Al fundarse en una
idea del “desarrollo armonioso de las cualidades y facultades que caracterizan
nuestra humanidad”, esta condición general, el Cultivo, podía considerarse como
el estado observable más elevado de los hombres en sociedad, y era posible
establecer y subrayar “la distinción permanente y el contraste ocasional” entre
él y la civilización (el progreso
corriente de la sociedad). Coleridge examinó con ese espíritu la constitución
del Estado y propuso que dentro de él se dotara a una clase dedicada a la
preservación y extensión del cultivo. En su enfoque genera, seguía a Burke;
pero mientras que éste consideraba cumplida la condición dentro de la
organización tradicional de la sociedad, Coleridge la juzgaba amenazada por el
impacto del cambio. Frente a los procesos desintegradores del industrialismo,
el cultivo tenía que ser entonces, más que nunca, socialmente ratificado. La
idea social de la Cultura, ahora incorporada al pensamiento inglés, significaba
que se había formulado una idea que expresaba el valor en términos
independientes de la “civilización” y por ende, en un periodo de cambio
radical, independientes del progreso de la sociedad. El criterio de la
perfección, el “desarrollo armonioso de las cualidades y facultades que
caracterizan nuestra humanidad”, estaba ahora disponible, no simplemente para
influir en la sociedad, sino para juzgarla.
“No hay comunidad de Inglaterra; hay agregación, pero
agregación en circunstancias que la convierten en un principio más disociador
que unificador. […] La sociedad se constituye gracias a una comunidad de
objetivo […] sin ellos, los hombres pueden quedar en contigüidad, pero siguen
estando, no obstante, virtualmente aislados.”
“¿Y ésa es su condición en las ciudades?”
“Es su condición en todas partes; pero en las ciudades dicha condición es más grave. Una mayor densidad de población implica una lucha más severa por la existencia y el rechazo consiguiente de los elementos que tienen un contacto demasiado estrecho. En las grandes ciudades, lo que une a los hombres es el deseo de ganancia. No se encuentran en un estado de cooperación sino de aislamiento, en lo tocante a hacer fortuna; y en cuanto a todo el resto, no se preocupan por sus vecinos. El cristianismo nos enseña a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; la sociedad moderna no reconoce prójimo alguno”
“¿Y ésa es su condición en las ciudades?”
“Es su condición en todas partes; pero en las ciudades dicha condición es más grave. Una mayor densidad de población implica una lucha más severa por la existencia y el rechazo consiguiente de los elementos que tienen un contacto demasiado estrecho. En las grandes ciudades, lo que une a los hombres es el deseo de ganancia. No se encuentran en un estado de cooperación sino de aislamiento, en lo tocante a hacer fortuna; y en cuanto a todo el resto, no se preocupan por sus vecinos. El cristianismo nos enseña a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; la sociedad moderna no reconoce prójimo alguno”
La gente que encontró no era la pura encarnación de la
unidad de sentimientos, interés y objetivos que ella había imaginado en sus
abstracciones. El pueblo tenía enemigos entre el pueblo: sus propias pasiones,
que a menudo los hacían simpatizar y a menudo concertar con los privilegiados.
La prudente negación
con la cabeza acarrea una complaciente sonrisa de respuesta. Pero lo que yo
mismo encuentro en un pasaje con éste, tanto en el estilo (“impregnada de las
exhalaciones del alma”, “bienaventuranza milenaria en general”) como en el
sentimiento (“un acamada más abundante de necios y desdichados”), no es el
funcionamiento profundo y dilatado de una mente generosa, sino más bien el
cinismo mezquino de una mente que ha perdido, aunque solo temporariamente, su
capacidad para el respeto humano.
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