Con trazo grueso, puede afirmarse que la problemática social llega a los medios de comunicación cuando está cruzada por la violencia institucional, el crimen intrafamiliar, el narcotráfico o el robo. Sin duda, la agenda de los medios, para mantener lectores o ganar puntos de audiencia, recoge un sentimiento colectivo. Pero ahí no termina: realimenta y legitima los modos de comprensión social y también impulsa a buena parte de la dirigencia política a fijar sus propias prioridades. El cronista deja clara constancia de que la muerte de Naira, la chica adolescente de Junín, atacada por tres de sus compañeras de colegio a la salida de clases, que agonizó cuatro días y murió ayer, es tremendo. Pero, además de explicar una violencia desbordada, la muerte de Naira habla del imprescindible abordaje social por parte del Estado respecto de los problemas y desafíos de los jóvenes.
El autor de este artículo se propone mencionar algunos asuntos clave de esa agenda social, los jóvenes que no estudian ni trabajan, el trabajo informal y el hábitat de los sectores excluidos. Pero, para no abrumar a los lectores, sólo se centrará en uno de los programas de inclusión social, sabiendo que eso no alcanza para desplazar los detalles escabrosos del último crimen en un noticiero. Sin embargo, sería de suma utilidad que los cronistas de policiales entregaran a los televidentes una ficha de las personas involucradas en sucesos delictivos. Pero una ficha que salga de la lógica de chorrear sangre por debajo del televisor.
Alcanzaría, al menos para empezar, con que algún sociólogo pueda completar un cuadro sencillo con datos imprescindibles para entender los componentes sociales de conductas antisociales o, directamente criminales. El trabajo sociológico, felizmente, no se limita a hacer encuestas para saber los grados de adhesión o rechazo a la imagen de gobernantes o pretendientes a gobernar y existen una cantidad de universidades e investigadores del Conicet aplicados a esto. Este cronista no está habilitado para sugerir a los directivos de los medios que destinen presupuestos para que un sociólogo se siente al lado del columnista de policiales.
Sería, casi, como proponer que en las salas de bingo, sus dueños convocaran a grupos de contención de ludópatas. O que los propietarios de boliches nocturnos colocaran, junto a los que preparan tragos legalmente o los que venden sustancias tóxicas ilegalmente, a psicólogos especialistas en adicciones. O que los jefes de las divisiones de drogas peligrosas de las fuerzas de seguridad convoquen para colaborar en sus tareas a comités ciudadanos o grupos parroquiales por la seguridad pública. O que eso mismo se extienda a responsables de los institutos penitenciarios.
Sin perjuicio de la poca o mucha voluntad que tengan los actores sociales privados o públicos, los Estados tienen un menú de opciones que van desde sanciones duras como la clausura o las multas hasta estímulos para quienes se adhieren a políticas democráticas e inclusivas como las exenciones impositivas, los créditos a baja tasa de interés o los subsidios, siempre y cuando estos sean transparentes.
SOÑAR CUESTA CARO. El argumento recurrente para oponerse a las políticas de inclusión fue que se aplicaban recursos públicos –de todos, siempre insistían– para apoyar a punteros políticos. La realidad es que muchas veces fue así. La llegada de las políticas universales en los últimos años desmoronó esas visiones. En octubre próximo, la Asignación Universal por Hijo (AUH) va a cumplir cinco años y es la locomotora de una batería planes sociales inclusivos. Hablando de locomotoras, la AUH dejó boquiabiertos a muchos neoliberales pero todavía no sirvió para estimular cambios drásticos en otros programas de gobierno, referidos a consumo eléctrico en el área metropolitana de Buenos Aires, que requiere mucho más presupuesto que la AUH. En transportes, por ejemplo, no sólo se verificó más asignación de recursos, sino que basta con consultar la página web del Ministerio del Interior y Transportes para encontrar los gastos detallados. Es más, un auditor de la Auditoría General de la Nación (AGN), comentó a este cronista que Florencio Randazzo envió una circular para que las distintas áreas de esa dependencia tomen en cuenta las sugerencias de la AGN. Es público que ese organismo de control registró una cantidad de hechos de corrupción y de mala administración en las gestiones precedentes. Podrían agregarse muchos ejemplos de buen desempeño –y también del malo o malísimo- pero el sentido de estas líneas es simplemente afirmar que no hay una profecía autocumplida de que el Estado es inoperante, oscuro y corrupto.
Se puede mejorar, se puede hacer más eficiente la administración y se puede avanzar mucho en depurar los gastos. Pero, claro, eso requiere, en principio, de decisión política. El primero es la disposición a terminar con las ventajas de las empresas que viven del Estado. De aquellas que siempre entran en la obra pública aunque los sobreprecios ya no pueden explicarse en que cobran en cuasimonedas o que los certificados nunca se los pagan. En todo caso, en tiempos de inflación, hay mecanismos de indexación para actualizar los pagos. Dicho sea de paso, mecanismos de indexación que jamás reconocerán los grandes supermercados o bien otras grandes empresas a la hora de pagar a sus propios proveedores. Otro ejemplo, en la salud, es cómo podría estimularse la baja de precios de los medicamentos si no se comprara en una proporción abrumadora a los grandes laboratorios. En un país donde, desde hace dos años, hay déficit fiscal, una lucha a fondo por bajar costos sería una manera de mostrar austeridad y de permitir el flujo de fondos hacia las necesidades sociales postergadas.
El segundo factor es que si la agenda mediática se hace en base a un supuesto hartazgo de populismo, debería hacerse un mínimo de memoria sobre quiénes impulsaron las leyes de flexibilización laboral (ley Banelco) o quiénes les recortaron el 13% a los maestros, los policías o los jubilados para cumplir con los requerimientos del FMI. Porque, 13 años después, son los mismos que quieren terminar con las retenciones y se juntan –no se unen– para discutir cargos sin ponerse siquiera de acuerdo en unas mínimas bases programáticas.
ARGENTINOS, A LOS JÓVENES. El Programa de Respaldo a los Jóvenes de Argentina (Progresar) fue lanzado por la presidenta en enero pasado. Es cierto, en medio de la devaluación del dólar. Es cierto, ese día no habló del dólar, como señalaron en tapa varios diarios que, por supuesto, ya no tienen ningún interés en progresar ellos mismos. El programa otorga un derecho a jóvenes entre 18 y 24 años que no trabajan, trabajan informalmente o tienen un salario menor al mínimo vital y móvil y su grupo familiar posee iguales condiciones. Es para iniciar o completar sus estudios en cualquier nivel educativo. Aunque en la página web de la ANSES dice que "no incluye a jóvenes que estaban en el circuito educativo", de inmediato se amplió a ellos. Se trata de un programa más amplio que la etiqueta de los "ni-ni" –ni estudian ni trabajan– y los potenciales beneficiarios pueden inscribirse en cualquier momento del año. Otorga 600 pesos por mes a quienes se anoten y, además, cuenta con el apoyo de los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social con programas de formación profesional y cuidado de los hijos cuando es necesario.
El Progresar arranca a los 18 años y no a los 16, porque la AUH llega hasta los 18. En la Argentina, los que ni estudian ni trabajan, en forma estricta, son 730 mil. La socióloga Nancy Montes, que se desempeña en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y que trabajó años junto a Mario Oporto en la Dirección General de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires, elaboró en base al Censo 2010 una serie de datos imprescindibles para entender los desafíos de este programa. La población total entre 18 y 24 años en la Argentina es de 4.673.000. Los que sólo trabajan son 1.950.000. Los que sólo estudian son 823 mil. Los que estudian y trabajan son 770 mil. Los que no estudian ni trabajan son 730 mil. Los que estudian y buscan trabajo son 150 mil. Los que no estudian y buscan trabajo son 250 mil.
Desde ya, si se contabilizan a los que no estudian ni trabajan, más aquellos que tienen un trabajo no registrado y no estudian, más los que estudian y sus padres no ganan un salario mínimo, el universo crece mucho. El universo es muy variado. Un tercio de los 2 millones de jóvenes que trabajan están en negro –más de 600 mil– son potenciales beneficiarios si se inscriben en el circuito educativo. Desde ya, lo son los 730 mil "ni-ni". Y los que sólo estudian –descontados cuyos padres tienen ingresos por encima del salario mínimo– son parte inmediata del programa. Es decir, hecha una cuenta casera, hay entre 1 y 2 millones de potenciales beneficiarios.
Cabe recordar que en febrero las autoridades anunciaron que los inscriptos superaban el medio millón. Sin embargo, una vez que comenzaron las clases, cada potencial beneficiario debía presentar su inscripción en un establecimiento educativo. Tal como dice el programa debe ser "para iniciar o terminar". Esto es, de jóvenes que habían salido del circuito educativo y regresan. A mediados de abril, la ANSES dio a conocer la cifra de beneficiarios en regla: 278 mil. De ellos, el 26% son para estudios universitarios, el 24% para estudios terciarios y oficios, mientras que el 45% son para terminar los estudios secundarios. El 5% restante es para estudios primarios.
Acá hay un primer dato que debería convertirse en una gran noticia: a través de un estímulo económico se logró un fuerte crecimiento de la inclusión educativa. Pero reducirlo al esfuerzo presupuestario sería no entender la esencia de las políticas sociales: estas son eficaces cuando dan respuesta a una demanda concreta o cuando, como en este caso, detectan un reclamo latente. Eso no se reduce a los números, sino que se extiende a la órbita cultural, a la subjetividad de los beneficiados, o a quienes se les reconoce un derecho para ser más estrictos. Además, este programa va en la línea de lo que ya había logrado la AUH, pero ahora en un segmento vital para un país que busque una matriz productiva diversificada, porque la mitad de los beneficiarios van a universidades o institutos terciarios.
Desde ya, para seguir en una visión crítica, es preciso buscar las tensiones que genera o las inconsistencias que pueda tener una política social inclusiva que llega a personas muy distintas y que quizá genere desconfianzas o recelos en otros sectores. Una pregunta es con qué otras herramientas el Estado aborda a los "ni-ni" que viven en condiciones de exclusión severas y muchos de ellos encuentran en el submundo de las drogas una expectativa o una realidad concreta para procurarse ingresos. Una política universal deberá seguramente tener que articularse con programas universales, de contención a sectores vulnerados por la vida narco o por otras tantas opciones que destruyen la subjetividad de los pibes.
Otro tema es que muchos jóvenes cuyos padres ganan más que un salario mínimo no dependen de la economía familiar y ya están independizados, por lo cual la autoridad de aplicación deberá contar con trabajadores sociales que hagan un informe para considerar muchos de estos casos.
Hay, seguramente, muchos otros asuntos. Y cabe preguntarse si es satisfactoria la respuesta. Porque 278 mil beneficiarios en regla sobre un universo potencial de 2 millones no parece ser mucho. De lo que no deben caber dudas es que estas políticas sociales son parte sustantiva de los derechos sociales. Es imprescindible que, de cara a 2015, nadie haga gambetas y que todos quienes se postulen hagan sus propuestas y digan claramente qué quieren continuar y qué quieren cambiar. Además, que dejen claro si consideran estas políticas como parte de los presupuestos ordinarios –como pueden ser salud, educación o seguridad– o creen que se trata de programas extraordinarios que sólo deben ser financiados si sobran recursos públicos. Porque, no faltan aspirantes a la Casa Rosada que pretenden dejar estas políticas como una colectora. Sería, quizá como una utopía, un gran debate parlamentario para sancionar leyes que sellen compromisos de cara al recambio presidencial.
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