viernes, 26 de julio de 2013
El oficio de los santos Por Federico Andahazi (1963)
1
En aquel entonces, Quinta del Medio no era más que una pequeña franja verde en la mitad del desierto, una llanura quebrada por un río sin nombre, una calle principal trazada por las huellas azarosas que dejaban las carretas tras de sí y unas pocas casas de adobe. El pueblo tenía la breve extensión que separaba las dos cúpulas divorciadas que asomaban por entre las copas de los paraísos: en un extremo de la calle, la del pequeño campanario de la parroquia que jamás tuvo campana, y en el opuesto, la de la torreta del reloj de la Intendencia, cuyas agujas se habían detenido una noche a las diez en punto -hora fatídica en la que, años después, habría de iniciarse la tragedia-, y nunca más volvieron a moverse. Los días se sucedían con la misma lenta mansedumbre con que el párroco, el cura Toribio de Almada, sentado a la sombra del atrio, la silla reclinada sobre las patas traseras, las piernas cruzadas y extendidas sobre la urna de la limosna, daba vuelta las páginas del santoral, mientras bebía la malvasía sangre de Nuestro Señor.
Lunes 2, San Tobías y San Bonifacio que son los santos de los enterradores. Y así, con la misma morosa levedad con la que los santos batían las alas en el cielo del desierto, así pasaba también la existencia del párroco, dando la bendición a los pocos inocentes que llegaban a este valle hecho de tedio y la extremaunción a los que habrían de abandonarlo. Y luego volvía a la sombra del atrio con su santoral bajo el brazo.
Martes 8, San Mauro que cura la escrófula y los humores fríos.
Miércoles 14, San Eusebio que es el santo que invocan los revendedores y comisionistas. El cura Toribio de Almada era un hombre obeso y perfectamente redondo; visto de pie y a contraluz, era difícil discernir si estaba de frente o de perfil, si iba o si venía.
Quinta del Medio sólo se conmovía en julio cuando caía una llovizna desganada y paciente que, a fuerza de constancia, acababa por hacer salir de madre al río. Entonces aquel hilo de agua miserable y sin nombre se transformaba en una piraña gigante y nauseabunda que crecía devorando todo a su paso, hasta convertir al pueblo en un charco fétido, dejando un tendal de cadáveres de vacas, de bueyes y de perros. Pero también podía suceder que no lloviera durante todo el verano; entonces el río se convertía en una raposa escuálida, cuyas aguas se disputan hombres y animales, hasta que se secaba por completo quedando el cauce sembrado de cadáveres de vacas, de bueyes y de perros.
Pero estas calamidades que traía Dios para lavar los pecados eran las únicas y por cierto previsibles. Por lo demás, no había terremotos ni aludes ni pestes ni guerras ni milagros ni más aparecidos que los viejos y conocidos: el ánima del indio Genaro Cruz que se paseaba por los techos de la Intendencia, y que se lo ahuyentaba invocando a San Simeón o colgando muérdago en los dinteles de las puertas; la de la difunta del sudario que se la espantaba a pedradas igual que a los perros, y por último, la puntual aparición del ánima de Fidelio el Membrudo que, cada 19 de marzo, dejaba preñadas a las mujeres más jóvenes y de cuya existencia dudaban las mujeres más viejas y, sobre todo, los hombres casados con las víctimas del espectro. Pero allí estaba el padre Toribio de Almada para devolver la paz a la discordia, para serenar los espíritus y reconciliar los corazones. Jamás había sido puesto en duda su sólido predicamento, ni siquiera cuando circuló aquel infame rumor que señalaba el parecido de su silueta con la del lascivo espíritu nocturno que asaltaba las alcobas. En fin, no más que habladurías maliciosas que nunca consiguieron menoscabar su autoridad pastoral.
Todo en Quinta del Medio estaba bajo la beata aunque severa mirada del párroco. Todos podían vivir tranquilos, dormir serenos y morir en paz mientras el padre Toribio de Almada velara por sus cándidas almas. Pero un día, sin que nadie lo esperara, un fatídico día entre los días, un día que ninguno de los sobrevivientes de la catástrofe querría recordar, un aciago día de abril, el Diablo posó sus inmundas patas de bestia en aquel pequeño oasis en medio del desierto.
2
No fue una de aquellas apariciones flamígeras que refieren ciertas crónicas. No hubieron pactos fáusticos, ni nubes sulfurosas se cernieron sobre Quinta del Medio. Los acontecimientos se fueron desencadenando lentamente y sin que casi nadie advirtiera al principio la nefasta presencia. Pero antes se impone consignar otros hechos en apariencia lejanos.
Todo sucedió el mismo año en que los hospicios de Inglaterra se desbordaron de lunáticos a consecuencia de las últimas guerras. Como la Corona ya no sabía qué hacer con semejante número de enfermos, la Reina, siempre tan solícita para con las nacientes Repúblicas del Fin del Mundo, decidió cooperar con la joven medicina criolla y, entonces, embarcó a dos mil setecientos cincuenta y tres alienados de pura flema británica, en dos buques de la Real Marina con destino a Buenos Aires. A cambio, el gobierno nacional se comprometía a entregar a la Corona la irrisoria suma de cuatro mil pesos criollos, diez mil hectáreas de suelo pampeano y los gastos de traslado. De hecho, la operación resultó mucho menos onerosa que la importación de leprosos franceses y tísicos austrohúngaros. Cuando el gobierno nacional notó que los hospitales no alcanzaban a albergar tal cantidad de pacientes, mandó a construir cinco nuevos edificios con un generoso crédito concedido, desde luego, por la sacrificada Corona británica. Así, el municipio de Quinta del Medio recibía el decreto del Ejecutivo ordenando la construcción del Asilo de Pobres y Alienados.
El asilo era, en proyecto, una réplica del Hospital General de París: cuatro plantas divididas en otras tantas alas, cada una rematada en sendas cúpulas de pizarra. La entrada, precedida por una escalinata circunscrita por dos rampas para carruajes que convergían en el atrio, quedaba coronada por un frontispicio griego sostenido en seis columnas corintias. Como ha quedado dicho, este era el proyecto. Lo cierto es que el intendente decidió que la obra era excesivamente pretensiosa de modo que, con apenas la cuarta parte del presupuesto mandó a remozar el viejo convento lindero a la parroquia que, tiempo atrás, el fisco le había embargado a la curia. Las tres cuartas partes restantes las destinó a la construcción de cuatro nuevos galpones del saladero "La Teresita", un emprendimiento nacional que daría empleo a cientos de brazos ociosos, llegados, inclusive, desde los pueblos cercanos, y muy dispuestos a trabajar. El intendente se vio injustamente obligado a explicar que el hecho fortuito de que su esposa se llamara Teresa no significaba en absoluto que el saladero fuera de su propiedad ni muchísimo menos.
Sea como fuere, el 4 de diciembre quedaron concluidas las obras del asilo y el 17 de enero, blanca y majestuosa, llegó La Medicina en una caravana compuesta por catorce carretas cargadas con frascos de bromuro y toneles de potasio, bolsas repletas con sales de magnesio y panes de sodio. La gente salía al paso de la caravana creyendo que venían otra vez los artistas de la legua. Los menos avisados pedían a viva voz que tocaran valsecitos e improvisaran payadas. El 18 de enero, el doctor Perrier y sus colaboradores ocuparon el flamante Asilo de Pobres y Alienados, dispuestos a esperar la llegada de los enfermos traídos desde Inglaterra. Pero los pacientes jamás llegaron. Nadie supo qué sucedió con ellos. Sin embargo el hospital ya estaba construido y alguna utilidad había que darle. Y como en Quinta del Medio no había alienados y, salvo el intendente, el resto eran todos pobres —de hecho, no había razón para internar al pueblo entero en el asilo con el único propósito de justificar su nombre y existencia —ni dolencias que no pudieran curarse con hojas de tilo, cataplasmas, baños de pie con mostaza o de asiento con hojas de laurel, pronto La Medicina se encargó de traer aquellas enfermedades que, a la sazón, estaban muy de moda en Europa. La escrófula, por ejemplo, era una enfermedad del vulgo hasta que la contrajo el Marqués de Chauvignon. Así, cualquier plebeyo podía exhibir las manchas marrones del cuello como quien ostenta un título nobiliario. "Tengo escrófula", decían las Damas de la Caridad y se apuraban a mostrar las lagañas de los ojos y las costras resecas de las uñas, desde que Amparito de Alvear se había apestado. Había quienes pretendían imitar los lamparones de la enfermedad apelando a la tintura de yodo.
Como ha quedado dicho, el asilo ocupaba el lugar del antiguo convento lindero con la parroquia. Estaban separados apenas por una pared. El cura y el nuevo visitante, el doctor Perrier, se saludaban con una cordialidad poco sincera. En rigor, la forzada y, por cierto, demasiado próxima vecindad le resultaba al cura, al menos, un tanto promiscua. El padre Toribio de Almada ya no se sentía a sus anchas en su pequeño paraíso de sombra debajo del alero del atrio, sometido ahora a la incierta mirada del doctor Perrier.
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