sábado, 15 de junio de 2013
¡Peligro… intelectuales “orgánicos” al acecho! Por Ricardo Forster
Carta Abierta. Blanco de los ataques de la oposición política y mediática.
Todo se discute, con más furia y descalificaciones que con argumentos, en la Argentina actual. Hemos atravesado con diversas intensidades cuestiones significativas o que adquirieron significación a partir de su visibilidad pública. Cuestiones que no imaginábamos que podían ocupar el centro de la escena y que, en muchos casos, habían permanecido al margen gracias a las estrategias de ocultamiento y ninguneo de quienes detentaron (y que todavía detentan) el poder de decidir qué es visible y qué no (¿alguien imaginaba, no demasiados años atrás, que se discutiría el rol de los medios de comunicación o la política de derechos humanos, que se debatirían en el Parlamento los derechos de las minorías sexuales o la política de reestatización de la energía hidrocarburífera, que se disputaría la renta agraria o que se debatiría una reforma del sistema judicial? ¿Alguien, instalado en la década del ’90, y en sus paradigmas hegemónicos, siquiera pensaba que a partir del 2003 íbamos a reabrir discusiones que parecían definitivamente saldadas a favor del neoliberalismo?
¿Creíamos, más allá de nuestros deseos, que lograríamos sortear las trampas del fin de la historia y la muerte de las ideologías con las que se intentó clausurar para siempre cualquier posibilidad de transformación de la realidad a favor de las mayorías populares? ¿Veíamos en el horizonte el “regreso” de los intelectuales al centro de la escena política después de haber declarado su defunción al calor de una época signada por la despolitización, el pragmatismo de mercado, la simplificación mediática y el consensualismo gerencial? ¿Utopizamos siquiera la actualidad sudamericana y la cristalización de nuevos derechos que incluyen un lugar relevante a los pueblos originarios y a experiencias popular democráticas que recorren países como Bolivia, Ecuador, Venezuela, Brasil, Uruguay y Argentina, o más bien padecíamos el síntoma de la resignación?) Seríamos hipócritas o mentirosos si dijésemos que todo eso estaba presente en lo que se discutía o se alcanzaba a pensar en las décadas que cerraron el siglo pasado. En el mejor de los casos buscábamos proteger saberes y tradiciones en desuso y amenazadas con ser convertidas en piezas de museo mientras avanzaba brutal y hegemónica la ideología del liberal capitalismo que, de manera inmisericorde, decretaba lo que merecía permanecer y lo que debía ser arrojado al tacho de los desperdicios más allá de toda legitimidad.
¿Intelectuales? En los ’90 ocupaban el borde del borde, eran apenas la expresión de un resto arqueológico que remitía a otra época del mundo. Ahora, cuando por esas locas sorpresas de esa misma historia a la que se había decretado finalizada y decrépita, regresan los intelectuales, los mismos que se congratulaban de su inutilidad y de su volatilización sin ruidos ni conflictos, se sienten con el extraño derecho a determinar qué es y qué debería ser un “intelectual crítico”.
Dan cátedra, desde el lugar que ocupan en los medios de comunicación concentrados, de lo que debería ser la “ética del intelectual”, de su historia de permanente “confrontación con el poder, cualquiera sea”, de su “irrenunciable autonomía”, todo en nombre de un virtuosismo antagónico al de aquellos “seudointelectuales orgánicos al gobierno” que han “traicionado” el genuino espíritu volteriano de quienes siempre deberían permanecer al margen de todo poder (cuando el intelectual toma partido por las mayorías se convierte, mutatis mutandis, en un traidor a esa pureza de origen que lo debe mantener apartado de cualquier tentación política; pero cuando se ofrece como el tribuno del ideal republicano, el garante de la legitimidad democrática forjada en los talleres del liberalismo y en esquivo justificador, porque de eso es preferible no hablar, del omnisciente poder económico corporativo, regresa, impoluto, sobre esa esencia fabulosa del genuino intelectual capaz de sostener su independencia y de pensar por cuenta propia sin que nadie le pague por lo que hace).
El cinismo de aquellos que festejaban el ostracismo del intelectual crítico no tiene límites; de aquellos que, desde siempre, opusieron al “lenguaje alambicado y barroco” de los intelectuales el “lenguaje llano y directo de los comunicadores sociales”, lo alto contra lo bajo, lo elitista contra lo popular y masivo, lo enredado y confuso contra lo directo y simple. Son los que se dedican, desde los artefactos comunicacionales del poder mediático, a denostar a “quienes escriben difícil” utilizando los mismos recursos, pero exponencialmente degradados, de la demagogia populista a la que tanto critican. Extraña paradoja que vuelve a poner las cosas en su lugar.
Ellos quieren intelectuales distantes, neutrales ante la lucha política decisiva, cultores de una autonomía encristalada, críticos de todo, virginales, asépticos, almas bellas que puedan expresar sus preocupaciones por el medioambiente, por la minería, por los pueblos originarios y su indignación ante las opacidades de la política y de la gestión estatal, místicos del pensar desasido, críticos de toda idea anacrónica de “compromiso” y fervorosos habitantes de paisajes alejados de cualquier contaminación plebeya de la historia. Ese es el “intelectual” que añoran, ese que nada significa y al que nadie le presta atención. Un intelectual tan “radicalizado” que su palabra carezca de audibilidad o que simplemente pueda convertirse en un florero en el living del poder mediático. Mejor escuchar hablar de la “revolución” como un futuro vago que dar la batalla, acá y ahora, contra las injusticias del sistema aunque eso se haga asumiendo limitaciones y contradicciones pero reconociendo aquello que efectivamente provoca y cuestiona al poder del capital.
Hay momentos de la historia en los que ser revolucionario supone embarrar las ideas emancipadoras con el barro de un plebeyismo político que asume el rasgo, diría Cooke, de lo “maldito” e insoportable.
Pero también abominaron, y lo siguen haciendo, de cualquier rigurosidad conceptual o de cualquier exigencia que supere el umbral de lo fácil de digerir. Desde siempre han subestimado a los ciudadanos y, desde siempre, han intentado, por la vía de la ironía grotesca y el desprecio, desvalorizar aquellas escrituras que se alejan del nivel zócalo en el que suelen moverse y del que nunca alcanzan a salir en su estrategia comunicacional de impacto espectacular y amarillista plagada de golpes bajos y de frases huecas. Mejor insultar que argumentar, mejor descalificar que construir alguna idea. Lo soez suele acompañar la falta de solidez y el vacío en el que se mueven, un vacío que sólo buscan llenar lanzando improperios y revistiendo sus acusaciones espectaculares de seudo investigaciones cuya rigurosidad siempre carece de toda demostración.
Los “otros”, los intelectuales “orgánicos”, los que han “vendido el alma al diablo” por algunas monedas, los carentes de convicciones y lamebotas del poder de turno, deberían aprender –eso nos dicen los escribas de la derecha que han descubierto la esencia del “intelectual autónomo” sin siquiera sonrojarse ni sentir un poco de vergüenza ni preocuparse por recorrer un poco la compleja trama de la historia y de sus protagonistas– de tan ilustres periodistas que, eso sí, vuelven a ofrecerse como los grandes virtuosos de estos tiempos canallas.
Nada de leer a Kafka o a Borges, a Hegel o a Mariátegui, a Thomas Mann o a Marechal, a Benjamin o a Casullo, a Marx o a León Rozitchner, a Juan José Saer o a Nietzsche que escriben demasiado difícil y oscuro y se niegan a dejarse engullir como una papilla de fácil digestión. Mejor leer a nuestras plumas mediáticas que le hacen tanto bien al idioma y a la crítica de la realidad. ¡Viva la simplificación del mundo! Esa parece ser la consigna de estos cruzados antiintelectualistas que, ante una frase que exige un mínimo de reflexión y, tal vez, horror de los horrores, de relectura, amenazan con llevar su mano a la cartuchera para desenfundar el arma del sentido común telemático.
“Los intelectuales esconden la corrupción”, así se escribe en un artículo de La Nación, y lo hacen, sigue el articulista, utilizando los falsos recursos de un estilo barroco, gongoriano e indescifrable propio de los autores de las cartas abiertas, verdaderos hipócritas que buscan disimular lo indisimulable. Difícil caer más bajo, salvo que se utilice a mansalva un medio de comunicación, como lo hace el mascarón de proa del Grupo Clarín, para decir del otro aborrecido que es “un hijo de puta”. Los finos, pulidos y democráticos intelectuales de la oposición (pienso en Sarlo, Kovadloff, Sebreli, Romero, Gregorich, etcétera) no se sienten ofendidos ante las diatribas antiintelectuales y los insultos contra otros intelectuales propalados por el último héroe del “periodismo independiente”. ¿No ven allí un límite y un ejercicio de violencia retórica clausurante de cualquier forma de convivencia democrática y oscuro signo de otras formas de violencia? ¿Y su espíritu crítico? ¿Y su enérgica autonomía de intereses políticos o corporativos? ¿O, acaso, no sienten en esos insultos que se esté cayendo en recursos cloacales y en la invalidación de posiciones que no son las propias convirtiendo a la democracia en un pellejo vacío?
Debates enconados, aquellos que marcaron lo mejor de esta década pese a los intentos por silenciarlos o volverlos invisibles, que fueron desnudando lo que permanecía oculto o que le devolvieron potencia a lo que parecía ausentado de la realidad por vetusto o anacrónico. Debates, todos, influidos por la vertiginosidad de un tiempo decididamente inclinado hacia una fuerte presencia de lo político; de un tiempo de conflictos y disputas como hacía décadas que no vivíamos y que han sacudido los ánimos hasta un punto en el que la confrontación de ideas se ha convertido, bajo la forma de una transmutación alucinada y patológica, para ciertos sectores mediático-opositores, en incontenible manifestación de odio, resentimiento y descalificación del otro. Algunos han decidido rebasar todas las fronteras de la convivencia democrática eligiendo como punto de fuego de sus intervenciones la más furiosa colección de insultos e improperios que apuntan, casi siempre, a demonizar a sus adversarios o simplemente a arrojarlos al territorio cenagoso de la sospecha ética.
Aquello que debería enriquecer la vida política y cultural de una sociedad termina convirtiéndose, para ciertos medios de comunicación y actores relevantes de las fuerzas de oposición, en una excusa perfecta para desparramar, con absoluta impudicia, una colección de infamias e injurias que no hacen otra cosa que invalidar la necesidad y la importancia de lo que se busca debatir. En verdad, su objetivo es arrojar todo al lodo de una historia inclasificable que nos ha transformado, eso piensan y dicen, en un país arruinado y desquiciado por quienes se han ocupado, en estos 10 años, de tomar decisiones antagónicas a las necesidades de la genuina vida republicana. Lejos de todo debate, que exige argumentos y respeto del otro, sacan de las cloacas del idioma una sarta de improperios que desnuda su oscura agresividad y su visceral incapacidad para desplegar qué es lo que verdaderamente piensan, salvo que lo “real” de su discurso, lo inconfesado de su “verdad”, sea precisamente aquello que asume la forma del insulto y la descalificación más grosera.
En el asedio que intentan contra un gobierno legitimado por el voto popular y por la defensa irrestricta de las garantías constitucionales, no existen, ni pueden existir, límites ni prevenciones que tengan como objetivo mantener las discusiones y las diferencias en el interior de las fronteras del reconocimiento democrático del otro. No, para ellos ese “otro” es el peor de los enemigos, el oscuro portador de una corrupción ontológica, el demagogo que lo único que busca es capturar la conciencia de las masas para ponerla al servicio de su proyecto totalitario. Su deseo insaciable de poder se entreteje con bóvedas secretas repletas de oro y dinero acumulados desde las estrategias del desfalco y la impunidad administrativas. Son, para periodistas y opositores, “ladrones”, “pichones de führer”, “corruptos”, “autoritarios”, “destructores de la república”, “resentidos y revanchistas”, “monstruos que lucran con el sacrificio de los argentinos”, “impostores que utilizan causas justas para fines inconfesables”, “cómplices de oscuros negociados” y, por si no alcanzare, posibles “émulos del Tercer Reich” porque, gracias a las eruditas investigaciones de los editorialistas del diario fundado por Mitre, ahora sabemos que nuestro país va en camino de asemejarse a la Alemania que emanó de ese terrible año de 1933 en el que Hitler alcanzó la cumbre del poder.
Todo vale a la hora de ir contra esa “mafia que ha capturado el Estado” y que ha dañado, eso argumentan con arbitrariedades impresentables, la convivencia entre argentinos. Ellos son, también lo dicen una y otra vez, los ardientes defensores de “reglas de juego” que hagan viable el debate público al mismo tiempo que descargan sin ningún remordimiento una batería de insultos promotores de una violencia como no conocía el país desde tiempos infaustos en los que el “otro” era descalificado hasta el punto de negarle su derecho a la existencia. Las acusaciones permanentes, implacables y bulímicas tienen como objetivo declarado desgastar públicamente al gobierno y a quienes lo defienden propalando, a los cuatro vientos, una mezcla de denuncias seriales, groserías de vodevil, patoteadas discursivas y anuncios apocalípticos que nos colocan frente al abismo de una corrupción infinita. Ellos, los puros, los independientes y los virtuosos de la república perdida estarán allí para rescatarnos de tanto envilecimiento. Tal vez, al día siguiente de lograda la restauración conservadora, regresarán a sus ardientes inclinaciones intelectuales como para recordarnos que jamás estarán dispuestos a enturbiar la transparencia de su práctica virtuosa.
Revista Veintitrés
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