Por Juan Sasturain
A las diez y media, la mañana del domingo resulta más simplemente fría e irremontable que electoral. Con cuidado de no despertarla, él se levanta de la cama como quien se baja de un caballo incómodo y mañero tras un largo viaje. Va a la cocina. Olvidados sobre la mesa, el Rosario/12 y La Capital de ayer exponen candidatos que hacen piruetas de última hora y primera plana. El toma tres mates mirando un carguero lejano, la luz en puntas de pie sobre el río tras los cristales del balcón terraza. Piensa en su vida escorada, en el naufragio universal, y se declara clínicamente deprimido. La idea de viajar hasta Fisherton equivale a ir de rodillas a Luján, a Lourdes, mejor.
Vuelve a la pieza, a Caro, a la cama revuelta. Hace tres meses que duerme allí y parece ayer que tomó a esa mujer y a esa plaza y media por asalto:
–¿Y si no voy? –le pregunta a la espalda joven de ella.
–Andá, sé ciudadano –murmura Caro sin obligación inmediata, cómodamente instalada en la almohada y en pleno centro de la Chicago argentina. Total, ella vota a la vuelta.
–Debería haber hecho el cambio de domicilio –admite él.
–Pero no lo hiciste. Ni siquiera te mudaste del todo –contesta ella sin volverse.
Es cierto. Ella le hizo espacio en sus cajones y el placar, lo ayudó a vaciar el bolso con que él volvió una noche con el cepillo de dientes, la compu y un par de fotos de chicos despeinados que se le parecen y que ahora están sujetos con chinches junto a un precario dibujo de Bob Esponja y un par de extraños guerreros del espacio dedicados a Papá. El resto de sus cosas sigue allá, en Fisherton.
El se inclina sobre la almohada, besa a Caro en la comisura de los labios, se disculpa, se aparta sin esperar respuesta.
–Voto y vuelvo –dice mientras se pone el abrigo con entretela acolchada, regalo en otro otoño y de otra mujer.
–Eso espero. ¿Dónde votás?
–Donde siempre, supongo.
–La escuela de tus pibes.
–Sí.
–¿Y ella?
Para hacer esa pregunta ha abierto un ojo, un ojo hermoso, piensa él pero no se anima a decirlo.
–No sé dónde vota ella.
–¿No le preguntaste?
–No he hablado con ella. Hace quince días que no hablo con Silvina.
–Ese es el problema.
Caro deja la frase como un epitafio y se dispone a seguir durmiendo.
El dice “te quiero” desde la puerta y le responde un rumor entre almohadas que no entiende ni pregunta.
Sale despacio, como para que se note que no quiere ir.
Todo resulta menos dramático de lo que temía. Aunque el presidente de la mesa 3562 resulta ser el vecino despistado del 4to B que le pregunta por su mujer y sus chicos, y la fiscal de uno de los partidos, una amiga de la mejor amiga de Silvina, que mira su DNI como si fuera un certificado de mala conducta. Sin embargo, va y vota.
Al salir, es casi mediodía. Camina por la vereda de la escuela, va a cambiar de vereda, vacila, finalmente cruza la calle, se acerca a un edificio de departamentos y toca el timbre de un 9no C que ya no le pertenece.
Atiende ella.
–Vengo a buscar mis cosas, Silvina –dice él de un tirón.
Hay una pausa más o menos larga.
–Subí. Pero antes quiero que hablemos de algunas cuestiones –dice ella finalmente.
–¿Están los chicos?
–Claro que no... No tengas miedo, cagón.
–No tengo miedo. Es que estoy apurado.
–Ah... Encima, apurado. Mejor andate, entonces.
El se aparta del portero eléctrico como si le quemara y retrocede. Después de unos segundos vuelve la voz de ella, que lo busca infructuosa:
–Y seguro que votaste a ese payaso impresentable... No tenés vergüenza.
–No. Oíme, Silvina... –murmura, de lejos ya.
–No te quiero ver más por acá, ¿sabés? No te quiero ver más.
Pero él no la oye. Ya votó y se vuelve, cruzó de vereda espantado.
Una vecina del primero, en cambio, que regresa, alcanza a escuchar el rumor, una puteada, un último sollozo en el portero eléctrico y se queda esperando hasta que el clic final la decepciona.
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