jueves, 25 de julio de 2013
El conjuro de los aromas Por Isabel Allende (1942) parte I
La mujer es como una fruta que sólo exhala su fragancia cuando la frotan con la mano. Toma, por ejemplo, la albahaca: a menos que la calientes con los dedos no emite su perfume. ¿Y sabes, por ejemplo, que a menos que el ámbar sea entibiado y manipulado retiene su aroma? Es igual con la mujer: si no la animas con tus caricias y besos, con mordiscos en sus muslos y abrazos apretados, no obtendrás lo que deseas, no experimentarás placer cuando ella comparta tu diván, y ella no sentirá afecto por ti. —De El jardín perfumado ¿Dónde comienza el gusto y termina el olfato? Son inseparables. La tentación del café no nace en el sabor, que deja un rescoldo de humo en el recuerdo, sino en esa fragancia intensa y misteriosa de bosque remoto. Con los ojos cerrados y la nariz tapada no podemos distinguir entre una papa cruda y una manzana, entre grasa y chocolate. La nariz es capaz de detectar más de diez mil olores y el cerebro de diferenciarlos, sin embargo para ese mismo cerebro suele ser imposible distinguir entre lujuria y amor. El olfato es, desde el punto de vista de la evolución, nuestro sentido más antiguo. Es preciso, rápido, poderoso, y se graba en la memoria con tenaz persistencia, de ahí el éxito de los perfumes, cuyo secreto es usar siempre el mismo, hasta convertirlo en un sello personal e intransferible, algo que nos identifica. Cleopatra lo sabía y, como todo en ella, lo llevaba al extremo. La brisa anunciaba en los puertos el arribo de su nave dorada con horas de anticipación, porque transportaba la fragancia de rosas de Damasco con que esa reina hechizante hacía impregnar el velamen. En su célebre visita a Roma, donde llegó con Cesarión, el hijo habido con Julio César, en medio de un formidable escándalo social y político que ella ignoró con la natural arrogancia de las faraonas, el perfume de rosas se puso de moda, y todas las mujeres de buena posición, menos Calpurnia, la esposa humillada de Julio César, lo usaban.
A veces quedaba el olor en las calles como una burla egipcia, recordando a los ciudadanos de Roma que su invencible imperio podía perderse entre las sábanas de una extranjera. En los festines de los romanos poderosos los esclavos contaban entre sus tareas aromatizar las habitaciones soplando perfumes por ingeniosas cañerías de plata y lanzando lluvias de flores desde el techo.
El
aroma de rosas, tan costoso como el bálsamo de mirra líquida, pero mucho más erótico, se esparcía sobre los invitados como una forma de adulación de los partidarios de César o de protesta de sus enemigos. Varios siglos más tarde, en los castillos medievales, se cubría el suelo con pétalos de flores y hierbas aromáticas para cubrir el hedor a basura y excrementos. Eran los tiempos en que nobles y lacayos se aliviaban del vientre tras las cortinas; el excusado es un invento muy posterior. Hubo monarcas de Francia que consumían litros de esencias florales para disimular el hecho de que no se bañaron jamás. Otros nobles europeos, que tampoco se distinguían por la higiene personal y no disponían de los famosos perfumistas franceses, simplemente olían a establo.
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