sábado, 27 de julio de 2013
Cómo convertir a un imputado en celebrity Por Ricardo Ragendorfer
Los zócalos de las señales informativas expresaban en cadena: “El padrastro está detenido.”
Era la escena clave de un thriller. Un rostro en primer plano, cuyos ojos se volteaban hacia los costados, mientras decía: "Ella se despidió con un 'chau papi', y se fue." Alberto Ponce, interceptado por una cámara de América 24 en la vereda de su hogar, hablaba de su mujer, Susana Leiva, a la que en realidad había ahorcado durante la mañana del 19 de julio, antes de arrojarla a un pozo ciego. Ahora –a cuatro días del hecho– incurría en el desliz de prestarse a la requisitoria periodística. "Discutíamos, como cualquier pareja", soltó, siempre con la mirada en fuga. Minimizó la fama de "muy celoso" que le endilgaba su familia política. Y, con forzada elocuencia, atribuiría unos pequeños rasguños en la mejilla a "las uñitas de la criatura", en referencia a su hijo, de apenas 18 meses. En medio de tal esgrima de justificaciones –y cuando el paradero de la víctima era todavía incierto–, su actitud traslucía la tensión propia de alguien con pocas luces tras su primer asesinato. Aun así –y tal vez con esas mismas frases–, él ya había salido airoso de la fiscalía del doctor Héctor Toneguzzo, quien por razones desconocidas no atinó a sospechar de su persona. Ello hizo que su verdadera declaración indagatoria –el primer acto de defensa que ejerce un acusado ante la justicia– tuviera que ser pronunciada lejos de un tribunal, bajo las leyes de la televisión y para el disfrute de los espectadores. Sí; era la escena clave de un thriller.
Lo cierto es que el devenir de los acontecimientos quedó irremediablemente atado a esa circunstancia comunicacional: unos "espectadores" reconocieron a Ponce al día siguiente en una calle de Constitución, y fue capturado. Minutos antes, la desafortunada Susana había sido exhumada de su ocasional sepulcro. Y la criminología mediática –entre cuyos atributos resalta el señalamiento de posibles culpables, la construcción del miedo público y la potestad de torcer el rumbo de una trama criminal– no disimulaba su incidencia en el asunto.
Una incidencia más afín a la serie negra que a la novela policial inglesa, la cual, simplemente, se cifra en la resolución de un acertijo sobre un escenario de situaciones ya congeladas; la otra, en cambio, lejos de echar luz al enigma original, lo empeora con nuevos incidentes. Disparadores que guían al relato hacia un final impredecible, como la vida misma. En términos periodísticos, el disparador es cuando el ojo del cronista pierde la perspectiva de la historia a narrar para colarse por sus hendijas y ser parte de ella. La cobertura del caso Ángeles Rawson constituye al respecto un ejemplo abrumador.
Aquel asesinato tuvo el notable mérito de convertir la noticia policial en un espectáculo puro, con cada paso de la pesquisa televisado a toda hora. Uno de sus momentos más intensos ocurrió entre la medianoche del 14 de junio y la madrugada del día siguiente. Medio centenar de cámaras apuntaban sobre la fiscalía, como preparadas para un fusilamiento. Los zócalos de las señales informativas expresaban en cadena: "El padrastro está detenido." Se sabe que este después abandonó la sede judicial por sus propios medios. No así el portero, quien –ya con las muñecas esposadas– pasó definitivamente al centro de la escena. Otros hitos memorables: el arreado nocturno de 26 ciudadanos con domicilio de la calle Ravignani 2360 al despacho del juez Javier Ríos para así chequear los dichos de una mitómana; la insólita visita de un equipo de América, encabezado por el periodista Mauro Viale, al sótano del edificio en el que murió la víctima; las fotos publicadas por el diario Muy de su cuerpo sin vida. Y el empeño de un taxista por instalar la pista de "la bolsa apaleada que se movía", un detalle que hubiese causado envidia a la mismísima Patricia Highsmith.
Semejante profusión informativa, adornada por opinadores de toda laya, fue inversamente proporcional a la pobreza fáctica del caso. Entre el fotograma que muestra a la víctima por última vez con vida –9:50 del lunes 10 de junio– y el hallazgo de su cadáver a la mañana siguiente, flota la nada. Un vacío sólo mitigado por el ADN de una uña. El de Ángeles es por ahora un crimen sin móvil, tiempo ni lugar. Pese a ello, un festival de rumores continuos ameniza la desaforada carrera de la prensa entre la ficción y la verdad. Un milagro del lenguaje.
Lo de la pobre Susana Leiva tuvo al menos un final.
Era ya el mediodía del 24 de julio cuando su matador se esfumó de su casa, sin que lo advirtieran los movileros en los alrededores.
América 24 aún repetía trozos de la entrevista del martes: "No quiero dejar a la criatura; ya le falta la madre; después le voy a faltar yo. ¿Con quién se va quedar ese bebé?", decía Alberto Ponce, sin mirar de frente.
En ese mismo instante, la placa roja de Crónica anunció: "El concubino está prófugo." Pronto le imitarían las otras señales.
La última imagen que se tuvo de él fue tomada por una cámara de seguridad en la calle Salta, entre Pavón y la Avenida Juan de Garay. Ponce estaba ya esposado y, antes de subir a un patrullero, se le oyó decir: "Ni quise llegar tan lejos". Se ignora si se refería al crimen o la celebridad.
Infonews
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