martes, 3 de junio de 2014

Jauretche por su editor: Arturo Peña Lillo

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En su libro Memorias de papel el gran editor nacional, don Arturo Peña Lillo, recuerda a Jauretche y rememora los orígenes de algunos de sus libros. “Hombre seguro, de reacciones y genio rápido, hecho desde muy niño a la disputa de la patria, como es la política, sentía al país como cosa propia; un valioso patrimonio por el cual debería velar”.
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“Me lo presentó Ernesto Palacio, a comienzos de 1955, en un encuentro callejero. Arturo Jauretche ya había dejado la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires y, despreocupado de compromisos oficiales, observaba críticamente el desarrollo político del gobierno peronista. Era pasado el mediodía y nos dispusimos a almorzar. Jauretche estaba molesto y temperamentalmente dirigía su enojo contra el poeta Vicente Barbieri por la jugarreta de que había sido víctima, según Jauretche. Aquél le había solicitado que mediara para conseguir una sala, pues quería poner en escena una obra de la cual era autor. Jauretche le consiguió el Cervantes y Barbieri subió a escena su Facundo en la Ciudadela, obra que a juicio de don Arturo era un tiro por elevación al sistema.
Hombre seguro, de reacciones y genio rápido, hecho desde muy niño a la disputa de la patria, como es la política, sentía al país como cosa propia; un valioso patrimonio por el cual debería velar. Y a esto dedicó su vida. Ostentaba la arrogancia de ser hombre argentino. Y la ternura del que se sabe hermano de sus conciudadanos. Implacable con la amoralidad, supo señalar a propios y extraños sus defecciones. Fue peronista a pesar de las diferencias que tuvo, y no ocultó, con el mismo Perón. Fue uno de los “nacionales”, que a la caída de su gobierno se dedicó a desmitificar la leyenda patibularia que había creado el liberalismo, explicando su contenido y el fervor nacional de las masas. Durante 20 años polemizó y describió en agudos y originales libros la realidad argentina, contribuyendo intelectualmente a que en 1973 el justicialismo fuera considerado y aceptado hasta por los más reticentes opositores. No obstante, a su muerte, estando presente toda la ciudadanía, no lo estuvo el nuevo gobierno de Perón.
A Jauretche nada le era ajeno. Conocía el campo en sus más intrincados secretos. Describía con mínimos detalles y fundamentaba toda explicación; desde cómo y por qué se castra un animal en luna llena, hasta cómo se cultiva un colmenar; durante su proscripción, empleó el obligado ocio en seguir un extenso curso de apicultura. En cierta oportunidad, hallándome bajo los efectos de una pasajera desilusión ideológica, le dije, irónicamente, que estaba dispuesto a dejar la editorial para dedicarme a la crianza de chanchos. Jauretche no advirtió la intención y me explicó, durante una hora, cuál era la técnica y el manejo más apropiado de dicha explotación. Posiblemente, Jauretche me estimara por nuestra común relación con su obra, cuyo éxito compartíamos gozosamente, pero su admiración por mí se despertó cuando le conté que en mi adolescencia, en una escapada de varios años a la Patagonia, me había ganado la vida como resero y alambrador. Esto fue suficiente para que a cuanto amigo estanciero me presentara, no lo hiciera como editor de sus libros sino como “alambrador”.
Rechazaba el calificativo de intelectual como el de “maestro”. Al primero por asociarlo a ese vano ejercicio de parodiar la cultura extranjera; al segundo por la hipocresía que intuía en Alfredo Palacios a quien se le llamara “maestro de la juventud”. Solía afirmar que no sabía que eran psicoanálisis, metafísica y surrealismo, humorada que practicaba para rechazar el rebuscamiento mental, existiendo cuestiones más urgentes en qué ocupar las neuronas. Todos sus escritos, como conferencias o charlas de café, están basadas en la realidad que todos conocemos; sin embargo tratadas por Jauretche son originales, llegando a conclusiones que nos parecen obvias, pero antes inadvertidas.
Jauretche tuvo dos “mesas” próximas a su domicilio. En la confitería Saint James, en Córdoba y Maipú y el café Castelar de Córdoba y Esmeralda, a pasos de su casa. Tribunas cómodas para llegarse hasta ellas, pues últimamente le molestaba su obesidad, no así el reconocimiento de sus compatriotas, dispuestos a escucharlo, como él también sabía escuchar, acechando siempre el pensamiento inteligente de su interlocutor. A veces hacía un alto para anotar la idea o la palabra que despertaba su atención, advirtiéndole que le robaba su producción. Eran las acotaciones que luego reproducía en sus libros sin omitir origen. La casuística jauretchiana se componía de hechos y dichos por gente común, los que hacen la realidad diaria. Rara vez apelaba a las autoridades intelectuales para respaldar sus juicios. Carecía de ese exhibicionismo tan característico en ciertos escritores en que los citados hacen las veces de elevadores de voltaje intelectual. Si el apellido tiene varias consonantes, mejor. Juan Carlos Nayra me contó que E. Martínez Estrada, a quien él conocía muy bien, citaba la bibliografía alemana en su idioma original, no conociendo ni papa de la lengua de Wagner.
Dueño de una memoria poco común, don Arturo me supo relatar la campaña política que realizara en la provincia de Buenos Aires para las elecciones convocadas para el 5 de abril de 1931 por la dictadura que depuso a Hipólito Yrigoyen. A más de cuarenta años del suceso, recordó sin esfuerzo cada acto, sus oradores y los conceptos vertidos por cada uno de ellos. Esta facultad que he advertido en relevantes personas, suele confundirse con la de la inteligencia, no siendo precisamente así, pero sí su más formidable auxiliar. Si la inteligencia consiste en relacionar e integrar datos y sucesos, la claridad y la seguridad de la buena memoria hace ágil y armónica la función del pensar.
Profundo conocedor del país y de sus hombres, solía inquirir al eventual interlocutor su lugar de origen, cosa que ya sospechaba por el matiz de su voz. Y en cuanto se lo confirmaba, él ampliaba y abundaba en pormenores, así fuera la población más remota del país. Cuando María Luisa Comelli se incorporó a nuestra editorial, allá por 1970, no escapó a la requisitoria. Enterado Jauretche que era puntana, más precisamente de Mercedes, “la de la calle de una vereda sola”, don Arturo la describió con su gente y nombres propios. Natural observador, descubría argentinos, viéndolos de espaldas, caminando por Viena o Madrid: un balanceo típico de sus hombros los delataba, decía Jauretche. Al filo de su existencia, su quijotesca actitud ante la vida seguía intacta; cierto día me confiesa que ya estaba viejo. Le pregunto cuál era el síntoma y me cuenta que esa mañana en un café, ante la insolencia de un parroquiano hacia un desvalido, lo obligó a intervenir tirándole una trompada; aquél se agachó y Jauretche siguió girando hasta caer.
El buen humor de don Arturo era proverbial. Sus más profundos pensamientos están dichos de manera graciosa, sin aparatosidad. Había descubierto la pedagogía del humor, reduciendo lo solemne y académico a sencillas fórmulas, fáciles de comprender. A fines de 1959 volví a encontrarme con don Arturo. Daba una conferencia en el Instituto Juan Manuel de Rosas, entonces ubicado en la calle Florida al 300 y, como desde su fundación, dirigido por Alberto Contreras. El tema era: Política nacional y revisionismo histórico. Le pedí permiso para publicarla en La Siringa (colección de la editorial Peña Lillo, Nota APU). Aceptó, iniciando así, lo que con el tiempo sería una vasta producción de libros de su autoría. Para las editoriales tradicionales estos temas eran de segundo orden; algo doméstico y por lo tanto desdeñable para el público lector.
Arturo Jauretche tenía tantos enemigos como sofismas había derribado. Bajo las demoliciones yacían prejuicios, leyendas prestigiosas, supersticiones históricas, ilustres “zonceras” y toda la mitología liberal a cuya desaparición contribuyó definitivamente. El resto, que son esos argentinos innominados, desconocidos y diseminados por todo el territorio nacional, fueron sus amigos. Los más allegados; los que compartieron ideales y lucha, guardan su memoria como brújula de la doctrina nacional.
(…) Osvaldo Guglielmino, poeta, autor teatral, cuentista y exfuncionario, entre otras cosas, allá por 1965 organizó un congreso de la cultura en sus pagos de Pehuajó. Me invitó telefónicamente recomendándome especialmente que llevara a Arturo Jauretche. Saqué los pasajes y viajamos a los pagos que fundara Rafael Hernández, el hermano menor del autor de Martín Fierro. El viaje en el FF.CC. Sarmiento fue brevísimo. Es que el tiempo es la medida de nuestra ansiedad. Durante el mismo, don Arturo, narrando lo que más tarde sería un libro, exponía uno de los aspectos más pintorescos de nuestra sociedad. Las infinitas posibilidades de un país joven, donde todo estaba por hacerse, el esfuerzo sostenido y algún golpe de azar enriquecieron a varias generaciones de inmigrantes. Sus hijos, sin estilo ni tradición, pretendieron blasones de aristocracia donde no la hubo y la que pasa por tal, son los descendientes de aquellos llamados en la Metrópoli la pandilla del barranco, compuesta por desolados expedicionarios, contrabandistas y tenderos. La parodia de la parodia, ha dado una sociedad de equívocos tragicómicos. Jauretche registró la rica galería de “cursis”, “tilingos”, “rastacueros” y “guarangos” que dio en llamar El medio pelo en la sociedad argentina.
Este libro se editó en octubre de 1966. El diario El Mundo, ya desaparecido, publicó días antes de su aparición una nota a doble página debida a Edmundo Eichelbaum, redactor de la sección bibliográfica del diario. El día de la presentación, en una galería de arte de la calle Esmeralda a 800, el público desbordó el local para escuchar al autor. Figuró en el “ranking” de “best-sellers” de la revista Primera Plana, durante varias semanas. Por entonces esta revista era la de mayor predicamento en la clase media.
El éxito de El medio pelo no sólo fue inmediato -3000 ejemplares en 30 días- sino que fue sucesivo. A pesar de hallarme familiarizado con los “best sellers”, este libro reforzó la imagen del sello editorial y, recíprocamente, la de Arturo Jauretche que era publicado por una editorial nacional en alza. Es posible que hoy los libros de este autor sean codiciados por las más prestigiosas editoriales de plaza, pero por entonces, como fue el caso de Ernesto Palacio, fruncían la nariz, en una expresión de repugnancia por el autor local y la temática nativa.
La bibliografía jauretchiana cuenta además con dos libros tan revulsivos como deliberadamente ignorados: Los profetas del odio, que apareciera por primera vez en 1957, primigenio alegato que desmonta el aparato de la “intelligentzia” nacional, alienada por un equívoco concepto de la cultura. Diez años más tarde lo ampliaría con el subtítulo de La yapa. La colonización pedagógica, siguiéndole un año más tarde un “manual” tan poco ortodoxo como demoledor de prejuicios y esquemas e ideas-fuerza de tradición liberal. Me refiero al Manual de zonceras argentinas. Esta cruda disección del sistema cultural argentino le ha valido a Jauretche, como a tantos otros escritores sin compromiso con el establishment político, económico y literario, el destierro de los medios de comunicación, tanto escritos como orales. Sin detenerme en otro títulos, recopilación de trabajos dispersos en periódicos de efímera vida, queda por recordar sus inconclusas De memoria. Pantalones cortos, volumen que dedicara a sus recuerdos de infancia. El capítulo más esperado, por tratarse de sus años de juventud, ya en Buenos Aires, quedó frustrado por su inesperada muerte”.

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