La semana fue preocupante. El dólar lacerado en un 15% por Juan José Aranguren daba claras muestras del –valga la redundancia– poder del poder económico. Y preocupantes, por lo tanto, debían ser las repercusiones. Allí estaba el ex titular de la Unión Industrial Argentina y actual diputado del Frente Renovador, José Ignacio de Mendiguren, preocupado, a su decir, por la situación económica y por la desconfianza que despierta el Gobierno: “El acuerdo de precios, por sí mismo, no sirve para nada. Sólo es útil si se toman medidas de fondo para luchar contra la inflación”. Allí estaba el vicepresidente de la porteña cámara de propietarios de carnicerías, tratando de desentrañar por qué, ese salto arangureano de 7,20 a 8,40 llevó al kilo vivo en Liniers, históricamente entre 0,90 y 1,20 dólares, a 16,20 pesos (es decir, alrededor de 2 dólares): “Están los que dicen que la carne aumentó por la lluvia. Hay otros que dicen que quizás la devaluación tenga influencia en el aumento. Lo que puedo asegurar es que el aumento no es por la demanda, de ninguna manera”. Allí estaba el presidente de la Federación de Entidades del Combustible de la provincia de Buenos Aires, Luis Malchiodi, muy preocupado por “lo desolador del panorama futuro”, ofendido con el Gobierno Nacional por lo que él sindica como la “culpa ante la indigencia energética” y lanzado a pensar en un valor de 20 pesos para la nafta Premium (en la actualidad entre 10 y 13 pesos en todo el país): “La pelea entre Aranguren y el Gobierno es puro humo, aunque seguro que habrá aumentos, ya que los precios actuales fueron fijados con un dólar a 6,80 pesos”.
Hasta desde el Nuevo MAS, su dirigente Héctor Heberling fijó posturas: “El Gobierno lanzó un brutal ajuste contra los trabajadores. La devaluación comenzó a transformarse en un verdadero tsunami de aumentos de precios, donde una vez más los empresarios están remarcando la mercadería a mansalva”. Acorde con las declaraciones del presidente de la Sociedad Rural Argentina, Luis Etchevehere, el titular de Coninagro, Carlos Garetto, aportó su sincericidio: “No creo que el dólar a 8 pesos sea un incentivo para liquidar retenciones, mucho menos con el proceso inflacionario en pesos que estamos viviendo. Hoy no sabemos el tipo de cambio, no sabemos en dónde se va a parar y por ahora no se va a liquidar”. Brutal, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayoría de los pequeños productores sojeros ya vendieron sus cosechas a los grandes exportadores: Cargill, Noble Grain, ADM, Nidera y Bunge.
Puede creerse, llegado el caso, que todo esto es subjetivo. Demasiado, si cabe el adverbio. Que hay que dejar todo eso de lado y tomar en cuenta las condiciones objetivas de esta realidad. Pero ocurre que, ya lo decía Marx allá lejos y hace tiempo, la unión indispensable de ambas condiciones debe ser tenida en cuenta en los procesos revolucionarios. Fuera de estos procesos, da toda la sensación de que las condiciones objetivas son provocadas por los sujetos.
Dicho esto, y escuchado todo lo otro, la devaluación es un hecho. Es cierto que fue provocada por quienes, parapetados en una retórica hueca que dice tanto defender las instituciones como reclamar diálogo, vapulean toda gestión gubernamental que huela siquiera a inclusión social. Los provocadores, entonces, con nombre y apellido: los grandes grupos económicos concentrados y sus medios de comunicación afines. Pero se repite: la devaluación es un hecho. Y, como a todo hecho, lo antecede una decisión. Decisión del Gobierno, en este caso específico. Una decisión que proviene también, seguramente, del resultado de las elecciones de octubre 2013, pero que tomó un rumbo distinto a la asumida luego de las legislativas de 2009, cuando no se cedió a las presiones y se propusieron cambios que la sociedad defendió dos años después en los comicios presidenciales.
Esta vez, se supuso que una devaluación podría controlar la cotización del dólar ilegal y frenaría las especulaciones logrando que los grandes exportadores liquidaran las retenciones, aliviando el gasto de las reservas del Banco Central. Pero toda devaluación –sobre todo aquellas que conceden ante las presiones del gran capital– termina repercutiendo a corto plazo sobre las clases populares. Toda devaluación, en definitiva, genera inflación y pobreza a la vez que fomenta la concentración y el crecimiento en las ganancias del poder económico.
Una devaluación hace caso omiso a la certeza de que la presión especulativa sólo promueve el incremento de poder de los especuladores. Deja de lado otro camino –el de la movilización popular, el de la búsqueda de respaldo a la nacionalización del comercio exterior y el del control sobre la circulación y captación de divisas– para seguir el de la oquedad retórica que “pide un país con alegría, con paz, con futuro”. Oquedad que se oye y se lee y se repite en el discurso de los dueños del poder económico, de los especuladores y de los formadores de precios mayoristas, pero que también se percibe en el cinismo de los remarcadores minoristas y sus humeantes maquinitas de cambiar etiquetas que prefieren ceder al descaro antes que denunciar la maniobra. Oquedad que se amplifica en un prototipo de argentino que se mueve dentro de unos parámetros que lo hacen repetir sin muestras de cansancio que el conflicto esencial del país no es político, sino moral. Entonces, vive ensimismado en sus ilusiones y sus temores. Cultiva la apariencia como una flor exótica. Se obsesiona por el consumo (plasmas, autos, casas para que el vecino se ponga verde de envidia y se obsesione a su vez). Ironiza sobre todo tema bajo la advocación de “yo conozco la posta”. Acepta los liderazgos que se le imponen y después abjura para abrazar desesperado a la próxima imposición. Resiste todo tipo de cambio que le sacuda un cachito sus seguridades. Rehúye toda discusión histórica. Desconfía de cualquier “otredad” amparándose en su “nosotridad”. Teme como al infierno perder las comodidades que consiguió a fuerza de la incomodidad ajena. Compra sin hesitar los valores que los grandes medios de comunicación le proponen como inevitables. Adhiere a los intereses hegemónicos. Se percibe miembro de un selecto grupo de iluminados que conoce todas las trampas del sistema aunque caiga en todas y cada una de ellas. Y no para de emular hasta el plagio más frenético las costumbres (“dólares, dólares, dólares, queremos ser libres y comprar dólares”) de los poderosos que lo utilizan como fuerza de choque de sus enormes negociados.
Es así como ese arquetipo de argentino (que atraviesa lamentablemente toda la sociedad y todos los signos político partidarios) no duda en remarcar, vender o comprar, en un lapso de cinco días cornalitos a 45 pesos el kilo cuando estaban a 34, o cloro granulado a 69 pesos cuando estaba a 57, o cerveza Quilmes bajo cero a 13 pesos cuando debería estar a 9, sin importar qué relación tienen los cornalitos, el cloro o la cerveza con el 15% del dólar lacerado por Aranguren. Ese prototipo de argentino no escucha (o escucha con su oído cínico y guiñador de estar de vuelta de todo) el reciente discurso de Hebe de Bonafini: “Algunos le llaman especulación, yo lo llamo una gran mafia, una mafia que tiene que ver con los periodistas mafiosos, que tiene que ver con los empresarios mafiosos, con los sojeros mafiosos, con los dueños de los grandes supermercados mafiosos, que no quieren que el pueblo esté bien. Ellos necesitan pueblos dominados, analfabetos, sin trabajo”. Remarca, vende y compra, ese prototipo de argentino, sin preguntarse nada, creyendo a pie juntillas que movilizarse es para los demás, que nunca debe tomar una decisión y que la culpa y la responsabilidad nunca lo rozan (siempre es del gobierno, de la economía, del otro, para decirlo todo), bajo el latiguillo preferido, impuesto, repetido hasta el paroxismo de “este país se va a la mierda”.
02/02/14 Miradas al Sur
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