lunes, 12 de mayo de 2014

Los cuadernos de la cárcel

Sobre el final de la presentación del libro 2922 días, su autor, Eduardo Jozami, leyó la lista de los 30 asesinados –los detenidos y los familiares de esos detenidos– por la dictadura en la cárcel de La Plata durante 1977. No se trataba de una enumeración (por más sentida que sea). Era la certeza, señalada a mediados del siglo XX por Oesterheld en El Eternauta, reflotada por la militancia del siglo XXI, de que la lucha no es personal ni individual, sino colectiva. Esa certeza atraviesa todos y cada uno de los capítulos–recuerdos en que se divide y al mismo tiempo se aúna– 2922 días, subtitulado Memorias de un preso de la dictadura. Incluso en los momentos en que, de manera brillante, volviendo a fundar el término “ensayo”, Jozami se anima a dudar y dejar por escrito su duda, algo poco frecuente en la literatura. Dice, hoy, Jozami, a 4 meses de cumplirse los 39 años de su detención, a 4 meses de cumplirse 31 años de su liberación: “Creo que el libro es una reflexión tardía. Ya pasaron más de tres décadas, lo cual quiere decir que uno revisó muchas veces esa experiencia. Y, además, es también posterior, y esto para mí es muy importante, a las declaraciones judiciales donde presté testimonio en tres oportunidades. Hasta ese momento, con todos los años de impunidad antes de 2003, tal vez me parecía hasta frívolo escribir un libro que podía verse como demasiado personal, ¿no? Sentía que la necesidad era aportar elementos y denuncias para llegar a que se hiciera justicia”.
–Entonces, la escritura…
–Bueno, después de haber pasado esa etapa de las declaraciones judiciales, me pareció que me debía una reflexión que no podía pasar solamente por la afirmación de las grandes cuestiones, esas en las que obviamente sigo creyendo a través de los años, sino también en una mirada más fina, más detenida acerca de una situación que no se puede mirar exclusivamente en términos de blanco y negro, ya que en la vida absolutamente nada es blanco o negro.
–¿Ni siquiera la situación de estar detenido durante la dictadura? 
–Ni siquiera en situaciones tan repudiables y tan angustiantes como puede ser la detención en condiciones de máxima seguridad en una dictadura.
–¿Por qué?
–Porque, poniendo todo esto entre comillas, también tenía sus compensaciones: la solidaridad con los compañeros que estaban detenidos, los momentos que uno mismo se creaba para sentirse mejor de algún modo, la importancia de la lectura. Desde ese punto de vista, tal vez estamos demasiado acostumbrados a una literatura de denuncia de la dictadura. Esa literatura, de la cual participé, cumplió un período absolutamente necesario: el libro sobre Walsh que hice hace unos cuantos años intentó ser una mirada más reflexiva. En este 2922 días, además de seguir en la misma línea de reflexión respecto a los aspectos generales y políticos, aparece más claramente la subjetividad del autor. Y todo autor se pregunta y duda y reflexiona y se cuestiona un montón de cosas, como casi toda la gente.
–Siguiendo con el entrecomillado, usted menciona que estar preso provoca ciertas certezas: la sensación de que el mundo es inamovible, que pasan siempre las mismas cosas; una certeza casi rutinaria. ¿Se perdió esa sensación cuando salió en libertad?
–Sí, hubo un cambio muy brusco. En algunas grandes cuestiones, era como si esos ocho años hubiera estado suspendido el tiempo. Por supuesto que seguíamos desde la cárcel la evolución política. Sabíamos que era muy diferente la situación después de la represión feroz, del desmantelamiento de las organizaciones revolucionarias, pero de cualquier manera seguíamos en un medio distinto y, fundamentalmente, vivíamos entre nosotros, todos presos, todos militantes, y no nos podíamos dar cuenta de cuánto había cambiado la sociedad argentina.
–Señala en su libro que, al salir, se encontró, con una Buenos Aires en la que faltaba mucha gente, y aclara que si bien en términos porcentuales el total de los desaparecidos no era notable sobre el total de la población, sí lo era para usted y para el grueso de las organizaciones revolucionarias…
–Claro. Mis amigos estaban muertos, exiliados, ya casi no quedaba ninguno cuando salí. Y otro de los cambios fue encontrarme con un país donde todos hablaban de la democracia de un modo que no se hacia en los años ’70, incluso después del ’73. Cuando no­sotros caímos presos, hasta los conservadores tenían una terminología que estaba impregnada por el marxismo. Y esa no era la situación en 1983. Ni aquí ni en el mundo: cuando poco tiempo después de mi liberación me fui a México, viví ese mismo clima de ideas muy diferente. En la cárcel uno se construye ciertas certezas porque es imprescindible para seguir viviendo. Y suspende también un poco el tiempo, uno sigue viviendo con la mirada que tenía en el momento de entrar.
–Pero…
–Siempre hay peros, por supuesto. Era evidente que las cosas habían salido mal, que había que revisar muchos aspectos, que se imponía una visión crítica. Y en el libro relato cómo fuimos desarrollando esos puntos de vista a lo largo de los años. Primero, en una especie de diálogos íntimos, después en el debate con los compañeros. Uno estaba preparado para continuar ese debate a la salida, pero realmente había sido tan tremendo el cambio que ese mismo debate fue imposible.
–¿Por qué imposible?
–Porque debatir supone seguir teniendo categorías más o menos sólidas en las que apoyarse para discutir alguna cosa. Y nos encontramos con que no era solamente que había una organización revolucionaria que había sido severamente golpeada y derrotada, sino que vimos que había un país que había cambiado, un mundo que estaba cambiando. Las primeras semanas, los primeros meses fueron de una paradójica sensación de fascinación y profunda inquietud: ese mundo nuevo, con todo lo que tenía de negativo en algunos aspectos, despertaba un interés muy grande por entender lo que estaba pasando. Había nuevos debates, era necesario revisar cosas, pero al mismo tiempo me provocaba una gran inseguridad.
–No hay pregunta contrafáctica que sea justificable, pero, ¿si hubiera estado en libertad, habría estado de acuerdo con las decisiones más complicadas que tomó la dirección de Montoneros después del golpe? 
–Yo estaba en libertad cuando pasé a la resistencia, a la clandestinidad, en 1974. Y me pareció un disparate, aunque no tuve ninguna posibilidad de discutirlo. Supongo que en la medida que esa línea se iba profundizando hubiese estado en desacuerdo. Pero hay que ser muy prudente en estas manifestaciones contrafácticas, porque a veces las decisiones no dependen de un análisis intelectual. Mucha gente se quedó en la organización y de hecho yo lo hice hasta que me detuvieron por una cuestión de solidaridad con los compañeros y de necesidad de permanecer en el único lugar donde, a pesar de todas las diferencias, me parecía que se podía luchar contra la dictadura. Lo que sí es seguro es que ya desde 1974 estaba en desacuerdo con la línea militarista de la organización.
–No debe haber sido lo mismo intentar escribir este material en los ’80 o en los ’90… 
–Por supuesto. Todos participamos, aun quienes manteníamos con orgullo nuestras convicciones de los años ’70, en un clima político de nuevos debates de ideas. Allí parecía que las reformas profundas, no hablemos ya de la idea de revolución, estaban descartadas. Después, me entusiasmé moderadamente con el Frente Grande: representaba una posibilidad de retomar en esas condiciones poco propicias para el pensamiento más avanzado, más emancipatorio, retomar las banderas. Pero la experiencia terminó mal, y la visión pesimista se fortaleció. La verdad es que hasta 2001 era muy difícil pensar seriamente en una transformación profunda de la Argentina, más allá de que 2001 fue una señal, no sólo de lo negativo sino también de cómo aparecía una voluntad política de cuestionamientos al neoliberalismo, de la proliferación de movimientos sociales.
–Pero no escribió el libro en esos años…
–Es cierto, y hay que responder a esa pregunta. Me parecía que en esa época la prioridad absoluta estaba dada en la lucha contra la impunidad y la demanda de justicia. Pero después de 2003 sentí que se había recuperado mucho de aquella experiencia y se puede escribir con un estado de ánimo diferente. Yo creo que nosotros, y cuando digo “nosotros” digo los kirchneristas, somos naturalmente setentistas. No porque defienda todo lo que se hizo entonces o no señale los errores, sino porque después de mucho tiempo se volvió a creer en una transformación profunda del país, se volvió a creer en la posibilidad de la militancia, en que la política sea una herramienta de transformación.
–Sin embargo, escribió que “aunque parezca mentira, no­sotros pertenecemos a una generación que creía que la revolución era posible”. ¿Por qué esa posibilidad debería parecer mentira hoy?
–A lo mejor ese “hoy” no está tan pensado como “hoy” en el momento que lo escribí sino que es un “hoy” enmarcado en el largo proceso de elaboración del libro. De hecho, la idea de la revolución dejó de estar presente en la política argentina. Hoy hay una transformación muy profunda pero, por cuestiones de época, los caminos de esa transformación son muy diferentes de los que pensábamos nosotros. Hoy, en buena hora, hay participación política, procesos electorales, democracia. Antes, sólo teníamos la idea de una lucha prolongada. En el libro, la idea de la revolución es central porque no era simplemente un objetivo político, era el modo de organizar la vida. Uno vivía, tenia construida su familia, trabajaba, todo en función de una forma de vida que incluía una militancia, correr riesgos. Uno vivía dentro de un mundo donde ese sentimiento estaba bastante difundido.
–Un mundo de relaciones, volviendo a su afirmación anterior, que al salir en libertad había de­saparecido, y el uso de esa palabra no es ocioso…
–Seguro. Tanto que la sensación más rara que tuve al salir en 1983 es que no se hablaba de la guerrilla. En 1976 no había dudas de la presencia importantísima de Montoneros: en las visitas, los familiares no nos hablaban de otra cosa, algunos con simpatía, otros con preocupación, otros enojados. En los años ’80, ’81, ’82, eso no ocurría. En la realidad social argentina, ese fenómeno había “desaparecido”. Y al salir nadie hablaba de eso. No había una condena, la sociedad todavía no tenía un saldo claro respecto a qué había pasado. Lo único claro es que se iban los militares y eso era bueno.
–O, mejor dicho, que se iban lo militares y eso era todo…
–Sí. Pero había diferentes grados de ingenuidad. No todos, pero sí muchos votantes del alfonsinismo pensaban que el restablecimiento de la democracia suponía necesariamente las soluciones de cuestiones sociales. Pero había también quienes imaginábamos que las cosas iban a ser más complicadas: se iban los militares pero el poder económico que había coparticipado del golpe militar no solo seguía, sino que estaba más fuerte que antes. La sociedad condenaba a los militares, pero no tenía un juicio dominante claro respecto a lo demás, incluido quiénes habían provocado la ida de los militares, si era solamente la derrota de Malvinas o si tenía algo que ver cierta resistencia. Ahí surge un poco la teoría de los dos demonios. No sale solo porque la idea de Alfonsín y de la UCR era hacer un cierto equilibrio para tomar distancias, tanto de la dictadura como de las organizaciones revolucionarias. Surge porque en los movimientos de derechos humanos no había una postura de reivindicación de la militancia como la que se de­sarrolló años después. Todos recordamos que en los juicios a las juntas, a los testigos les recomendaban que no dijeran que eran militantes de las organizaciones y que los abogados de las defensas lo preguntaban como si eso fuese algo, cómo decirlo…
–¿Incriminatorio?
–Incriminatorio, sí. Ese era un clima muy raro. Uno sentía que había una historia muy importante que había dejado de estar presente. Por eso fue tan importante, a mediados de los ’90, cuando aparecen libros y películas que vuelven a mirar esa historia. A partir de allí se recupera y se puede discutir esa parte de la historia. Entonces esa era un poco la idea con la que uno se enfrentaba. Hubo que traer al presente esa experiencia haciendo un largo recorrido frustrante: la expectativa alfonsinista, la tremenda decepción que provocó en el peronismo el gobierno de Menem, lo que fue el fracaso del Frepaso en 2001, para que otra vez los vientos de cambio profundos pudieran instalarse en la sociedad argentina. Néstor Kirchner tuvo la gran capacidad y sensibilidad para advertir perfectamente esta situación.
–¿Como ve hoy al Eduardo Jozami que cae detenido y al Eduardo Jozami que sale en libertad, con asombro, con envidia, con dolor?
–Uno tiende a verse siempre de modo heroico. Además, embellece los períodos de juventud. Dicho esto, yo me acuerdo bastante de esos dos Eduardos, y no me veo tan cambiado. Claro que hay una experiencia distinta, distintos climas de época. Pero en el año 1973 planteaba por qué quienes veníamos de la izquierda teníamos que sumarnos al peronismo; esa idea de que no se puede prescindir de la tradición popular argentina fundamental que es el peronismo, pero que al mismo tiempo hay que crear una propuesta superadora. Hoy, a eso se suma cierta preocupación por darle alguna dimensión intelectual a la discusión política.
MIRADAS AL SUR

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