miércoles, 31 de julio de 2013
Las maldades de la política Por Alejandro Horowicz
La maldad de la política, de esta política, sigue siendo la constante, y Carlos Saúl Menem la sintetiza.
Leer los diarios se ha vuelto un trabajo. No me quejo. Hace años que forma parte de mis hábitos sistemáticos. El día arranca con desayuno y diarios, en ese orden. Cuando empecé, en los '60, me los devoraba. Entenderlos era el asunto. Entonces aparecieron los semanarios: Primera Plana, Panorama, Confirmado. La sombra de Jacobo Timerman atravesaba la prensa escrita, el modelo de la revista Time. Esos medios eran el backstage de la información, las columnas para la interpretación de la realidad: azules y colorados, peronistas y antiperonistas, la irrupción del psicoanálisis, los cambios de la vida cotidiana, el cine de autor y la Revolución Cubana; entender, interpretar los nudos problemáticos, entender el mundo cambiante de la bipolaridad, entendernos a nosotros mismos, esa era la razón de la información, del periodismo.
Y los diarios de ese entonces cambiaron, se vieron obligados a elevar la puntería. Ya no alcanzaba con "pegar" los cables. El valor agregado del periodista especializado se volvió insustituible. Incluso la televisión dejó de ser el hijo bobo del divertimento, y aportó la instantaneidad de la noticia mediante noticieros notables. El Reporter Esso hizo escuela. En 15 apretados minutos, con elevadísimos picos de audiencia, Armando Repetto, bajo la batuta de Luis Clur, construyó el exitoso modelo que todos imitaron. Corría el año '63, y los programas periodísticos con analista y todo se volvieron parte del menú televisivo.
Nada de esto ha sobrevivido. La dictadura burguesa terrorista del '76 fue bloqueando ese camino. Antes el Operativo Independencia educó a los medios. La distancia entre lo que sabíamos que pasaba y lo que se publicaba terminó por abrumar. La prensa perdió centralidad. Las secciones cambiaron de peso. El deporte ganó espacio incluso en los diarios "serios", la economía era la ultima ratio, y la interpretación de la política fue sustituida por los chimentos del poder. Los "analistas" recalentaban la misma data contada más o menos del mismo modo. Los monótonos discursos de oficiales retirados o en actividad, repetidos hasta la indecencia, ganaron la página central de diarios en perpetua cadena nacional; habituarse a leer en entrelíneas para averiguar alguito, el método contra la pobreza informativa; todo lo que importaba no se podía mentar; Jorge Rafael Videla explicando, sólo es un modo de contarlo, que había personas que no estaban más, que habían desaparecido, terminó por modificar el lenguaje nacional e internacional. La palabra "desaparecido" no requiere traducción.
Ese es uno de los logros permanentes del '76, pero no es el único. La política como actividad se volvió sospechosa. Política y subversión se volvieron perfectamente intercambiables. Era tiempo de poner remedio a tanta voluntad transformadora. Debía quedar claro, la política no era una actividad para todos, sino un métier de profesionales: una barrera china separó a los ciudadanos de a pie de los políticos.
En ese terreno se situó el botín de guerra. Entre las cosas que no se podían publicar, pero que todos sabían, los operativos contra la "delincuencia subversiva" se llevaban las palmas. Bastaba que se marcara un "sospechoso" para que un camión de mudanzas se ubicara en la puerta y todo fuera desprolijamente embalado. Muebles y enseres, libros y papeles, absolutamente todo se cargaba para la venta. Los grupos de tareas actuaban como si no fueran órganos del Estado, como si no se alimentaran del presupuesto público, como si las finanzas de sus integrantes sólo dependieran de su "capacidad" recaudadora. Era una verdadera privatización, y terminó siendo el modelo de todas las demás. La confluencia entre público y privado dejó de estar mediada, el proyecto político pasó a vago enunciado de circunstancias. Los integrantes de un grupo de tareas pasaron a tener genuinos intereses crematísticos. Eran los socios menores de una vasta operación de saqueo. Y las propiedades de los oficiales superiores, las de Emilio Eduardo Massera, por ejemplo, ya no podían compararse con las módicas casas de sus antecesores en el cargo. Alejandro Agustín Lanusse, presidente de facto entre 1971 y 1973, vivía en un departamento de clase media acomodada, atendía directamente el teléfono y servía el café a su circunstancial interlocutor. Dependía de su jubilación para pagar las expensas, y aunque era el integrante de una familia tradicional no podía pagarse una oficina propia en la década del '90. Cuando escribió con el "Conejo" Pandolfi las Confesiones de un general, para la Editorial Planeta, se juntaban a trabajar en el living. Ese sí que era un escándalo.
El estallido de 2001 puso en entredicho el modelo menemista hasta un cierto punto. Con la democracia parlamentaria del '83 ni se comió, ni se educó, y mucho menos se cambiaron los valores puestos en circulación por José Alfredo Martínez de Hoz y sus mejores muchachos. La verdad se relativiza hasta volverla irreconocible. El mundo de la política y el de las empresas actúa con idéntica liviandad. En un lugar se dice una cosa y a pocos kilómetros de distancia se practica exactamente la contraria. Voy a dar un ejemplo entre centenares. La cadena de supermercados Carrefour cobra las bolsas de plástico a sus clientes capitalinos. Sostiene que se trata de una política ecológica, y que este es un instrumento para disuadir, reducir el uso de tales bolsitas. No cabe ninguna duda: un material inconveniente que se usa unos minutos para tardar años en ser reabsorbido por el planeta, como reza en la publicidad porteña de Carrefour. Eso no impide que en Paraná las mismas bolsitas, que hacen idéntico daño, en la misma cadena de supermercados se regalen, y que nadie alerte sobre el cuidado del planeta ni sobre ninguna otra cosa. La publicidad es un argumento de venta, o un negocio de circunstancias, pero de ninguna manera obliga a la empresa a un cierto comportamiento de principios. Y que una ONG llame la atención sobre el asunto, a menos que logre decenas de miles de firmas, no cambiará las cosas.
Las campañas publicitarias de los partidos políticos siguen una lógica similar. De un lado de la General Paz se forma parte de una coalición que del otro no existe, de un lado se intenta ser opositor y del otro un oficialista muy tibio, ya que se dirigen a distintos mercados. Basta mirar los afiches para entender: todos tienen una foto sometida a un cuidadoso photoshop, donde los candidatos son más lindos, más jóvenes y muchísimo más intercambiables. Y al pie, como casi al descuido, la marca bajo la que compite; en algunos casos ni eso, sólo el número de la lista y punto.
Cuidado, eso no quiere decir que no se decida nada. Sólo estoy subrayando el modo que esta decisión asume. Por eso el no decir, el dejar todo en aguas de borrajas, pareciera la estratagema salvadora. Ese estático abordaje sirve si nada se mueve. La campaña más pobre también incluye alguna clase de intercambio polémico. Y el discurso pastoral que al comienzo mide comienza a ser erosionado. Una encuesta publicada por La Nación registra que Sergio Massa pierde caudal a manos del oficialismo K, y de la violenta oposición que encabeza el colorado De Narváez. Los que apuestan a transformarlo en un punto de referencia de un oficialismo suavemente crítico corren el riesgo de perder esa apoyatura, y los que lo votarían por integrar las huestes de una oposición tranquila empiezan a otear otros pastos. Si los cimientos se conmueven, los que juegan a ganador, que no son pocos, abandonarán el barco, y una trabajosa maqueta del laboratorio comunicacional concluirá en fallido. No es obligatorio que suceda, pero conviene admitir que tanta fragilidad nos recuerda que la interna del peronismo sigue siendo el corazón de la política nacional. Mientras tanto, Carlos Saúl Menem sigue siendo senador, y difícilmente antes de octubre deje de serlo. La maldad de la política, de esta política, sigue siendo la constante, y Menem la sintetiza.
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