Por Eric Nepomuceno
Río de Janeiro, ciudad emblemática de Brasil, vive una paradoja. La gente mira hacia los cielos en espera de alguna lluvia, y nada. Y, de repente, sin que nadie sepa ciertamente de dónde vino la cosa, una bala venida de esos mismos cielos le da a alguien, en general una bala de fusil.
Si los cielos son avaros con el agua, andan bastante pródigos con las balas, al menos en lo que va de este verano.
Son las llamadas “balas perdidas”, o sea, en algún tiroteo entre narcotraficantes y policía, o entre narcotraficantes y narcotraficantes, alguien, que no tiene nada que ver ni con unos ni con otros, es alcanzado. En otras palabras: usted llega a su casa, se quita los zapatos, enfunda los pies en unas hawaianas, se dirige a la cocina buscando una modesta pero sincera cerveza bien fría, y listo: le clavan, a una distancia desconocida y en un silencio respetuoso, un plomazo en el cuerpo.
La cuenta se pierde. Hasta la madrugada del pasado viernes, 31 de enero, se contaban 32 víctimas de balas perdidas en Río en lo que va del año. Pero, ojo: eso no en todo el mes. Solamente en 23 días, porque hubo días en que los disparadores se distrajeron y solo se dieron entre sí.
Hay guerra entre facciones criminales en varios cerros y favelas de Río. Hay una policía corrupta y que, además, viene de sufrir recortes drásticos en su presupuesto. Por ejemplo: a fines de enero, la Policía Militar de Río, para quedarme con un solo ejemplo, debía 19 millones de reales –o sea, unos 6 millones 500 mil dólares– en cuentas de teléfono, agua, luz y gas. En los cerros y en las barriadas de las zonas pobres de la ciudad, este estrés cobra su precio.
Todos, o casi todos, por cierto, lejos de la zona sur, la región dorada de los bien nacidos, que incluye, entre otros barrios, a Leblon, Ipanema, Gávea, Lagoa y Jardín Botánico, donde está el metro cuadrado más caro de toda América latina. Pero en las zonas norte y oeste y en las periferias donde, a propósito, el calor es más infernal que en otras partes de la ciudad, del cielo caen balas mientras se espera la lluvia.
Cada día que pasa mueren seis brasileños por hora. Ningún país que no viva una etapa de guerra interna tiene tantos muertos por violencia al año como Brasil: más de 53 mil en 2013, un macabro promedio de 6,11 personas por hora. Una cada diez minutos, y quedan esos raros 0,11 para quien quiera hacer cuentas precisas.
Son datos que se refieren a homicidios, latrocinios (que es como el raro idioma jurídico se refiere al robo seguido de muerte), y –vuelve el léxico raro– “lesiones corporales seguidas de muerte”.
Resumiendo: un muerto a cada diez minutos. Es menos, mucho menos, que en Honduras o Venezuela, especialmente Caracas. Pero ese dato no serviría de consuelo a ningún huérfano, ninguna viuda, a nadie que haya perdido a alguien. Estás en tu casa y páfate, bala perdida. Si eres rico y vives en la zona sur, tus chances aumentan mucho. Si no, bueno, lamento.
La cuestión es saber si lo de las balas perdidas es una característica de Río, pero la verdad es que no. La policía mata, cada día que pasa, a seis personas en Brasil. Es decir: una cada cuatro horas. Un índice que supera a los de cualquier otro país. Ahora que sabemos todos que ya no somos los mejores del mundo en el fútbol, al menos nos queda el dolorido consuelo de saber que somos los de la policía más asesina del mundo.
La policía brasileña mata seis veces más que la de los Estados Unidos, que lejos está de ser mencionada como ejemplo de rigor y civilidad. Datos concretos: la policía brasileña mató, en cinco años, más que la norteamericana en treinta. Entre 2009 y 2013, la policía brasileña mató a 11.197 personas. En treinta años, la policía norteamericana mató a 11.090 personas.
Se sabe que criminales son reclutados por las diferentes facciones que ocupan los cerros y las favelas de Río, para quedarnos apenas en mi ciudad. Se sabe que buena parte de favelas y cerros son copados por las “milicias”, es decir, paramilitares (que incluyen bomberos: y pensar que hubo un tiempo en que en los desfiles de las fechas patrias los bomberos eran los únicos aplaudidos...).
Se sabe que tanto unos como otros, es decir, narcotraficantes como milicianos, tratan de reforzar sus huestes, ofreciendo el oro y el moro y algo más a jóvenes marginados. La violencia forma parte del cotidiano, y me hace gracia cuando veo amigos de Montevideo, o Buenos Aires, o Santiago, hablando de los peligros que enfrentan.
Soy un privilegiado. En mi calle, en mi barrio, al menos en estos últimos días, no pasó nada. No cayó nada del cielo, ni balas perdidas ni gotas de lluvia. Mejor así, aunque una lluviecita, por más floja que fuera, vendría bien
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