Cuando la convocatoria #NiUnaMenos comenzó a girar por las redes, se multiplicaron los posteos que referían a la representación o la verbalización de la violencia de género en la TV. "Que Tinelli, Macri, Legrand o Giménez se cuelguen el cartelito no es más que un intento de lavar culpas, de desmarcarse de la cultura hétero patriarcal en la que fundan su fortuna y su miseria", escribió una cineasta.
"Me sorprende la cantidad de comunicadores que se suben al #NiUnaMenos siendo los primeros que buscan el grado de 'atorrantez' de las víctimas porque 'cuanto más inocente más vende'", apuntó una colega de Clarín.
"El día que una publicidad me muestre un chabón preocupado porque no puede sacar una mancha de la ropa, o un flaco maravillado por cómo el detergente remueve grasa de la vajilla, y hasta hombres bailando en un ambiente perfumado, ese día estaremos un paso adelante", leí en el muro de otra "amiga".
De una manera u otra, las tres menciones aluden a la lógica mercantil que sobrevuela el relato televisivo. Según ese patrón y para la legislación vigente, la hora de emisión dura 48 minutos: la publicidad se come los 12 restantes. Durante ese lapso, anunciantes y agencias publicitarias machacan con avisos que promueven estereotipos de belleza, un modelo único (sexista) de distribución del trabajo hogareño y del acceso al consumo (la mujer compra limpiadores, desinfectantes y yogures; el hombre, autos y cerveza), entre muchos otros mensajes e imágenes que representan el "mundo real", según un ideario conservador tendiente a atraer a las clases medias (siempre deseosas de ser incluidas en las estadísticas de consumo).
Una abultada colección de prejuicios en relación a la violencia física y/o psicológica ejercida contra la mujer, sale también a la luz en el "mundo real" que recortan y espectacularizan los noticieros, los programas de chimentos, los híbridos de debate y las variedades tinellescas. En cualquiera de estos casos/formatos, la materia prima (y por lo tanto, el problema) es "lo real". Me refiero a ese puente no tan frágil entre lo que la pantalla exhibe (la falsa "objetividad") y la experiencia del espectador (la verdadera subjetividad). Puente que, mediante efectos precisos (el ritmo de edición, la musicalización dramática del informativo), logra persuadirlo de asumir como verdad tales artificios. Se trata de estrategias que, al cabo de cierto tiempo, obnubilan la conciencia del que mira, de modo que llega a naturalizar la violencia verbal o fáctica como una variable esperable (razonable) en el trámite de socialización entre varones y mujeres.
Dicho en su reverso: en un mundo dominado por el espectáculo (el que habitamos), el telespectador "está atrapado en una serie convulsiva de 'pasajes al acto': beber cerveza, llamar por teléfono, votar por 'su' candidato, tocarles el culo a las mujeres, castigarlas si no les gusta…
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual razona que la violencia simbólica (en materia de género) es "la que a través de patrones estereotipados, mensajes, valores, íconos o signos transmita y reproduzca dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales, naturalizando la subordinación de la mujer en la sociedad". Vale la pena recordarlo para tener conciencia de que el canal que no respeta esta norma, está cometiendo un delito.
Llegado este punto, es necesario insistir en que la TV no es un fenómeno unilateral. La TV "es" el que la produce. Pero también la conductora. El o la que promociona productos en la pantalla. El o la que diseña esos avisos. Y, por último, el o la que los recibe en el living del hogar.
La dialéctica que constituye el fenómeno que llamamos "la televisión" disuelve, primero, la coartada de los bien pensantes de ocasión que en estos días empuñaron el cartelito #NiUnaMenos para la cámara. Y, de inmediato, la del espectador que legitima y premia el basural televisivo con el encendido de cada día.
En este sentido, es hora de archivar el concepto del "espectador pasivo". En la Argentina, el nuevo marco jurídico le restituyó su condición de sujeto de derecho y, en consecuencia, la responsabilidad frente a las imágenes que elige mirar. Tal como señala Jean-Louis Comolli en Cine contra espectáculo, "el espectador es actor de la representación por el hecho mismo de que participa sensible e imaginariamente en ella". Entonces, luchar contra la voluntad totalitaria de ese espectáculo despiadado, implica "librar un combate vital para salvar y poseer algo de la dimensión humana".
"Me sorprende la cantidad de comunicadores que se suben al #NiUnaMenos siendo los primeros que buscan el grado de 'atorrantez' de las víctimas porque 'cuanto más inocente más vende'", apuntó una colega de Clarín.
"El día que una publicidad me muestre un chabón preocupado porque no puede sacar una mancha de la ropa, o un flaco maravillado por cómo el detergente remueve grasa de la vajilla, y hasta hombres bailando en un ambiente perfumado, ese día estaremos un paso adelante", leí en el muro de otra "amiga".
De una manera u otra, las tres menciones aluden a la lógica mercantil que sobrevuela el relato televisivo. Según ese patrón y para la legislación vigente, la hora de emisión dura 48 minutos: la publicidad se come los 12 restantes. Durante ese lapso, anunciantes y agencias publicitarias machacan con avisos que promueven estereotipos de belleza, un modelo único (sexista) de distribución del trabajo hogareño y del acceso al consumo (la mujer compra limpiadores, desinfectantes y yogures; el hombre, autos y cerveza), entre muchos otros mensajes e imágenes que representan el "mundo real", según un ideario conservador tendiente a atraer a las clases medias (siempre deseosas de ser incluidas en las estadísticas de consumo).
Una abultada colección de prejuicios en relación a la violencia física y/o psicológica ejercida contra la mujer, sale también a la luz en el "mundo real" que recortan y espectacularizan los noticieros, los programas de chimentos, los híbridos de debate y las variedades tinellescas. En cualquiera de estos casos/formatos, la materia prima (y por lo tanto, el problema) es "lo real". Me refiero a ese puente no tan frágil entre lo que la pantalla exhibe (la falsa "objetividad") y la experiencia del espectador (la verdadera subjetividad). Puente que, mediante efectos precisos (el ritmo de edición, la musicalización dramática del informativo), logra persuadirlo de asumir como verdad tales artificios. Se trata de estrategias que, al cabo de cierto tiempo, obnubilan la conciencia del que mira, de modo que llega a naturalizar la violencia verbal o fáctica como una variable esperable (razonable) en el trámite de socialización entre varones y mujeres.
Dicho en su reverso: en un mundo dominado por el espectáculo (el que habitamos), el telespectador "está atrapado en una serie convulsiva de 'pasajes al acto': beber cerveza, llamar por teléfono, votar por 'su' candidato, tocarles el culo a las mujeres, castigarlas si no les gusta…
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual razona que la violencia simbólica (en materia de género) es "la que a través de patrones estereotipados, mensajes, valores, íconos o signos transmita y reproduzca dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales, naturalizando la subordinación de la mujer en la sociedad". Vale la pena recordarlo para tener conciencia de que el canal que no respeta esta norma, está cometiendo un delito.
Llegado este punto, es necesario insistir en que la TV no es un fenómeno unilateral. La TV "es" el que la produce. Pero también la conductora. El o la que promociona productos en la pantalla. El o la que diseña esos avisos. Y, por último, el o la que los recibe en el living del hogar.
La dialéctica que constituye el fenómeno que llamamos "la televisión" disuelve, primero, la coartada de los bien pensantes de ocasión que en estos días empuñaron el cartelito #NiUnaMenos para la cámara. Y, de inmediato, la del espectador que legitima y premia el basural televisivo con el encendido de cada día.
En este sentido, es hora de archivar el concepto del "espectador pasivo". En la Argentina, el nuevo marco jurídico le restituyó su condición de sujeto de derecho y, en consecuencia, la responsabilidad frente a las imágenes que elige mirar. Tal como señala Jean-Louis Comolli en Cine contra espectáculo, "el espectador es actor de la representación por el hecho mismo de que participa sensible e imaginariamente en ella". Entonces, luchar contra la voluntad totalitaria de ese espectáculo despiadado, implica "librar un combate vital para salvar y poseer algo de la dimensión humana".
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