Colombia es un país en guerra. Si bien los fuciles callan en los últimos días y no hay humo ni estruendos desde las montañas que rodean su capital, los rastros del conflicto se pueden encontrar en las esquinas, los barrios, los relatos de la gente. Pero es quizás en la actividad política de sus ciudadanos la que más desvela la raíz profunda de esta guerra que ya lleva más de medio siglo.
El día de las elecciones, en Bogotá es muy fácil ver correr a toda velocidad por las calles caravanas de autos blindados y polarizados, seguidos de escoltas y policías en muchos de los casos. Suele suceder en todas las grandes capitales del mundo, cuando funcionarios de alto nivel se trasladan de un lugar al otro. Sin embargo en Bogotá el número de personas protegidas es exponencialmente superior a cualquier otra capital de América latina.
“Los carros los pone el Estado, pero sólo los dejamos manejar a gente de confianza”, cuenta Omer Calderón, presidente de la Unión Patriótica, amenazado de muerte desde febrero pasado. Pesa sobre su cabeza, y la de otros cuatro dirigentes de su partido, una recompensa de 50 millones de pesos –unos 25.000 dólares– puesta por un grupo paramilitar que se hace llamar “Los Rastrojos”. La candidata de su partido, Aída Avella, el domingo de elecciones debía moverse con cuatro camionetas 4x4 al séquito, y varios hombres armados y de civil alrededor. “Durante la campaña, cuando yo llegaba a un pueblo la gente se preguntaba qué pasaba que había tantos carros. Es increíble que para hacer política de oposición en este país tenga todas estas escoltas”.
Pero el problema de la protección a quienes tienen algún tipo de actividad dirigencial en la política colombiana va más allá de los partidos de oposición. Movimientos sociales y campesinos también tienen que girar por las calles con escoltas. “Yo estuve 7 años exiliada en Suiza, hasta que terminó el período de Uribe”, cuenta Luzperly Córdoba, dirigente de la Asociación Campesina del Arauca e integrante de la mesa de diálogo entre el gobierno y la Cumbre Agraria. “Incluso me persiguieron hasta Suiza. El gobierno colombiano interpuso una acción especial para que la Policía Federal me allanara la casa, y me abrieron un proceso en Suiza. Osea que ni allá pude estar tranquila”. Córdoba fue judicializada junto con toda la dirigencia campesina del Arauca, y antes de exiliarse pasó un año y medio en la cárcel. “El hecho de que nos coloquen una escolta, o un carro blindado eso no es garantía. Nosotros lo que estamos pidiendo son garantías políticas porque en cuanto las haya nosotros vamos a poder ejercer nuestro trabajo, nuestra actividad que es absolutamente legítima”.
Olga Quintero, dirigente campesina del Catatumbo, región que entre agosto y septiembre pasado vivió una dura represión ante el paro agrario convocado por labriegos e indígenas que dejó 19 muertos y decenas de heridos, también se ve preocupada por lo que sucede en su país. “Si gana Zuluaga no sé qué va a ser de nosotros. Es la vuelta del uribismo que ya ha asesinado a miles de militantes”, cuenta mientras dos hombres de campera de cuero la escoltan por las vías del centro histórico de Bogotá. “Hace poco entraron a mi casa para matarme. Por suerte no me ha pasado nada pero esto sucede a diario”.
Mientras tanto, Santos votaba en la céntrica Plaza Bolívar, la misma que había sido tomada por unos 300 desplazados durante 23 días hasta el viernes anterior. Luego de una rápida negociación fueron desalojados para permitir la instalación de las urnas. Centenares de policías y militares los tenían rodeados e impedían que se les diera agua y comida.
La mayoría de estos dirigentes no tiene mucha esperanza en la segunda vuelta de junio. Pero a partir de sushistorias, saben que harán lo que puedan para lograr la paz, con justicia social.
Miradas al Sur, Federico Larsen
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