una parte, y por otra, la inteligencia para recuperar la memoria de modo tal que la historia sirva de aprendizaje. Entre futuro y pasado está la acción política como metodología necesaria para hacer viable los futuros deseados.
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La marcha, por virtud de la mayoría de los participantes (... que deben ser distinguidos de sus convocantes judiciales, políticos y mediáticos), se transformó en una demostración más de que en la Argentina actual existe plena vigencia de la democracia y de la libertad de expresión. Que haya sucedido así también es mérito de los que ejercen el Gobierno, porque han sabido respetar a quienes opinan diferente, asegurando asimismo las condiciones para que puedan hacerlo. Al margen de ello quedan algunos aislados gritos destemplados o carteles fuera de lugar que no encontraron eco en la mayoría de los participantes. Es un mensaje de descontento emitido por una parte de la sociedad.
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Señalar lo anterior no exculpa ni libera de responsabilidad a quienes convocaron con intenciones políticas que van más allá de lo explícitamente manifestado. La “marcha de todos” se transformó, finalmente, en “una marcha contra el Gobierno”, aunque los motivos hayan sido muy diversos entre los manifestantes. En ese sentido fue un éxito para sus organizadores. Como ya lo hemos escrito en estas mismas páginas, quienes convocaron a la marcha (un grupo de fiscales, medios de comunicación y políticos opositores) tuvieron la clara pretensión de desgastar al Gobierno, aunque escondiendo sus verdaderas intenciones bajo otras consignas. Usaron la muerte de Alberto Nisman como motivación emocional, argumento y catalizador para movilizar a los manifestantes. Prueba de ello es que los que convocaron ahora no se conmovieron antes de la misma manera ante causas similares, ni siquiera ante la necesidad de justicia por los atentados contra la AMIA y la embajada de Israel. Esto, sin olvidar que varios de los miembros del Poder Judicial y políticos que participaron del acto han sido cómplices o responsables de que la verdad no aparezca en esos casos. Los fiscales y jueces convocantes se sintieron fortalecidos por la marcha y, sin perder tiempo, salieron de inmediato a reforzar la ofensiva judicial contra el Gobierno.
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Apenas una referencia para no obviar el tema. Resulta sumamente antipático referirse a una persona muerta y mucho más cuando ha fallecido en circunstancias trágicas. Pero a veces resulta imprescindible aunque no sea políticamente correcto. En el norte de América del Sur es común escuchar un dicho popular: “No hay muerto malo ni novia fea”. Pregunta: ¿qué es lo que ha convertido a un personaje tan controvertido, contradictorio y criticado como Nisman en una especie de héroe popular alabado ahora incluso por quienes fueron sus detractores? ¿Cuáles han sido en vida los méritos del fiscal Nisman? A ello debe sumarse que muchas de las demandas de “justicia” expresadas en la marcha parecían impulsadas por la “necesidad” de concluir –antes de que se pronuncie la Justicia– en que el fiscal fue asesinado. Está claro que la hipótesis del crimen “redime” a Nisman, y que el suicidio no aporta a su heroísmo. Habría que dejar al margen de esta consideración a los familiares, quienes, por razones obvias, están movilizados por otros sentimientos y criterios.
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La presencia de dirigentes políticos fue discreta, para algunos, vergonzante, para otros. Quienes hablan de discreción se refieren al “respeto” por la familia del muerto. Los otros entienden que de haber pretendido mayor protagonismo los políticos opositores podrían haber generado repudio de parte de la asistencia. Por la variedad de los perfiles participantes, y porque habrían dejado al descubierto la feroz interna que hoy vive la oposición. Los políticos se reservaron para el día después la disputa por la interpretación en el escenario de los medios, donde ya no juegan las personas de a pie y donde estos dirigentes siempre son “locatarios” con la aquiescencia y complicidad de los comunicadores y sus patrones.
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No hubo consignas (más allá de algunas aisladas y que no deben ser tomadas en cuenta como tales) salvo la supuestamente unificadora del homenaje al fiscal muerto. Esa fue la garantía que permitió que la marcha se diera con éxito. Nunca se podría haber reunido a la multitud que se congregó si los convocantes (tanto el grupo de fiscales que apareció en primera fila, como los medios y los políticos que los respaldaron) hubieran desplegado en eslóganes sus verdaderas intenciones y propósitos. Este hecho, que fue una fortaleza para garantizar la participación, encierra al mismo tiempo la principal debilidad de la manifestación, porque es difícil volver a encontrar motivaciones similares a la usada en este caso para reeditar acontecimientos políticos como el ocurrido el pasado 18 de febrero. No está de más recordar que esta no es la primera manifestación opositora de este tipo y que pocas veces las movilizaciones tienen luego correlato en las urnas. Habrá que esperar de todos modos.
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¿Cuáles son los espacios de participación de la democracia actual? Los partidos políticos han visto reducida su influencia, si bien todavía convocan a reducidos grupos de militantes juveniles. Siguen funcionando formalmente y sirven para canalizar institucionalmente el acceso al poder del Estado, pero están agotados como vehículos genuinos de participación masiva. Porque se burocratizaron, porque no logran expresar el sentir de gran parte de la ciudadanía. Subsisten como estructuras, también porque no hay alternativas a la vista. Ejemplos como el de Podemos en España dan cuenta de que surgen otros modos de participación. Aquí los movimientos y organizaciones sociales que reúnen a muchas personas avanzaron en su capacidad de incidencia sobre las decisiones públicas, pero no han logrado trasvasarse hacia la política como participación efectiva en el ejercicio del poder político. Se habla de la política ejercida a través de los medios. Pero esto es para unos pocos: los propios comunicadores o quienes tienen permiso para acceder a las pantallas, los micrófonos y las páginas. Y se sabe que el sistema de medios, más allá de los avances logrados, está muy lejos de ser democrático. Frente a este panorama, la movilización callejera se ha convertido –en algunos casos de manera organizada y en otros de manera más amorfa y espontánea– en un espacio para la expresión tanto de la aprobación como del descontento.
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Visto lo anterior, el espacio público y la movilización se constituyen en espacios estratégicos (ahora más que antes) de la política. Porque si antes la movilización callejera fue el resultado y la conclusión de la acción política organizada por los partidos, hoy, por el contrario, parece ser el espacio que los sustituye y, en todo caso, el que puede dar lugar a otro tipo de aglutinamientos. Por ese motivo también la calle, amplificada según conveniencia por los medios, se transforma en un espacio fundamental de la disputa política. Probablemente, en este punto también radique parte del desconcierto que manifiesta el oficialismo y el Frente para la Victoria en particular. Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, la calle y la capacidad de movilización fue hegemonizada por el oficialismo. Las crisis se resolvieron con la gente en las calles expresándose en favor del Gobierno, mientras los opositores se resguardaban en sus casas. El conflicto con los grandes productores del campo primero, los cacerolazos después y lo sucedido el 18 de febrero, por último, ponen en evidencia que hay otras expresiones ciudadanas opositoras que están dispuestas a manifestarse en la calle. También es cierto que, al menos por el momento, carecen de líderes indiscutibles y consignas unificadores a pesar del esfuerzo que hacen las corporaciones mediáticas para reeditar, ahora en la calle, la experiencia del “grupo A”. En este terreno, quizás el oficialismo tenga su “revancha” el 1º de marzo, cuando se inicien las sesiones legislativas y se convoque a una gran movilización de apoyo a la Presidenta.
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El Gobierno ha cometido muchos errores en el ejercicio de la gestión. No son justificables, pero sí es entendible por los años transcurridos, por las dificultades propias de la administración y otras incapacidades también manifiestas. También es cierto que si hay algo de lo que el Gobierno no se puede vanagloriar es de su capacidad para reconocer las fallas y rectificar a tiempo cuando es necesario. Muchas veces, por el contrario, la decisión política es reafirmarse en todo lo hecho aun contra toda evidencia, en el convencimiento de que reconocer una falla es una demostración de debilidad. Grueso error. Pero está claro que la oposición (toda la oposición) ha carecido de ideas y propuestas. La única perspectiva es la de oponerse a todo y es allí, en el “oposicionismo” perpetuo y obstinado, donde encuentra su principal punto de coincidencia. Fuera de ello todo es fragmentación. Y lo que es todavía más grave: las críticas que se hacen no son para mejorar lo existente, para dar pasos al frente. Por el contrario, las pocas ideas que se aportan son para retroceder: en la asignación universal por hijo, en el desendeudamiento, en la ley de medios, en los cambios en la Justicia. Y se podría seguir con la lista. Lo dicho, y lo no dicho, es también una forma de “marcarle la cancha” a quienes resulten electos en octubre: estos son los límites.
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Por último, va quedando claro que los extremos aburren. No sirve, no aporta y no conduce a nada la confrontación entre buenos (siempre los que están de mi lado) y los malos (siempre los de la vereda de enfrente). La democracia demanda escucha y negociación. Sin concesiones respecto de los valores y los principios, pero con la capacidad suficiente para encontrar los métodos para el acuerdo en la diferencia. Es la democracia. Distinto sería pensar que estamos en un momento pre-revolucionario. Seguramente estaríamos hablando de otra cosa y de manera diferente. Vivimos en un sistema democrático en el marco del mundo capitalista que reconoce la tensión entre intereses y la lucha por el poder, pero que necesita de manera imprescindible del diálogo para ser viable
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