Por Sergio Kisielewsky
Este fragmento de lo que Cristina Domenech expuso en su charla TED, en octubre de 2014 en Tecnópolis, ante una concurrencia de diez mil personas, es por su contenido el puntapié inicial para el diálogo con Página/12.
“Dicen que para ser poeta hay que ir alguna vez al infierno. La primera vez que entré en la cárcel no me sorprendió ni el ruido de los candados, ni las puertas que se iban cerrando, ni las rejas, ni nada de lo que me había imaginado también, porque la cárcel está en un lugar bastante abierto: se ve el cielo, las gaviotas pasan volando y creés que tenés el mar ahí al lado, que estás muy cerquita de la playa, pero en realidad las gaviotas van a comer al basural que está cerca de la cárcel. Seguí entrando y veía a presos moverse entre los pabellones, cruzar. Fue como si diera un paso hacia atrás y pensara que yo podía haber sido alguno de ellos, de haber tenido otra historia, otro contexto, otra suerte, porque nadie puede elegir el lugar en donde nace. La primera vez que me reuní con los presos les pregunté por qué estaban pidiendo un taller de escritura y me dijeron que ellos querían poner en un papel todo lo que no podían decir y lo que no podían hacer. Y decidí que quería hacer entrar la poesía a la cárcel. Empezamos a buscar poemas cortos pero muy potentes y nos fuimos dando cuenta de que lo que hacía el lenguaje poético era romper una determinada lógica y armaba otro sistema, romper la lógica del lenguaje es también romper la lógica del sistema. Entonces apareció un nuevo sistema, unas nuevas reglas que los hizo comprender que con el lenguaje poético iban a decir lo que ellos quisieran. Dicen que para ser poeta hay que bajar alguna vez al infierno y a ellos infierno les sobra. Una vez uno de ellos dijo ‘en la cárcel no dormís nunca, jamás podés cerrar los párpados’, eso es poesía. El universo carcelario está exhibido, lo tienen en la mano, todo esto que dicen que no duermen nunca y da miedo, todo esto es la poesía. Entonces empezamos a apropiarnos de ese infierno, nos metimos de cabeza en el séptimo círculo, aprendieron que las paredes podían ser invisibles, a hacer gritar a las ventanas, a que nos escondiéramos dentro de las sombras. El primer año que terminó el taller hicimos una pequeña fiesta y lo único que quiero dejar es el momento en que esos hombres, a veces enormes o muchachos jovencísimos, pero con un orgullo tremendo, sostenían su papel y temblaban y transpiraban y leían su poema con la voz quebrada. A mí me hizo pensar que era la primera vez que alguien los aplaudía por algo que hacían. En la cárcel hay cosas que no se pueden hacer, no se puede soñar, no se puede llorar, hay palabras prohibidas como tiempo, futuro, deseo, y nosotros nos atrevimos a soñar y a soñar mucho. Lo que veo semana a semana es cómo se van convirtiendo en otras personas, cómo se van transformando, cómo la palabra les da una dignidad que ellos no conocían, ni siquiera podían imaginar.”
–¿Cómo se le ocurrió la idea de hacer talleres en las cárceles?
–Hace casi treinta años que doy talleres y uno sabe que la poesía opera en cualquier parte, no tenés un lugar programático para hacer talleres, sí lo que hacés es pensar y aprender mucho, porque es más lo que uno aprende de lo que enseña o es un espacio compatible entre aprendizaje y enseñanza. Uno enseña mientras aprende y aprende mientras enseña como esa paradoja de que no hay lectura sin escritura y no hay escritura sin lectura, pero cuando uno empieza a escribir poesía desde muy chica, como empecé yo, empezás a entender cómo te sostiene la palabra, los diarios íntimos donde no escribía nada que fuera cierto. En un verano cuando tenía 11, 12 años me la pasé leyendo, y ese verano fue un despertar de la palabra como creadora de mundos, más allá del valor literario, creo que hay mucho prejuicio, el canon arruinó mucha ilusión, hay unos versos que cito de memoria de Gonzalo Rojas: “Demasiada lectura enceguece el ojo / envilece la imaginación” y es extraordinario lo que la imaginación hace con la palabra, con una niña que la estaba pasando mal por diferentes motivos, que haya podido escribir diarios que inventaban mundos y eso la hacía sentir mejor.
–¿En ese contexto en la cárcel el tema de la palabra y la construcción de disparadores de la imaginación para que el preso escriba cómo se dio?
–Entré a la cárcel como un hecho fortuito, en este caso me llama una amiga y me dice “me acaban de pedir que dé un taller de lectura en una cárcel”, en la Unidad 48 de José León Suárez, en el Complejo Penitenciario San Martín, y ella me dice “yo no tengo lenguaje. ¿Te interesa?”. “Claro, vos dejame que yo voy mañana, no te preocupes”, le dije. Yo sabía lo que era estar ahí cuando era muy chica en los ’70, que por razones que no tengo que ni explicar, me tuve que ir de la facultad porque cerraron la carrera de lo que hoy es Trabajo Social; era una etapa preciosa. También había estado en el Borda, en las escuelitas de La Cava y ayudaba a los chicos a hacer deberes.
–¿Y cuando llegaste a la cárcel con qué te encontraste?
–No te impresiona nada porque es una cárcel en un lugar abierto, yo voy a través de una ONG que había hecho un convenio con la Universidad Nacional de San Martín. Entré y la gente muy respetuosa me estaba esperando, pues el Centro de Estudiantes pidió un taller de escritura y me esperaban algunos presos. Llegué y les pregunté por qué quieren un taller de escritura, para qué: “Porque no- sotros queremos decir y poner en papel lo que acá no podemos decirle a nadie”.
–¿En tu caso dabas consignas para escribir o lo transformaste en un taller de escritura o de lectura?
–Mezclamos lectura y escritura con consignas a veces imposibles de cumplir como la poesía... pero que fuera una manera para animarse y fue extraordinario, y lo que yo también aprendí y que no calculé es la desigualdad que también hay en la cárcel, porque en la cárcel hay mucha gente que no tiene ni un primario hecho, entonces iban al taller de escritura, las primeras veces parecía una cancha de fútbol: nos miraban con desconfianza y ahora quedaron entre diez y doce personas y hay unos personajes increíbles. Había uno apodado el Mosquito que te zumbaba en la oreja y no te dejaba un solo minuto. Cuando me escuchó decir la palabra “reinserción”, me dijo ese “re de m... nunca más lo digas”.
–¿Qué géneros literarios abordabas?
–Sólo poesía. Ellos pensaban que la poesía eran frases de amor para conquistar minas, circulaban por la cárcel unos versitos horribles que todos sabían de memoria y fui a la batalla, saqué el sable y empezamos a ver el valor de la palabra y la poesía como arma transformadora. Parecía la película El cartero, les explicaba que el lenguaje es un juego muy peligroso pero juego al fin. El primer texto con el que arranqué fue “Unión libre”, de André Breton, me miraban como si estuviese borracha (recita: “Mi mujer con la cabellera de fuego de los bosques”) esto es una muestra de lo que la poesía puede hacer y cada día que lo lean les dirá algo distinto y eso es la poesía, lo que no se puede escribir.
–¿Después de leerle el texto cambiaban los presos la forma de abordar la escritura?
–La metáfora es como una espada que te atraviesa el cuerpo y ya no sos el mismo y ahí entendieron que tenían que cambiar su lenguaje para cambiar su mundo, que uno está habitado por el lenguaje, primero fue el verbo, y si uno tiene más imágenes para pensar, el mundo se agranda y te van a joder menos.
–¿Te pedían ciertos autores, preferían algunas estéticas?
–Lacan dijo “absténganse de comprender”, ustedes lean y vivan, están haciendo la cosa más inútil, que es estar cerca de la poesía, y por cosas útiles como el dinero a ustedes los trajeron a la cárcel. Los primeros poemas de ellos era muy morales y se trataba de que dejen de pedir perdón, la poesía es lo más inmoral, donde hay un juicio moral no hay un poema. En la cárcel la gente quiere mostrar el mundo propio. El proceso fue explicarles cómo evitar el lugar común en la escritura, estamos en el siglo XXI y tenemos que encontrar algo nuevo para decir, y vamos a hacer un libro, e hicimos Ondas de Hiroshima, que se llama así por un verso de Waldemar Cubillas, creo que hay que buscar un material que los convulsione, no busco poesía muy lírica.
–¿Llegaron a tener un estilo?
–Nicolás Dorado escribió: “Tengo que conseguir un hilo infinito para coser esta gran lastimadura” y otro poema dice “Madre, quién separa tu sangre de la mía”. Creo que cuesta atreverse a decirle a un preso que lo que está haciendo lo tiene que descartar o corregir, con que logren un verso ya valió la pena todos los días de trabajo.
–¿Se abordó la poesía amorosa y erótica?
–Es muy difícil porque es una falta muy grande que ellos tienen ahí adentro y, en cuanto a lo amoroso, se caía en el lugar común, se los criticaba, y sentí que es la primera vez que alguien espera algo de ellos. El Mosquito en los primeros tiempos me dijo: “Vos te quedaste presa acá” y tenía razón. El otro día aparece un alumno con un apellido raro y le digo que en mi casa de San Isidro venía el hombre que vendía querosén y me acuerdo de los baldes cargados para las estufas en mi casa y me dice: “Sí, era mi tío”.
–¿Qué pasaba con los textos de los presos y cómo repercutían en usted como escritora y tallerista?
–En 2006 muere Delfina, mi hija menor, que era una gran poeta, en 2007 se edita su libro su libro, Tiempo efímero, y empiezo el taller en la cárcel, en 2009, y hacía muy poco que su libro circulaba y todavía era una llaga muy grande la palabra de Delfina hecha libro. Pasaron cosas muy fuertes y no me dí cuenta al principio, pero fui a la cárcel con mi duelo a cuestas a ese espacio. Y les dí el libro en esa época y lo que hizo esa palabra ahí adentro es como que Delfina acompañó el inicio de todo esto. El Centro de Estudiantes se llama “Azucena Villaflor” y el logo es una imagen de un pañuelo de las Madres. Hay una pared y yo les pregunto por qué se llama así y me dicen que ellos se identifican mucho porque se consideran los desaparecidos de la educación y de los derechos. Y en la pared van pintando nombres muchos de ellos víctimas del gatillo fácil, estaba el nombre de Diego Duarte, que fue un chico que mata la policía en el basural de José León Suárez, que es el de ese libro que escribe Alicia Dujovne Ortiz (¿Quién mató a Diego Duarte?). Hay un capítulo entero sobre nuestro taller, y en otro capítulo que se llama “La flor de loto”, eso lo dijo el Mosquito: “Nosotros somos como la flor de loto que crece en cualquier parte, en el barro la flor sale”. Yo estaba atravesada por el dolor y, si hay un lugar en donde el dolor es el lenguaje más común, es la cárcel, la cárcel es un espacio del mayor amor que viste en tu vida y el mayor dolor.
–¿Cómo se construye escritura con esos elementos?
–Se construye porque hay una miga y es un mundo de pan, porque con nada ellos hacen mucho, es igual a la poesía, menos es más. Que entre una persona de afuera, para ellos es aire, luz, cielo, ahí hay amor. Un día llego y me piden permiso para poner el nombre de Delfina en la pared y en una esquina hay una filigrana donde se lee “El silencio que grita”, que es parte de un poema de Delfina.
–¿Fue para usted una sorpresa todo lo que vivió en la cárcel dando taller?
–Fue una bendición y después me di cuenta porque me había abrigado de tal manera que me había ayudado a atravesar un duelo. Con muchos de los presos que están libres seguimos acompañándolos y es un trabajo donde no parás nunca. Después vas a la Villa de La Cárcova, vas al barrio Sarmiento, está el merendero de Mario Cruz, está la Biblioteca Popular Waldemar Cubillas.
–¿Da tareas de una semana para otra o ellos sólo escriben en el ámbito del taller? ¿Cómo reciben la crítica constructiva sobre sus textos?
–Algunos trabajan mucho y otros no, y además hay un taller de Narración Oral donde también escriben cuentos, y ahí hacen narrativa y poesía, hay un taller de teatro que también les posibilita escribir, publicaron un libro que se llama Las armas. Yo no soporto la palmadita en la espalda como método. Tuve a Martín Bustamante, que es un muy buen narrador, muy buen cuentista, que ahora publicó un libro, que se pasó un año peleando conmigo pero no faltó a una clase.
–¿Puede ser que haya una gran influencia en ellos de la música y letra que pasan en la radio?
–Están influenciados por su propia defensiva, porque lo que tienen lo conservan mucho, y hay gente que se entrega más fácil que otra, a los ocho meses de taller, cuando apareció el primer poema de Martín, todos empezaron a los gritos, a los aplausos, se abrazan...
–Se toma como un logro colectivo...
–Sí, y además Martín es un puntal tremendo, para el taller es un referente y durante toda la semana apuntala muchísimo y se arma una comunidad de sostén; en Navidad tuve muchos mensajes de textos de todos los presos, me llaman a mi casa, voy a los juzgados. Es un mundo que cuando uno accede es extraordinario, es una escuela de vida para ellos y para uno.
–¿Cómo se aborda la construcción de imágenes en la poesía de los presos?
–Lo aprendí dando talleres para chicos. Mi vida fue un juego desde que nací, eso es lo que me mantiene viva, atreverme al juego para romper la norma, ahí hay mucho oro para rescatar. Las palabras tienen un valor y hay que saber adónde van las palabras.
–¿Cómo se lleva con la institución sean carceleros, policías, gendarmes, personal del Servicio Penitenciario, qué mirada tiene sobre ese mundo?
–Una mujer que vivió los ’70 no puede tener una mirada positiva sobre esto. Algunos me dicen que les gustaría ir a la universidad, todo el mundo tiene necesidad de ser escuchado porque es un ambiente muy hostil. Un día por año se hace la Fiesta de la Resistencia carcelaria a través de la educación. La universidad no acompaña y ellos se tienen que conseguir la harina, la masa para las pizzas.
–¿La universidad les facilita el trabajo, lo estimula?
–Al principio todos eran desconocidos para todos, y cuando salió el primer libro, y tuvo una gran repercusión, se presentó con Eduardo Jozami en el Museo de la Memoria en la ex ESMA, lo presentamos en la Feria del Libro...
–¿Dejan salir a los presos para los actos?
–Es muy difícil, cuando se hizo el homenaje a Walsh en el Conti fuimos con un preso, que ahora está por recibirse de sociólogo y hacía ocho años que no salía de la cárcel, y leyó un trabajo sobre Rodolfo Walsh. A partir del gobierno de Néstor Kirchner comienzan las salidas para los alumnos que cursan una carrera.
–¿Cuáles son sus preferencias?
–Hay una poeta irlandesa, Moya Cannon, que les gustó mucho, trabajamos con el poeta cubano Rogelio Nogueras, Gelman, que los conoció mucho les dio una audiencia privada y leyó sus poemas de Ondas de Hiroshima. En el Auditorio de la Universidad de San Martín no leyó ni un poema de él y en ese encuentro Waldemar le dice a Juan “a mí la poesía me empezó a dar miedo, tanto miedo que no puedo escribir”. Y Juan le dijo: “Me pasó muchas veces, pero cuando puedas escribir, escribí”.
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