Por Juan Sasturain
Con la Feria del Libro, con la recurrente convocatoria de las Bibliotecas Populares, se actualiza una vez más, como tema, la supuesta problemática de la lectura y los lectores. Y hablar de esas cosas suele ser –en apariencia– tan fácil y de sentido común, como difícil de evaluar el habitual y engañoso resultado de tantas bienintencionadas intervenciones. Hay que leer más, se lee menos, a dónde vamos a ir a parar, los jóvenes, las pantallas, la crisis del objeto libro, etcétera. Lugares comunes. Por eso suele ser todo un desafío encontrar la manera de abordar ciertas cuestiones sin caer en la sospecha de su inutilidad, o en el regodeo de la defensa y promoción de las buenas causas (casi) perdidas. Es decir: no sé de hablar cuando tengo que argumentar sobre (la necesidad de) la lectura. Por eso suelo remitirme a incidentes menores, anécdotas, pormenores aislados extraídos de cualquier contexto que sirvan o –mejor– funcionen como disparadores para pensar o mirar desde otro lado del habitual la cuestión que nos convoca. Y éste es un caso. Vamos a ver si sirve.
No sé demasiado de esto, como de tantas otras cosas, pero es evidente que en la iconografía medieval y renacentista, por lo general, las escenas bíblicas suelen estar representadas en un contexto cotidiano contemporáneo. Es decir que no hay pretensión de reconstruir –salvo detalles– el supuesto ambiente original. Sólo importa ilustrar el acto / el episodio fechado, se presume, quince siglos antes en Palestina y alrededores: el Bautismo de Jesús, la Adoración de los reyes, la Anunciación a María, la Crucifixión y otros sucesos ejemplares. Y así –más allá de los inevitables actores principales– los edificios, los vestidos, los objetos e incluso algunos personajes secundarios que pueblan el cuadro suelen ser los que el pintor ocasional tenía al alcance la de la mirada, de la mano o de la memoria en el momento de pintar. O los que consideraba la época que correspondía representar para estar acorde con la dignidad, la excepcionalidad del suceso. Y hay detalles maravillosos.
Debo a la lectura atenta del blog de un amiguísimo catalán donde aportan cada día múltiples colaboradores sutiles e inteligentes, la reflexión que sigue, motivada, precisamente, por la observación de un detalle nimio en apariencia, en una conocidísima obra de Simone Martini, pintor de la escuela de Siena y una de las figuras del trecento italiano, quien se supone que, entre otras maravillas, pintó un perdido retrato de Laura, la amada inmortal –y no menos perdida, entre conjeturas– de su amigo Petrarca.
La obra en cuestión es muy famosa, por hermosa y original: el Retablo de la Anunciación (entre los santos Ausano y Margarita) pintada al temple sobre tabla en 1333 para la catedral, il Duomo, de Siena. Se puede ver hoy (yo no la he visto en vivo) en la Galería de los Uffizi, en Florencia. Los que saben e incluso los que no –y hablamos por reproducciones– podemos reconocer la excelencia, la originalidad de la obra. Más allá de los recursos estrictamente pictóricos, sorprende la sutileza (quiero decir el realismo), poco frecuente por entonces, en la representación de la actitud, en el lenguaje corporal de las figuras. No tanto la del angel portador del mensaje / telegrama de Dios Padre. Sobre todo es revelador el gesto de María, la inopinada destinataria.
Se sabe: según la Biblia, un tremendo y enceguecedor ángel del Señor se le aparece a una jovencísima piba –que es cualquiera, pero que suponemos linda y buena—, virgen aún, y le avisa “que no tema”, pero que ha sido elegida para ser la Madre de Dios en su encarnación humana. Que se prepare y confíe. Corte y fin de la entrevista. Eso es la Anunciación. Y ha habido miles de representaciones de la escena que no incluye –ni antes ni después, ni al lado ni al fondo, laburando en la carpintería– al consabido, innecesario, José. Todos sabemos la historia y sus consecuencias.
En el cuadro de Simone Martini, la Virgen es una mujer de su época (la del pintor, siglo XIV) que ante la irrupción del imprevisto Gabriel en la elegante cámara donde se encontraba en soledad, se retrae, más molesta que halagada o sorprendida por la presencia del enviado celeste. Supongamos, con la escena congelada, que en un instante escuchará el mensaje que está en sus prolegómenos y el gesto cambiará, pero por ahora se ha echado hacia atrás y tiene cara de desagrado, de fastidio incluso. Y no es por otra cosa que por haber sido interrumpida. ¿Qué hacía? ¿Cosía, cocinaba, limpiaba el piso? No: la virgen estaba leyendo.
No es la primera ni sería la última vez que se la representaba de esa manera –tengo, por pura casualidad, en la tapa de mi agenda de este año, una miniatura creo que flamenca de un par de siglos después, con la misma escena–, pero en la obra maestra de Martini hay un detalle maravilloso y coherente con el rostro de María: ante la aparición intempestiva, la sorpresa no ha sido tanta como para sacarla de situación, ya que ha dejado el dedo pulgar entre las páginas del libro, como señalador... Espera que el intruso termine de decir lo que le encargaron que diga, para poder seguir leyendo. Qué tal.
Porque en otros muchos cuadros el libro está también, pero abierto o cerrado, ahí, abandonado. Nunca como acá, en mano y a la espera, con ese levísimo gesto –intercalar el pulgar entre las páginas– tan alevosamente señalado.
Mientras escribía esto sospeché con buen criterio que a Alberto Manguel –el ameno y erudito historiador, entre otras cosas, de la lectura, en uno y varios libros imperdibles–, no le habría pasado inadvertido este gesto ni habría dejado de escribir sobre él. Y así es. Vale la pena remitirse al texto de este argentino universal para enterarse al respecto.
Pero quiero cerrar con una consideración acaso digresiva. Los historiadores y analistas del arte y de la obra han conjeturado sobre qué libro podían estar leyendo la docta e improbable María de Simone Martini. La verdad, no me importa. Puede suponerse que se trata de un texto piadoso, más o menos devoto o filosóficamente sesudo, con lo que el fastidio revelaría su condición de dama moderna atropellada por los imperativos de un mandato ancestral –la maternidad, sea cual fuere el Gran Pretexto– que viene a interrumpir el goce intelectual mediatizado / propiciado por la lectura.
Me gusta pensar que no sabemos qué leía esa mujer, pero sí que estaba entregada a la lectura. Saludablemente regalada en su atención y concentración a un mundo privado y solamente suyo, espacio de pura libertad individual, hasta ese instante en que la Historia o lo que fuera la vino a buscar.
Todo lector sabe de lo que hablo. De la preservación de esos espacios/momentos propios e intransferibles se trata. Empecemos por ahí.
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