lunes, 17 de junio de 2013
Crónica. Un viaje por las comunidades wichí de Formosa “Cadáver nos van a sacar de acá”
Por Daniel Cecchini. Desde Formosa
dcecchini@miradasalsur.com
La Comunidad de Campo del 20, cerca de Las Lomitas, resiste pacíficamente al desalojo de sus tierras ancestrales.
Campo del 20. La comunidad está integrada actualmente por 30 familias wichí que resisten el desalojo. Para echarlos hasta les quitaron la única bomba de agua./ Cementerio. Una de las pocas cruces salvadas del arado de los usurpadores./ Hombres. Los varones de la comunidad son los que se encargan de las relaciones con el exterior, como la visita del cronista..
En la Comunidad wichí Campo del 20 no tienen agua. Tenían, pero ya no tienen. Se la sacaron. Así de sencillo, así de letal. “Un día vino un escribano nacional y tenía unos papeles. Vino con una camioneta y unos criollos y se llevaron la bomba y los caños. Los caños los rompieron y no los recuperamos. Es una más con que nos quieren echar. Nos amenazan de desalojo, de matarnos, pero nosotros nos ponemos firmes”, dice Amancio Jara y sus palabras son pausadas pero suenan firmes, decididas. Amancio Jara tiene poco más de cuarenta años, aunque su rostro está marcado por la indescifrable edad del sufrimiento del pueblo wichí. Es la cabeza de una de las treinta familias que integran la comunidad y que defienden su suelo. Lo poco que les queda de su tierra ancestral y que ahora también les quieren quitar. De cualquier manera.
Campo del 20 está a menos de veinte kilómetros de Las Lomitas, en el centro geográfico de Formosa. Hacia 1919, el territorio wichí donde está ubicada sumaba veinte mil hectáreas, a uno y otro lado de la ruta nacional 81. Las fueron perdiendo de a poco, en un proceso inexorable de ocupación orquestado por sucesivos gobiernos, empresas y criollos –o blancos, como también los llaman– usurpadores. Hoy les quedan apenas quinientas hectáreas que están en litigio. “Dicen que nosotros usurpamos, pero nosotros existimos antes del ferrocarril, cuando Las Lomitas eran tres o cuatro casas. Los criollos vinieron después y nos fueron sacando la tierra. Ellos son los usurpadores”, dice Isidoro Castillo, hijo del pastor anglicano Ascencio Castillo Palma, de origen wichí, quien tuvo a su cargo, hasta su muerte, una iglesia rancho que ya no existe.
El caserío está junto a los terrenos del antiguo cementerio indígena, que es a la vez una prueba de sus derechos ancestrales. Es una tierra árida, polvorienta, donde se levantan unos treinta ranchos. Las paredes son de barro y los techos de paja. Algunos pocos tienen también unas pequeñas galerías armadas con palos que sostienen chapas de cartón. Las lonas y los plásticos, desplegados entre palo y palo, los ayudan a protegerse de un sol que llega a pegar muy fuerte, de las lluvias –que escasean, sobre todo este año, cuando la región central de Formosa sufre una seca–, pero más que nada del polvo que castiga levantado por el viento. Esos terrenos son la única tierra que les queda y que está en peligro.
La maniobra de usurpación está sostenida por un boleto de compraventa, fechado en 2001, mediante el cual un tal Oscar Peña (DNI 8.220.148) traspasó esas quinientas hectáreas a Carmen Raquel Chávez (LC 5.577.575), representada legalmente por el abogado Ramón Juárez (DNI 10.869.177), marido de Haydeé, la hermana de Carmen Chávez. Pero a Oscar Peña no lo conoce nadie, ni tampoco hay –hasta donde el cronista pudo averiguar– otro documento que ese boleto de compraventa con el cual se demuestre que era el propietario de las tierras. “No sabemos quién es, pero no es wichí. Entonces nunca pudo ser dueño”, dice Bernardino Martínez, un indígena enjuto, el único al que el cronista le vio unos anteojos. Basado en esa documentación –y a partir de una denuncia del abogado Juárez–, el juez formoseño Sergio Rolando López ordenó el desalojo. La comunidad Campo del 20, representada por un abogado de la Asociación Civil por los Derechos Indígenas (Adepi) –ONG cristiana con sede en Las Lomitas–, presentó una apelación que todavía no está resuelta. “Resistimos. Ni le vamos a hacer caso a lo que ellos dicen. Acá están los restos de nuestros antepasados. Este es un lugar ancestral”, insiste Martínez mirando fijo al cronista.
La ofensiva para el despojo no se da en ese único frente. El abogado Juárez también consiguió una medida de no innovar que impide a los pobladores originarios de Campo del 20 modificar absolutamente nada en esos terrenos. “No nos dejan cortar ni un palo, ni tocar una rama. No podemos sembrar para mantener a nuestras familias. Pero no nos vamos a ir, nos vamos a quedar, cueste lo que cueste”, dice Abel Saravia, representante de la comunidad. Con esa medida de no innovar en la mano fue que apareció el escribano público nacional Antonio González con una camioneta y unos criollos y les desmanteló la bomba para dejarlos sin agua. Mientras lo hacía, la policía formoseña miraba desde lejos. También Juárez –siempre el abogado Juárez– denunció penalmente a los wichí Abel Saravia, Silverio Moreno y Ramón Cabrera por el delito de “usurpación”, y al abogado de Adepi Daniel Cabrera por “instigación a cometer delito”. Ni lerdo ni perezoso, el juez Sergio López los citó para tomarles declaración indagatoria. “El juez acepta todo lo que dice Juárez. Nunca vino a constatar nada”, dice el wichí Martínez. Lo que se llama rapidez para impartir cierta justicia.
En Las Lomitas, los unos y los otros conocen bien al magistrado y a sus hechos. Hace unos meses dejó en libertad a un violador de 29 años –blanco, el sujeto– que había abusado de una niña de 12. Para el entendimiento del juez, el hombre hizo lo que hizo porque la niña lo había provocado. El cronista también pudo saber de otros casos similares, perpetrados por el hijo de un policía contra otra niña de igual edad, en Pozo del Tigre, y por un gendarme contra una adolescente de 16. El juez los liberó a ambos, esgrimiendo los mismos motivos que en el caso anterior. En Las Lomitas también conocen bien al abogado Ramón Juárez. Cinco fuentes locales le confiaron al cronista el origen de su poder. “Tiene carpetas con los chanchullos de todos. Los del juez, los del intendente, los de varios concejales. De ahí viene que todos bailan con la música que él toca”, definió una de ellas, que prefirió un prudente anonimato. Tal vez por eso, Campo del 20 es una comunidad rigurosamente vigilada. Los integrantes de la Asociación por la Cultura y el Desarrollo (Apcd), que les presta ayuda, ya no pueden visitarla. Si se acercan, la policía aparece de inmediato.
La visita del cronista –un sábado a la mañana– fue objeto de una curiosa maniobra de la que no se dio cuenta hasta un rato después. El viaje desde Las Lomitas había sido acordado para las 9, cuando el representante de la comunidad, Abel Saravia, pasaría a buscarlo en su moto por el hospedaje donde paraba. Saravia llegó, pero no para llevarlo sino para avisarle que más tarde vendría a buscarlo un auto rojo. El cronista no lo sabía, pero los movimientos de Saravia están bajo constante atención policial. En cambio, el destartalado auto rojo de Amancio Jara tenía muchas más posibilidades de escapar a esa vigilancia. Así pudo llegar a Campo del 20 sin contratiempos. Durante la entrevista que mantuvo con los hombres de la comunidad –encargados de las relaciones con el mundo exterior, mientras que las mujeres wichí se quedan a distancia–, el cronista pudo ver cómo siempre había uno o dos que no parecían prestar atención a lo que se hablaba sino que permanente oteaban a la distancia. “Quién sabe si viene la policía”, le contestaron cuando preguntó. Saravia llegó mucho más tarde, solo, en su moto.
Por ser sábado, en el rancherío están todos los niños. De lunes a viernes, la mayoría de ellos se quedan en la Comunidad La Pantalla, distante a 18 kilómetros, para poder asistir a la escuela. La Pantalla tiene solamente once hectáreas donde viven apretujadas 185 familias. Así y todo, reciben solidariamente a los chicos de Campo del 20. “Comen y duermen en casa de gente conocida, que los recibe para que puedan estudiar”, dice Isidoro Castillo. Y lo dice con agradecimiento. “Wichí” significa “gente” y en su cultura la gente tiene que dar lo que tiene a quien lo necesita. Para cualquier integrante de las comunidades, una acusación de egoísmo es la peor ofensa que puede recibir. “Mezquino” –dicho en castellano o en el idioma originario– es un insulto devastador, una condena social de la que no se vuelve. Por eso los líderes son los más obligados a dar y casi siempre son los más pobres en una comunidad donde sólo hay pobres.
La falta de una escuela en la Comunidad no sólo obliga a los chicos a estar separados de sus familias de lunes a viernes sino que provoca otros problemas. La ausencia de niños durante la semana le da un argumento más a los usurpadores de la tierra wichí: si en Campo del 20 no hay menores de edad es más fácil desalojar a sus habitantes. “Hace tres o cuatro días vino la policía para constatar si había chicos. Vinieron a hacer un acta diciendo eso y nos dijeron que la firmáramos. Nosotros no firmamos nada”, dice Bernardino Martínez, el wichí de los anteojos. Era una situación sin salida: si decían que no había chicos, facilitaban el desalojo; si los chicos estaban en la Comunidad, los podían acusar de no mandarlos a la escuela. Tener una escuela propia es otra de las reivindicaciones de la Comunidad, pero mientras la medida de no innovar dictada por el juez López siga vigente no pueden ni soñar con ella.
Isidoro Castillo ceba el mate con una pava grande, ennegrecida por el humo de la leña, que le ha alcanzado su mujer. Es la única pava que se cebará hasta que se agote, porque el agua es algo que no hay. La mujer de Castillo es la única que se acerca al grupo en toda la mañana. Con sus polleras largas y el cabello siempre recogido, las mujeres de la comunidad van de acá para allá por el caserío, rodeadas de chicos y de las pocas gallinas que hay, sin pasar nunca cerca del lugar donde los hombres están reunidos con el cronista y el mate da vueltas a la ronda con reflexiva lentitud, casi al ritmo moroso con que hablan los wichí. Nunca se interrumpen entre ellos. El que quiere decir algo espera siempre a que el otro termine. El grupo se ha armado alrededor de una mesa improvisada con dos caballetes y una tabla. Hay una única silla que alguien ha traído de su rancho para que el cronista –no sin cierto pudor– pueda sentarse. Los hombres de la comunidad que están presentes –unos veinte– también rodean la mesa, pero a un metro de distancia a uno y otro lado, apoyados contra dos barandas armadas con troncos. Allí hacen siempre sus reuniones.
Hay más hombres en la Comunidad Campo del 20 pero esa mañana de sábado están en Las Lomitas. Algunos, recolectando alimentos; otros, haciendo alguna changa. Nunca se van todos a la vez del caserío porque temen que la ausencia de los varones propicie alguna acción violenta de desalojo. Los wichí de las comunidades aledañas a Las Lomitas no tienen planes gubernamentales. “Lo que viene de Formosa se lo dan a los blancos, a nosotros nada. Creemos que debe haber alguien en Las Lomitas que desvía todo para la gente blanca. Nosotros quedamos siempre afuera. Apenas hay algunos jóvenes que cobran la asignación (se refiere a la AUH), pero ésa es porque viene directo de la Nación y no pueden desviarla”, dice Bernardino Martínez. El delegado Saravia espera a que su vecino termine de decir lo suyo y agrega: “Nuestro gobernador habla de asistencia a los pueblos indígenas pero nos deja solos. No hay asistencia para nosotros. Nos tenemos que buscar nuestros propios medios y tampoco nos dan trabajo”. En la ronda abundan los reproches para Gildo Insfrán, pero el destinatario de casi todas las quejas es el intendente de Las Lomitas, el justicialista Francisco Eladio Gaetán. “No hay empleados wichí en la Municipalidad de Las Lomitas, ni uno, ni para barrer –dice Martínez–; en Formosa puede ser, pero acá no”. El cronista pudo saber que hay unos pocos empleados jornalizados de origen wichí en la Intendencia, casi todos dedicados a la recolección de basura, pero que su número es insignificante. La discriminación se da en todos los ámbitos, no sólo en lo que se refiere a los planes de asistencia o trabajo. “En el hospital también nos dejan atrás. Dejan siempre pasar a la gente blanca y nosotros tenemos que esperar, siempre”, insiste el wichí de los anteojos.
La relación de los wichí con la política de los criollos es esquiva. Por un lado, funcionan con su lógica originaria, de cazadores y recolectores, que los impulsa a ir hacia dónde hay algo, no importa de qué partido se trate. Por el otro, quemados con leche, desconfían de la vaca. Porque la vaca de la política partidaria y electoral ha sido y es, para ellos, esencialmente mentirosa. Mezquina. Ya se dijo: a la Comunidad Campo del 20 no llegan los planes, ni tampoco el Estado –manejado, claro, por los políticos criollos– les da trabajo. Peor: los discrimina. “Nunca viene un funcionario a ver qué necesitamos ni qué nos pasa. Nunca piensan en nosotros. Nos pueden hacer cualquier cosa que ellos no vienen. Vienen nada más los punteros cuando hay elecciones y prometen. Todos prometen. Y después vemos que no cumplen para nada. En cambio, a los criollos sí les dan. Poco, pero les dan”, dice Amancio Jara, el único indígena que tiene un auto –ese desvencijado coche rojo que anda de milagro– en toda la zona. La solidaridad y el apoyo a la gente de Campo del 20 viene de otros lados: de “las iglesias”, como dicen sin definir cuáles, y de sus propios connacionales indígenas. Ocho de las comunidades que integran la interwichí de Las Lomitas se han organizado para apoyar a esos hermanos que están aún peor que ellos.
La pava se ha agotado y el mate descansa sobre la mesa. El calor del mediodía formoseño pega fuerte aunque las copas de los árboles amortigüen los rayos de un sol impiadoso. Los hombres siguen turnándose para hablar –sin superposición alguna–, para decir lo suyo. Es entonces cuando Isidoro Castillo, el hijo del wichí pastor anglicano, se desprende del tronco donde está apoyado y dice como si recitara una lección aprendida para aprobar un examen que es de vida o muerte: “El artículo 75, inciso 17, de la Constitución, dice reconocer la preexistencia cultural, étnica y territorial de los pueblos originarios. También la Constitución dice que hay que regular la entrega a los indígenas de terrenos aptos para el desarrollo humano. Estos son nuestros terrenos y siempre fueron nuestros. Estamos antes que todos y son nuestras raíces. Eso es lo que defendemos de los que nos lo quieren sacar”.
En el caso de la Comunidad Campo del 20 está muy claro quiénes se las quieren sacar. La punta de lanza es el abogado Juárez, que no hace mucho fue también a apretarlos en persona. “Esta gente vino y nos dijo que para qué queremos las tierras si no trabajamos, si no hacemos nada. Si no hacemos nada es porque ellos no nos dejan. Y ellos viven sentados, sin hacer nada, ganando de lo nuestro. El doctor Juárez tiene autos, oficina, chalet, y nosotros somos los que vivimos en la miseria. Y tiene todo eso porque alquila los terrenos que son nuestros. Alquila cada una de las hectáreas por catorce mil pesos de entrada y, después, mil al mes. Por cada una. Saque la cuenta”, dice Saravia, el representante de la Comunidad.
La resistencia wichí es pacífica, sin violencia alguna, ni siquiera con la justa violencia a la que tienen todo derecho los aplastados. Uno de los carteles pintados que tienen entre dos árboles flameando con el viento infernal de Campo del 20 dice “No queremos una segunda Primavera”, en referencia a los cortes de ruta de esa comunidad qom, reprimida una y otra vez con una impunidad que va a contramano de los derechos que debería garantizar la democracia. “Dicen que somos violentos. Si fuéramos como ellos dicen hubiéramos peleado por las veinte mil hectáreas que nos quitaron. Y nosotros queremos estas quinientas. Queremos el cementerio, para que no aren más sobre nuestros antepasados, y queremos esta tierra para vivir. No es de ellos, es nuestra”, dice Bernardino Martínez.
Nadie dice más. El cronista tampoco pregunta: prefiere que el silencio lo ayude a entender, si fuera posible, más allá de las palabras. El calor sigue subiendo y calienta la tierra seca; las mujeres caminan entre los ranchos, cerca pero lejos; los chicos miran curiosos, sin jugar; las gallinas picotean el polvo estéril de Campo del 20. Los hombres siguen sin hablar. Entonces, sólo entonces, después de ese silencio, Bernardino Martínez, el wichí de los anteojos, dice como si (se) sentenciara: “No nos vamos a ir. Cadáver nos van a sacar de acá”.
En el camino II
A las seis y media de la mañana, la camioneta avanza solitaria por la ruta nacional 81, desde Las Lomitas hacia el oeste. Son unos 60 kilómetros que se hacen en silencio, como para no despertarse de golpe. Al volante, Tito es el único que está realmente despierto. Pablo todavía dormita en el asiento del acompañante. Tito y Pablo pertenecen a la Asociación por la Cultura y el Desarrollo (Apcd), una ONG cristiana con sede en Las Lomitas que trabaja desde hace muchos años junto con las comunidades wichí de la zona central de la provincia de Formosa. En el asiento de atrás, el cronista intenta sacarse de encima la resaca de un mal sueño. Todavía no amanece.
El destino, todavía lejano, es una tierra sobre la margen formoseña del Bermejo, la única tierra frente al río que todavía conservan los wichí. Pertenece a la Comunidad El Pajarito, pero ahí –le explicó Pablo al cronista la noche anterior– no tienen nada. En un tiempo, ahí hubo un asentamiento, pero los criollos se lo quemaron. Ahora están deslindando el monte, haciendo una picada desde la ruta provincial 9 hasta el río, para marcar sus límites a los blancos que no cejan en sus intentos por usurparla. Del otro lado del río, en la margen chaqueña, está la reserva La Fidelidad, en unas antiguas tierras de Bunge & Born.
El sol aparece al llegar a Pozo del Mortero, donde hay que salir de la ruta hacia la izquierda para meterse en un camino de tierra en mal estado donde es imposible ir a más de veinte kilómetros. Recién entonces Pablo termina de despertarse y ofrece unos mates. Hay que parar un momento, porque cebarlos en la camioneta en movimiento es una misión imposible sobre la tierra poceada. Una mujer wichí sale de la nada y saluda. Les da la mano a Tito y a Pablo, a quienes conoce, y finalmente al cronista. Después, casi sin intercambiar palabra, sigue su camino hacia el pueblo. Tito la mira alejarse y expone su teoría de por qué los wichí son la etnia originaria más numerosa de Formosa. “Son un pueblo pacífico, que intentó adaptarse y no enfrentó directamente a los criollos. En cambio, los qom y los pilagá resistieron de otra manera. Los wichí se refugiaron mucho en las iglesias, sobre todo con los evangelizadores anglicanos”, dice. Pablo, que mira cómo la mujer sigue alejándose, cita: “Alguien dijo que son invisibles, como NN caminantes”.
De nuevo a bordo de la camioneta, saltando al ritmo de los pozos y ya totalmente despiertos, la conversación deriva hacia la tradición de cazadores-recolectores de los wichí y cómo ahora, cuando ya no tienen tierras por las que moverse, la trasladan a su relación con el Estado y la política. “Antes se movían de un lado al otro del territorio, según la época del año, hacia donde hubiera caza, pesca o frutos que recoger. Ahora hacen lo mismo con la política, con los punteros. No se preguntan de qué partido son sino qué pueden recoger o cazar de ellos. Por ejemplo, los subsidios. El problema es que siempre los traicionan. La estrategia de los punteros es dividirlos”, dice Pablo. A contramano de esos deseos, los wichí de la zona central de Formosa no sólo no se dividieron sino que conformaron una interwichí de una decena de comunidades para defender mejor sus intereses y sostener sus reclamos. Ahí resuelven todo de manera asamblearia, a través de los representantes que transmiten las necesidades y la posición de cada comunidad.
El camino serpentea hacia el empalme con la ruta provincial 9. El cronista no se da cuenta de que han llegado a ella, porque sale de apenas una bifurcación no señalizada, y también es de tierra, en peor estado que la del camino por el cual venían. Son casi tres horas de viaje. En el destino espera un grupo de diez wichí encabezado por el representante de la Comunidad El Pajarito, Mariano López. Con ellos, el cronista se adentrará en el monte donde están abriendo una picada a tajo de machete. Pero esa es otra historia.
Unidos por las mismas luchas
Resistencia. Los wichí temen una represión como la que sufren sus hermanos qom.
Entrevista. Dos representantes de las comunidades.
Severiano Bonilla es integrante de la comunidad wichí de Tres Pozos y secretario traductor del servicio jurídico de los pueblos indígenas. Abel Saravia, delegado de la Comunidad Campo del 20. Miradas al Sur se reunió con ellos pocos días después de la finalización de la Cumbre de los Pueblos Originarios realizada en la ciudad de Formosa para que hicieran un balance del encuentro y hablaran de las principales reivindicaciones que plantean los wichí al gobierno provincial.
–A una semana de terminada la cumbre de los pueblos originarios, ¿qué balance hacen?
A.S.: –Para nosotros fue una sorpresa, porque en Formosa era difícil organizar un encuentro multiétnico. Fue el momento de dialogar con los pueblos originarios de las otras provincias y de enterarse de las situaciones de cada pueblo. Cada pueblo tiene sus problemas propios, pero los problemas fundamentales son parecidos para todos. Pudimos reunirnos aunque hubo trabas y amenazas.
S.B.: –Uno de los problemas que tenemos todos es el desconocimiento del Estado hacia los pueblos originarios. Ahí a todos nos pasa lo mismo, con diferencias en algunas provincias. En Formosa tenemos una de las peores situaciones
–¿Por qué?
A.S.: –Acá, en Formosa, no hay libertad para reunirse para nosotros. Hubo muchas presiones para que no se realice el encuentro. Y a los indígenas que tienen planes de los programas sociales los amenazaron con dejarlos sin ellos. Y a los que tienen algún trabajo del Estado, aunque son muy pocos, también.
S.B.: –Pero cumplimos con lo que queríamos. Nos reunimos, hicimos los documentos y los entregamos. A la provincia con la marcha, que tuvo mucha gente. Y también le entregamos uno a la Nación. Igual no somos optimistas, porque a la Nación le entregamos un documento el año pasado en Buenos Aires y todavía no tuvimos respuesta.
–¿Por qué se produjo un documento exclusivo para la provincia?
A.S.: –El documento para la provincia surgió más que nada porque acá no se avanza con la Ley 20.160, de tierras para los pueblos indígenas. Fundamentalmente porque no nos consultan. Ese fue el pedido central, que nos consulten como dice la ley, que es una ley nacional. Y el plazo para aplicar la ley vence en octubre de este año. Tuvieron que prorrogarlo en tres provincias porque no se aplica. Acá en Formosa, en Chubut y en Neuquén. En otras provincias avanzaron mucho, pero acá no. Por eso hicimos la cumbre en Formosa, para que la provincia deje de discriminarnos.
–¿Dónde se nota más esa discriminación?
S.B.: –Es difícil la integración. La sociedad formoseña nos ignora a los pueblos originarios. Todo lo que puede. Y fueron ellos los que nos fueron quitando las tierras. No nos escuchan cuando decimos que queremos recuperar los territorios de nuestros antepasados. El gobierno de la provincia dijo, antes de que saliera la ley, que no iba a haber más tierras para los indígenas.
A.S.: –No son nada más que las tierras. El gobierno siempre favorece a los criollos por encima de los indígenas. No recibimos lo mismo que nuestros vecinos blancos. En Formosa no hay igualdad.
Una década de participación indígena en la construcción de las políticas públicas
En este proceso de construcción intercultural, podemos destacar el desarrollo de dos instancias de Participación y Representación Indígena a nivel nacional: el Consejo de Participación Indígena (CPI) y el Enotpo (Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios).
A partir del año 2003, el Gobierno Nacional asume como política de Estado la participación de los Pueblos Originarios, con el fin de entablar un diálogo intercultural que posibilite la construcción conjunta de políticas públicas. Es así que en el marco de la gestión del presidente Néstor Kirchner y a fin de iniciar un proceso de construcción de la consulta y participación entre el Estado Nacional y los Pueblos Originarios, se crea el Consejo de Participación Indígena (CPI) en el ámbito del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). El Consejo de Participación Indígena (CPI) está conformado por dos o cinco representantes, dependiendo de la densidad de comunidades, elegidos en asambleas, por las Autoridades de las Comunidades, en la jurisdicción de cada provincia según sus pautas tradicionales. Su funcionamiento es eminentemente de carácter colectivo, lo que está fundado en valores ancestrales de las comunidades. El INAI realiza la convocatoria a todas las comunidades (en forma articulada con las Organizaciones Territoriales de Pueblos Indígenas registradas en el Registro Nacional de comunidades indigenas y el organismo provincial competente) y participa como veedor de las mismas.
Las Asambleas de elección de representantes del CPI deben respetar los mecanismos propios que cada Pueblo posee para la elección de sus representantes. Es la Asamblea la que considera la incorporación de las comunidades no inscriptas en los registros nacionales o provinciales que el INAI haya convocado. Sólo la autoridad máxima de cada comunidad tiene la potestad de elegir a los representantes del CPI. La duración del mandato de cada uno de los representantes elegidos es de tres años, contados desde la fecha del acta de elección. Las Comunidades Convocadas a elecciones de representantes en todo el país fueron 1267, de las cuales participaron en las elecciones de representantes al CPI 1117, llegando al 89% de los registros .Actualmente, el Consejo de Participación Indígena está integrado por 120 representantes de comunidades indígenas pertenecientes a 33 Pueblos Indígenas. Asimismo, se conformó la Mesa Nacional del CPI, compuesta por 25 representantes.
El 1º de noviembre de 2006, la Cámara de Diputados sancionó la Ley Nº 26.160 de Emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas, que prohibió los desalojos durante cuatro años y ordenó relevar las tierras que ocupan los Pueblos Originarios. Esta Ley de Emergencia fue prorrogada en noviembre de 2009 hasta noviembre de 2013 (Ley Nº 26.554). Con las leyes Nº 26.160 y Nº 26.554 se comienza a dar cumplimiento a la obligación establecida en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado mediante la Ley Nº 24.071, que establece que “los gobiernos deberán tomar las medidas que sean necesarias para determinar las tierras que los pueblos interesados ocupan tradicionalmente y garantizar la protección efectiva de sus derechos de propiedad y posesión”. Actualmente se está ejecutando en 20 provincias del país, llegando a 459 comunidades relevadas, lo que significa un total de 4.258.053 hectáreas. Asimismo, desde el año 2008- 2009 a la fecha, se ha dado un salto organizativo de los Pueblos Indígenas a nivel nacional constituyéndose el Enotpo, Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios, como un espacio de construcción y de articulación política de las organizaciones de 31 Pueblos Originarios en Argentina. A principios del año 2009, en el marco de los foros propiciados por el anteproyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, el Enotpo y sus comunicadores realizaron cinco encuentros nacionales en los que desarrollaron una Propuesta de Inclusión del Derecho a la Comunicación con Identidad en el mencionado anteproyecto. La propuesta fue presentada en el Congreso Nacional el 30 de junio de 2009, logrando incluir en el proyecto oficial la categoría de Pueblos Indígenas en tanto sujetos de derecho, conforme al derecho vigente.
En función de avanzar en la regularización dominial de las tierras comunitarias indígenas, la Presidenta de la Nación, Dra. Cristina Fernández, dictó el Decreto PEN 700 –con fecha mayo de 2010– donde se explicita la instrumentación de la Propiedad Comunitaria Indígena. Dicho Decreto creó la Comisión de Análisis e Instrumentación de la Propiedad Comunitaria Indígena, que estuvo integrada por representantes del Poder Ejecutivo Nacional, de los gobiernos provinciales nominados por las máximas autoridades, de los Pueblos Indígenas propuestos por las Organizaciones Territoriales Indígenas (Enotpo) y del Consejo de Participación Indígena (CPI). La misma alcanzó su objetivo principal al elevar al Poder Ejecutivo Nacional una Propuesta normativa para instrumentar un procedimiento que efectivice la garantía constitucional del reconocimiento de la posesión y propiedad comunitaria indígena, precisando su naturaleza jurídica y características. En la actualidad, hay 4.500.000 hectáreas con titulo comunitario .
Durante el año 2012, se ha participado del debate por la Reforma, Actualización y Unificación de los Códigos Civil y Comercial, que fijará las nuevas normas que regirán la vida de los argentinos. En el debate de la normativa, que reconoce el régimen de propiedad comunitaria de los Pueblos Originarios por primera vez en 203 años de Patria, han participado 431 representantes indígenas .
Si bien la reforma constitucional de 1994 reconoce derechos a los Pueblos Indígenas y su preexistencia étnica y cultural, fue recién a partir de 2003 que se instrumentaron medidas efectivas para hacerlos operativos.
Es cierto que existe una deuda histórica profunda con las distintas culturas originarias, que no sólo comprende al Estado nacional sino a la sociedad en su conjunto, es necesario terminar con el racismo y con las distintas formas de discriminación, consolidadas mediante la invisibilización y la monoculturalidad impuestas por minorías dominantes que representaron un modelo de Estado que negaba nuestra identidad nacional y latinoamericana
16/06/13 Miradas al Sur
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