Breve crónica sobre directores y gerentes editoriales con visión de futuro
Por Roberto Bardini
El irlandés Jonathan Swift escribió que “cuando en el mundo aparece un verdadero genio, se lo puede identificar porque todos los necios conjuran contra él”. Dos siglos después la frase dio título a la famosa novela La conjura de los necios, del estadounidense John Kennedy Toole, nacido en Nueva Orleans y licenciado en literatura inglesa. Toole, considerado hoy como “uno de los escritores más ingeniosos y lúcidos del siglo XX”, ganó el premio Pulitzer 1981 por ese libro.
Pero él nunca se enteró: se había suicidado en 1969, a los 31 años, porque su manuscrito, inicialmente rechazado por Simon & Schuster, continuó rebotando en otras editoriales.
La narración se publicó en 1980, once años después, por la tenacidad de su madre. En Francia fue catalogada como “la mejor novela en lengua extranjera del año”, rápidamente se tradujo a diez idiomas y se transformó en libro de culto. Mientras tanto, bajo un metro de tierra, Toole ya había sido lentamente devorado por los gusanos de Misisipi.
En lo que atañe a las empresas editoriales, las palabras de Swift y el título de Toole describen el via crucis que deben transitar la mayoría de los que quieren publicar un texto que consideran publicable. Y no se diga si, además, pretenden que se retribuya su trabajo. Para el caso, basta mencionar los casos de cuatro escritores: Emilio Salgari, Giuseppe Lampedusa, Laura Esquivel y Gabriel García Márquez. Y se puede agregar a un pintor: Vincent Van Gogh.
El holandés Van Gogh pintó entre ochocientos y novecientos cuadros. Sin embargo, sólo vendió una obra en toda su vida. Y hay quienes sostienen que en realidad cambió algunas telas por comida o materiales para pintar. Luego de su muerte, sus óleos comenzaron a cotizarse a precios altísimos, cuyas comisiones iban a las cajas fuertes de aquellos mismos marchands (elegante traducción de ”vendedor” o “mercader”) que se negaban a recibirlo.
El italiano Emilio Salgari escribió más de ochenta novelas (algunos biógrafos aseguran que fueron doscientas) y una enorme cantidad de cuentos. Si viviera en la actualidad, con certeza sería millonario. Pero en su época sufrió una miseria atroz.
Van Gogh y Salgari vivieron al borde de la locura y los dos se suicidaron. El pintor se disparó un balazo en el pecho. El novelista se clavó un puñal en el estómago.
Uno y otro dejaron cartas amargas. Van Gogh predijo que “hay ciertos cuadros que he pintado que algún día gustarán” y mencionó a “los vendedores de arte de los artistas muertos y los vendedores de los vivos”. Salgari se dirigió a sus editores: “A ustedes, que se enriquecieron manteniéndome a mí y a mi familia en la miseria, sólo les pido que, en compensación por las ganancias que es proporcioné, paguen los gastos de mi entierro”. Y se le atribuye una frase: “Los únicos piratas que conocí en mi vida fueron los editores”.
Otro italiano, Giuseppe Lampedusa, un aristócrata culto y venido a menos, escribió durante casi tres años una novela sobre su familia. Era, en realidad, una historia de Sicilia y la unificación de Italia en el siglo diecinueve. La envió a varias editoriales de Turín y Milán -entre ellas Mondadori- pero fue rechazada una y otra vez. Lampedusa falleció en 1957, a los 61 años, amargado y enfermo de cáncer.
Exactamente un año después, la hija de Benedetto Crocce logró que la editorial Feltrinelli la publicara con el título de El gatopardo. En 1959 ganó el Premio Strega, un año después llevaba más de cincuenta ediciones y en 1963 el director Luchino Visconti la adaptó al cine. La novela popularizó una frase, utilizada en política hasta hoy, y conocida como gatopardismo: “Cambiar todo para que nada cambie”.
Se equivocó feo Mondadori…
Y Lampedusa tampoco se enteró de su éxito porque ya estaba convertido en polvo, en un ”turbio huésped de la oscura tierra”.
Hay casos menos trágicos. O, mejor dicho, bastante divertidos. Algún tiempo atrás, un conocido gerente editorial mexicano guardaba dos piedras en un cajón de su escritorio y, cuando le preguntaban a qué se debía, mencionaba una hora, un día, un mes y un año. Contaba que en cada aniversario de esa fecha, abría el cajón, sacaba las piedras y se golpeaba los testículos. El gerente bromeaba que era su forma de conmemorar que aquella vez dijo una frase: “Señora, dedíquese a escribir recetas de cocina”. Y acto seguido le devolvió a una desconocida Laura Esquivel los originales de Como agua para chocolate.
Ella los llevó a otra empresa y la recibió alguien con olfato comercial. El libro se publicó en 1989, se convirtió en best seller y se tradujo a treinta idiomas. Tres años después fue adaptado al cine por su ex esposo, el cineasta Alfonso Arau, y ganó dieciocho premios internacionales.
Lo mismo le sucedió a comienzos de la década del 60 a un editor colombiano. “Esto es ilegible”, sentenció al rechazar la copia mecanografiada de Cien años de
soledad, escrita por un casi desconocido Gabriel García Márquez.
Por gestiones de Julio Cortázar, editorial Sudamericana publicó la novela en Buenos Aires en 1967. La tirada inicial fue de ocho mil ejemplares y se agotó en menos de dos semanas. Una segunda edición de diez mil ejemplares dejó a la editorial sin papel. Durante dos meses en casi toda América Latina se hablaba de Cien años de soledad, pero los lectores no podían comprarla porque no estaba en las librerías. Se tradujo a treinta y cinco idiomas, y tres décadas después llevaba vendidos más de treinta millones de ejemplares. Los originales, con correcciones manuscritas del propio García Márquez, fueron valuados en medio millón de dólares.
A esta altura uno puede preguntarse: ¿qué habrá pasado con aquellos gerentes editoriales “visionarios”? Nada, no sucedió nada. Fueron suplantados por otros, iguales o peores.
En 1983, el periodista Miguel Bonasso estaba negociando en México y Buenos Aires, la publicación de su primera novela: Recuerdo de la muerte. Un día, desalentado porque sus originales continuaban inéditos, me dijo algo así: “Tengo la impresión de que hay directores y gerentes que editan libros con el mismo criterio que podrían vender mortadela, alambre o calzoncillos”.
Al año siguiente, el libro salió a la venta, poco después era best seller y Bonasso pasó del periodismo a la literatura. Y pasó por una puerta grande. Tan grande como deberían ser las piedras para golpear testículos de tantos editores “visionarios”.
Roberto Bardini
Fotografiado en la década del 80 en el ex Sahara español, con el responsable político de la patrulla del Frente Polisario de Liberación.
[Texto publicado en Código Negro]
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