martes, 16 de junio de 2015

Tulio Halperín Donghi y el antiperonismo como destino

Escribe Alberto Lettieri*, exclusivo para InfoBaires24


El 14 de noviembre de 2014, a los 88 años, en los EEUU, su patria de elección, falleció Tulio Halperin Donghi. Su trayectoria constituyó una especie de estéril cruzada para tratar de descalificar los fundamentos del modelo nacional y popular, asociar al peronismo con el fascismo y presentar a los procesos históricos latinoamericanos como caricaturas ordinarias de sus ejemplos norteamericanos y europeos. Para Halperín Donghi, la dependencia argentina era tan natural como el régimen de lluvias, por lo que no valía la pena detenerse a analizarla seriamente ya que resultaba irreversible.
Pese al éxito alcanzado dentro de los claustros universitarios, donde su figura gozó de veneración durante décadas, la realidad a menudo dio un contundente mentís a sus juicios y predicciones. Tal lo sucedido, por ejemplo, cuando en 1990 anunció el fin del peronismo, en un ensayo titulado La larga agonía de la argentina peronista, que al cabo de unos años quedó convertido en uno de los tantos panfletos con los que el liberalismo pretendía seducir con su canto de sirenas a un partido que había perdido el rumbo. Su propia confesión nos ahorra presentar más argumentos: “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera, ahí caí y afronté las consecuencias. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa. Pero en algún momento eso empezó a aburrirme, y afuera se hacía incomprensible que todos, peronistas y antiperonistas, se calentaran tanto por cosas que desde el exterior no se veían porque no eran tan importantes.”
Si bien su palabra expresó la voz del imperio, en su beneficio puede reconocerse que fue honesto y consecuente con sus ideas, aunque estas estuvieran enfrentadas con el pluralismo y la democracia. En opinión de Pacho O`Donnell, Halperín se ha caracterizado por “leer” la historia desde la perspectiva de los privilegiados, convirtiéndose en el último cultor de una historia oficial orientada a “avalar la ideología liberal, porteñista, antipopular y antiprovincial de los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX.” Para ello, podríamos agregar, no reparó en descalificar o ignorar a sus opositores, fuesen estos actores de carne y hueso -como Rosas o Dorrego-, corrientes historiográficas -como el revisionismo histórico-, o proyectos alternativos de país -como los de Fragueiro, Olegario Andrade, Guido Spano, etc.-.
Poco antes de su muerte, Halperín Donghi escribió un ensayo orientado a desacreditar a Manuel Belgrano, El enigma Belgrano, obra que despertó una animada polémica periodística. El mérito de su trascendencia debe adjudicarse a la efectiva campaña de prensa elaborada por la revista Noticias, que lo presentó como el prócer con reconocimiento más unánime dentro de nuestro panteón nacional y el “favorito” de Cristina Fernández de Kirchner, para luego propinarle un certero tomatazo en su rostro en la portada del semanario. La editorial responsable de la publicación, Siglo XXI de Argentina, hizo también su aporte, al subtitular a la obra con la no menos atrayente frase “Un héroe para nuestro tiempo”.
Para diseccionar a Belgrano, como en tantas otras oportunidades anteriores, Halperín adoptó la estrategia de su admirado polemista Domingo F. Sarmiento, ridiculizando sus
ideales y propuestas, distorsionando fechas y procesos para justificar sus propios argumentos y reflotando documentos archiconocidos forzándolos hasta lo inconcebible para justificar hipótesis y juicios insostenibles. El dispositivo expositivo es el habitual en el gurú de Berkley: en principio pretende aceptar la tensión entre los actores históricos y sus circunstancias, para luego declararlos incompetentes en la medida en que sus expectativas o sus proyectos no consiguieron concretarse. En el caso de Belgrano, le adjudica gratuitamente ciertas características, como por ejemplo la banalidad, la extravagancia, la ausencia absoluta de sentido común y el egocentrismo, de las cuales devendría una pretendida incapacidad para alcanzar el éxito en todo lo que acometía… En síntesis, “un niño rico con pocas luces”. Sin embargo, como apunta ajustadamente Pacho O’Donnell, para tratar de justificar sus juicios condenatorios debe recurrir al escasamente honesto recurso de ocultar sus méritos, como por ejemplo el exitoso Éxodo jujeño o su desempeño virtuoso en las batallas de Tucumán y de Salta, al mando de un desvencijado Ejército del Norte, burlarse de sus expectativas de modernización económica y diversificación de la producción –como su impulso del cultivo del arroz-, agigantar pequeñas confusiones, o ridiculizar su apuesta por la democratización de la sociedad al solventar con su propio y devaluado pecunio la creación de escuelas para las minorías desplazadas en el NOA.
En esta lectura selectiva del pasado aflora el Halperín de siempre, aunque en este caso en una versión muy deteriorada. A lo largo de su trayectoria, el historiador de Berkley ha pretendido insistentemente en convertirse en juez de la historia, recurriendo a la adopción de un estilo trabado y tortuoso para disfrazar su pretensión autoritaria de examinar el pasado según sus particulares cánones morales y políticos, produciendo textos incomprensibles para el lector común.
A lo largo de su trayectoria, el historiador de Berkley ha pretendido insistentemente en convertirse en juez de la historia
En una nota publicada en Página 12, Horacio González pretendió terciar en el debate, emprendiendo una encendida defensa de Halperín Donghi, a quien presenta como una víctima del “sistema de estridencias y sinopsis inmoderadas” que adjudica a la revista Noticias. Sin embargo, lo llamativo es la confesión inmediata de González de que ha
asumido su condición de abogado de parte con total desconocimiento de causa. “No hemos leído su libro sobre Belgrano”-afirma. ¿Qué entidad adjudicarle a su intervención entonces? ¿Tal vez una especie de solidaridad corporativa, basada en el reconocimiento mutuo y la coincidencia de ideales y lecturas de la sociedad argentina? ¿O la certeza de que, en caso de recurrir al ensayo de Halperín, su eventual defensa se convertiría en una causa perdida de antemano?
Hace cuatro décadas, en su memorable ensayo Pensar la Revolución Francesa, el historiador francés François Furet afirmaba que cuando se publicaba en Francia un ensayo sobre los merovingios, sólo interesaba a los especialistas, mientras que si la temática era la Revolución Francesa, inmediatamente generaba un enorme impacto mediático, político y social. Furet justificaba esa diferencia afirmando que, al discutir la revolución fundante, lo que se ponía en debate en realidad era la actualidad: los ideales aún incumplidos, el sistema de valores vigente, la democracia real. En síntesis, la dimensión histórica de la agenda política. Algo similar puede sostenerse para nuestra sociedad: las políticas de Estado de la última década han trastocado la plácida calma de los cementerios que impuso la historia oficial y sus continuadores academicistas, adoradores a ultranza del gurú de Berkley. De este modo, debemos felicitarnos de que hoy en día Manuel Belgrano ocupe el centro de la escena –junto con otros condenados por la Historia Oficial, como por ejemplo San Martín, Artigas, Rosas o Dorrego-, y con él, el debate sobre la actualidad del proyecto revolucionario de Mayo: el pluralismo, la democracia, la inclusión social, la distribución de la riqueza, la identidad americana… Valores tal vez indigeribles para quienes desde hace décadas han venido descalificando a los movimientos populares latinoamericanos y pronosticando en vano el fin de la Argentina peronista desde su voluntario exilio, convertidos en caricaturas de aquellos intelectuales del Siglo XIX que, desde su voluntaria autoexclusión en los países vecinos se dedicaban a imaginar como sería posible construir una Argentina semi-colonial, una vez que la “barbarie” de la experiencia populista de la Confederación Argentina liderada por Juan Manuel de Rosas fuera liquidada por la alianza entre una minoría apátrida y los imperios perjudicados por su celosa defensa de la soberanía nacional.
Las políticas de Estado de la última década han trastocado la plácida calma de los cementerios que impuso la historia oficial y sus continuadores academicistas, adoradores a ultranza del gurú de Berkley
De este modo, no sería Manuel Belgrano sino Cristina Fernández de Kirchner y el peronismo en su conjunto los destinatarios del tomatazo de la tapa de Noticias y del golpe por elevación del historiador de Berkley, al pretender argumentar en contra del prócer argentino. En realidad, tanto para Tulio Halperín Donghi, como para su círculo de intelectuales aplaudidores, su verdadero “enigma” indescifrable sería siempre el peronismo. Plebeyo, revolucionario, popular y transgresor, siempre esquivo a la lógica de ese modelo académico elitista y excluyente que tanto les agradaba, y que afortunadamente ha comenzado a evidenciar signos de cambio a partir de las políticas educativas implementadas en la última década. En efecto, lejos de desaparecer, el movimiento nacional y popular consiguió reinventarse a partir de la recuperación de sus banderas históricas, como expresión genuina de las expectativas y el sentimiento popular, en una tácita convalidación de aquella profética afirmación de una Evita consumida por el cáncer pero convencida de que su lucha no había sido en vano: “Y aunque deje en el camino jirones de mi vida yo se que ustedes recogerán mi nombre y lo llevaran como bandera a la victoria”.
*Alberto Lettieri es Historiador. Docente. Miembro del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego

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