El “congestionado” camino a las presidenciales, el problema de los pronósticos tempranos y las continuidades en el sistema político argentino
Por Luis Tonelli
Siete candidatos por el oficialismo. Otros cuatro o cinco por FA-UNEN. Dos muy importantes (Mauricio Macri y Sergio Massa) que se presentan, por ahora, por su propia cuenta. Y quién sabe cuántos probarán suerte. El camino a las presidenciales de 2015 aparece sumamente congestionado.
La novedad la da, sin embargo, el Frente para la Victoria como fuerza política en el poder durante una década y de indudable ADN peronista. Pese al verticalismo tradicional, esta vez no hay “sabio dedo” para ungir al heredero. Ni siquiera intervención de “género” de la Presidenta para que al menos una de los candidatos oficialistas sea mujer. Más bien la consigna bajada desde las alturas de los pisos superiores de la Casa Rosada es que corran los que quieran y que la “gente” decida.
Y si se trata de auscultar lo que la “gente” quiere, lo cierto es que el panorama se reduce en términos de posibilidades reales que tendrán los candidatos, pero no tanto como otras veces. Las PASO que aparecen como relevantes son, obviamente, las del Frente para la Victoria -y allí no hay nadie que le haga sombra a Daniel Scioli-; las de FA-UNEN, con candidatos como Hermes Binner, Ernesto Sanz, Julio Cobos; y las dos solitarias del PRO con Mauricio Macri, y por supuesto, la del Frente Renovador, con Sergio Massa. El tigrense picó en punta, pero se ha amesetado luego de un rápido ascenso acercándose al resto del lote de competidores.
Y alguna encuesta que anda dando vueltas por ahí indica que la “gente” prefiere participar de internas competitivas antes que de las que vota para confirmar un candidato único, como sucedió en la predilección por UNEN en las legislativas recientes en Ciudad de Buenos Aires, para alegría de FA-UNEN y preocupación adicional para Massa y Macri.
La recomposición del sistema de partidos sólo podrá darse cuando nadie que no tenga una trayectoria en una fuerza política institucionalizada pueda siquiera imaginar llegar a la Rosada.
O sea, y tal como es tradición en la Argentina, faltando poco más de un año para las presidenciales nadie puede pronosticar con algún viso de realismo quién será su ganador, o incluso quiénes serán los finalistas. Ni siquiera si va a ser necesaria la segunda vuelta, como ya están adelantando muchos. Se sabe que las PASO funcionan como una encuesta a todo el universo de votantes y, con información precisa, cada uno de los electores puede adelantar el ballotage en la primera vuelta, votando a quien le puede ganar al que menos quiere que gane. Eso que se llama voto estratégico.
Lo que sí llama tremendamente la atención es que el sistema político sigue, en términos de su sistema de partidos, tan descalabrado como en el 2003. En la primera vuelta de las presidenciales de ese año, Carlos Menem obtuvo 24,45%, Néstor Kirchner 22,24%, Ricardo López Murphy 16,37%, Adolfo Rodríguez Saá 14,11% y Elisa Carrió 14,05%.
Si le pegamos una ojeada a lo que dicen las encuestas hoy, los protagonistas cambian, pero los números no son muy diferentes entre los competidores: nadie de los que hace punta, Massa o Scioli, supera los 30 puntos de intención de voto. Los que los siguen, nadie supera los 20 puntos. Hay multipolaridad, y no bipolaridad competitiva: todos contra todos. Como en 2003, salvo en un detalle: en ese año se sabía que quien enfrentara a Menem en una segunda vuelta iba a recibir el voto mayoritario de los que estaban contra el riojano. Esta vez ni eso.
Atrás parecen haber quedado las elecciones con predominio del Frente para la Victoria (el 2007 -45,29 de CFK seguida por Carrió con un 23% y Lavagna con un 16,91%- o el aplastante 2011 con un 54,11% para CFK y, en una atomización inédita en América Latina, ninguno de sus competidores superando el 17% de los votos).
Más allá de si el Frente para la Victoria tiene chances electorales, después del desgaste de diez años de gobierno, la muerte de Néstor Kirchner y la imposibilidad de re-re-elección de Cristina Fernández, la decisión de la Presidenta por ahora es no pasarle la posta a nadie en especial. Es que nombrar un candidato oficial y máxime uno que pueda ganar las elecciones, como Daniel Scioli, sería encumbrar al príncipe sucesor. O sea, significaría que la Reina abdique. Tampoco puede nombrar a un candidato que no tenga perfil propio, ya que la derrota sería suya propia.
Y a pesar de todo lo que se dice y se va a decir, del cansancio de la Presidenta, de los ruegos familiares para que se retire, que “ella está aburrida”, y otras cosas que les pasan a los simples mortales, convendría sólo por hipótesis -al no poder contar nadie con información fidedigna y concluyente- considerar que CFK va a querer seguir gravitando en la política argentina y, si puede, intentar volver en el 2019.
Si la chilena y muy cívica y republicana Michelle Bachelet lo hizo, ¿por qué no la velociraptor patagónico-platense? Máxime cuando Cristina Fernández mira desde lo alto el panorama desolado argentino y brilla sola en el firmamento político. No hay nadie en el oficialismo ni en la oposición que se le acerque ni por lejos en densidad y capacidad política. Y esto tienen que reconocerlo también los opositores.
Por supuesto, esto no significa que la Presidenta pueda seleccionar a quien será el candidato de la oposición que quiere que gane. En Chile, si no gana la centroizquierda, gana la centroderecha. Aquí, puede ganar cualquiera (ni de izquierda ni de derecha, sino todo lo contrario, como se autodefinía ideológicamente el PRI mexicano en su golden age).
Mientras tanto, un sistema de partidos que supo ser acusado de “bipartidista” en los 90 -tal el eslogan de campaña del Frepaso por esos tiempos- hoy sigue fragmentado y dominado por las candidaturas-personajes que son las que inclinan la bandeja de mercurio que arrastra a los políticos territoriales.
Todo el período de predominio kirchnerista puede entenderse no como uno de preeminencia de una fuerza política sino como una etapa de predominio político y electoral del Gobierno (o incluso de los gobiernos, provinciales y municipales). En un contexto de fragmentación, quien ostenta los recursos materiales y simbólicos que brinda el ocupar el Poder Ejecutivo da una ventaja comparativa decisiva. Cosa que demuestra la tasa de reelección gubernativa y el nivel de fragmentación de las fuerzas opositoras.
Imposibilitados de re-elección los ejecutivos, la política de candidatos emerge nuevamente, especialmente en las presidenciales, y en los distritos más mediatizados. El colmo de los colmos se da en la provincia de Buenos Aires, donde no aparecen candidatos de fuste para pretender ser gobernador (salvo los amagues de Elisa Carrió y de Felipe Solá). Es que quien “mide” en la provincia que representa el 40% del electorado (reforma de 1994 mediante) más que para gobernador pasa a estar para ser presidente.
Todo lo cual genera una perniciosa lógica del poder sin contralor con las consecuencias que todos ya no nos imaginamos sino que corroboramos. La democracia presidencialista necesita de una oposición lo suficientemente fuerte para controlar pero no tanto como para bloquear. Demanda de alternancia en el poder, pero no a través de crisis catastróficas. Todos requisitos que no se dan naturalmente.
La política de candidatos ha llegado para quedarse; de eso no cabe duda. Mientras los candidatos individualmente piensen que pueden llegar solos, sin necesidad de estructura, y lo comprueben, seguirá la fragmentación. Si estiman que igual, coaligándose, perderán frente al oficialismo establecido, preferirán hacerlo solos, cuidando su quinta, como pasó en 2007 y en 2011.
La recomposición del sistema de partidos sólo podrá darse cuando nadie que no tenga una trayectoria en una fuerza política institucionalizada pueda siquiera imaginar llegar a la Casa Rosada. Hoy, esto está bastante lejos de ser así, y quién sabe si volverá algún día a serlo nuevamente.
Revista Debate
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