Por Juan Pablo Bertazza
En el marco de la Guerra Gaucha, las mujeres salteñas cuyos hijos, maridos y hermanos libraban la pelea en los ejércitos patriotas se las ingeniaban para realizar numerosas operaciones de espionaje a favor del general Güemes: desde su infiltración en los ejércitos realistas para seducir y averiguar hasta la redacción de mensajes en clave que ocultaban en los huecos de los árboles o en el ruedo de sus polleras. Un verdadero movimiento transversal que estaba integrado por representantes de encumbrada posición social –la propia hermana de Güemes y Doña María Loreto Sánchez Peón de Frías, por ejemplo–, pero también por mujeres del pueblo, mestizas y hasta esclavas. Esas mujeres que durante tanto tiempo fueron ignoradas en el discurso de la historia oficial son parte fundamental de la primera novela de Elsa Drucaroff, La patria de las mujeres, que acaba de ser reeditada por Marea.
En todo caso, el gran tema de La patria de las mujeres es la rebeldía: no sólo la de las rebeldes como Loreto, que se desempeñó como jefa de Inteligencia de la vanguardia del Ejército del Norte desde 1812 hasta 1822, sino también la de algunas mujeres que prefirieron oponerse, por ejemplo, al matrimonio por conveniencia. Es el caso de Mariana Mercedes Molina, otra de las grandes protagonistas del libro, que no sólo se niega a casarse con el acaudalado comerciante de Lima que había pautado con su padre sino que incluso se enamora de Gabriel Mamaní, un mestizo con un extraordinario talento para tallar. Gabriel corresponde el amor de Mariana, rebelándose, a su vez, contra el destino que había decidido para él su protector Fray Hernando, párroco de la Iglesia de San Francisco.
“Cuando era muy joven viajé a Ouro Preto (Minas Gerais, Brasil) de mochilera y descubrí las esculturas de Aleijadinho, un esclavo del Brasil colonial que se me filtró en la creación del personaje de Mamaní porque noté algo impresionante: sus esculturas, aunque eran religiosas, tenían sutilísimas marcas personales inconscientes que la Iglesia no advertía. Recuerdo por ejemplo unos angelitos que exhibían un tremendo agobio, y ahí estaba la marca de su clase, ahí estaba el artista”, revela Elsa Drucaroff, desde una mesa alejada, en un café de San Cristóbal.
Mientras algunos escritores sienten vergüenza de su primera obra, o directamente la sacan de circulación, vos reeditás la tuya.
–Y... es lindo, además fue el comienzo de una saga y yo sigo pensando que la continuación de este libro, La conspiración de Güemes, es mi mejor novela. Más allá de que algunos de los personajes cambian, y la historia y la época histórica son distintas, no pudo haber existido sin La patria de las mujeres, también por eso le tengo mucho cariño. No hubo corrección, la verdad es que la releí y siento que la novela se la banca.
Una de las columnas que la sostienen es, precisamente, el rigor de la investigación histórica.
–Es una novela histórica tradicional. Y es una novela histórica cruzada con espionaje y policial, que son géneros mucho más cercanos en el tiempo. Me gusta mucho jugar con los géneros masivos y populares. Me encanta investigar el teatro histórico real y armarlo como un tinglado donde poder incluir personajes imaginarios, me gusta mucho porque es como jugar a dios.
GÜEMES ENAMORADO
El título, la trama y hasta la dedicatoria (“Para Alejandro Horowicz, para Ignacio Apolo, varones de una patria de mujeres que está por construirse”) de la primera novela de Drucaroff, que salió originalmente en 1999, apuntan a destacar la importancia y el rol de mujeres con diferentes grados de protagonismo pero intensa identidad: desde la sabia Loreto hasta la esclava negra Benita –quien, en su momento, será blanco de sospechas de traición cuando el grupo de las bomberas pierde a una de sus integrantes, y logra revertir cualquier estigmatización en su contra–. Personajes femeninos complejos que parecen sobreponerse a la misoginia de hombres tan planos como el párroco Fray Hernando y la tremenda asfixia del clima católico.
“Ninguna de las religiones tiene una posición interesante con las mujeres, por supuesto tampoco el cristianismo, que logró que todas las mujeres del mundo estén en falta por hacer aquello que es necesario para ser madres, tener sexo. Todo porque inventó una madre que no tuvo sexo: pocas operaciones más perversas y más brillantes para constituirnos inmediatamente a todas en infames”, concluye Drucaroff.
Subyace en la novela una posición feminista poco ortodoxa.
–El feminismo es los feminismos, un cuerpo teórico fascinante y lleno de debates. Yo no me caso con ningún dogmatismo, a mí me parece que construir una sociedad con relaciones democráticas de género no se puede hacer sin tener también como aliados a los varones. La tarea de las mujeres es conseguir aliados varones, aunque hay muchos casos perdidos porque están los que no quieren ceder su lugar de poder y los que sí pero son cagones, y no están dispuestos a revisar nada porque les tiembla mucho el piso.
¿Qué cambios percibís, en ese sentido, en estos quince años que pasaron desde la primera publicación de La patria de las mujeres?
–Bueno, tenemos una mujer presidenta pero también hubo cosas que empeoraron, por ejemplo el aumento de casos de violencia de género. Yo no estoy de acuerdo en muchas cosas con ella, pero la vez pasada leí un libro de Andrea D’Atri, fundadora de la agrupación Pan y Rosas, y algunos datos que maneja me abrieron la cabeza: en un momento donde para ciertas mujeres hay derechos democratizados, más del 70 por ciento de la clase obrera planetaria son mujeres, y de esa cifra un porcentaje más alto aún trabaja en condiciones de semiesclavitud.
Incluso libres, independientes y combativas, las mujeres de esta novela no dejan de tener una referencia masculina: la del general Martín Güemes quien, no obstante, tiene una aparición tan fugaz como extraña: “Era un hombre alto y fornido, usaba una chaqueta punzó con alamares dorados, pantalones blanquísimos, un sombrero militar con plumas y una capa corta de caballería, también color grana”.
En ese imprevisible encuentro que mantiene con Loreto, Güemes no sólo la convence de rodearla de hombres para protegerla, porque “un ejército debe cuidar a toda costa a su jefa de Inteligencia” sino que además le explica por qué decidió utilizar un atuendo tan ridículo: “Lo hago cada tanto. Me visto como para desfile, me interno por los matorrales, cabalgo por el camino... hay que forjar leyenda para generaciones futuras”.
¿Cómo se te ocurrió la construcción de un Güemes tan especial?
–Se la debo a Paula Viale, mi editora de ese entonces de Sudamericana que, ante mi negativa de incorporarlo como personaje, me recomendó que hubiera, aunque sea, algún resplandor de él. Buena parte de la novela la escribí durante seis días que pasé en La Plata, donde fui a refugiarme a una pensión para estudiantes. Trabajaba hasta nueve horas por día, almorzaba en un comedor con mesas colectivas llenas de gente aunque no hablaba con nadie. Estaba muy metida en el mundo creativo, y me agotaba porque eran todas aventuras las que vivía. En un momento me estaba dando una ducha y empecé a cantar, y me di cuenta de que había usado las cuerdas vocales por primera vez en tres días. Bueno, una de esas noches me fui sola a ver Shakespeare in Love, una peliculita muy linda donde la reina Isabel aparece totalmente lejana, distante, casi en joda, todopoderosa, como un deus ex machina. Así pensé la aparición de este Güemes omnisciente y casi ridículo. Además hay un chiste: no hay retratos sobre Güemes, nadie sabe cómo era físicamente y la única descripción documentada que hay es la del general Paz que, por obvias razones, no lo quería y se burlaba de que era gangoso. Después está lo que dice la aristocracia salteña que, más allá de que después intentaría mitificarlo, tiene amplia responsabilidad en su asesinato.
COMO VIENE LA MANO
“Las generaciones de la posdictadura cargan con la angustia y con la lucidez de que estar arriba de la torre es estar presos, y desde esa angustia y esa lucidez escriben”, se lee en Los prisioneros de la torre (2011), libro en el que Drucaroff sistematizó sus lecturas y reflexiones en torno de la literatura de escritores jóvenes o emergentes que habían publicado hasta el año 2007. Elogiado y atacado casi en dosis iguales –pero nunca tratado con indiferencia–, la obra en cuestión anticipó tanto a los lectores de las nuevas narrativas como también a sus más fervientes detractores, en tanto demostró que esas obras emergentes ya estaban en edad de merecer: de merecer una lectura seria. Casi al mismo tiempo que ponía punto final a ese libro de más de quinientas páginas, Drucaroff complementaba su labor al publicar una antología que incluía ahora cuentos, poemas, crítica, teatro y entradas de blogs de algunos de esos autores.
Teniendo en cuenta que muchas de las obras analizadas en aquel libro eran primeras novelas, ¿bajo qué parámetro de Los prisioneros de la torre habría que leer La patria de las mujeres?
–La novela tiene las marcas de su tiempo: un escepticismo propio de finales de la década del ’90. La patria de las mujeres está escrita con la vieja pasión infantil que tenía por las novelas de aventura. Durante toda mi niñez fui una gran lectora de Salgari y Verne, y siempre quise que hubiera una novela de aventuras para chicas: los personajes femeninos de las novelas que yo amaba se desmayaban en los momentos de peligro y se morían rápido para dejar a los viudos tristes y llorosos pero libres para emprender sus aventuras, y yo siempre quise hacer una novela con heroínas, escribir la novela que siempre quise leer.
¿Qué cambios pensás que hubo en las nuevas narrativas en los últimos años?
–Creo que hay una especie de cuenta que empieza a saldarse con el pasado traumático de la dictadura, y un ejemplo de eso podría ser La apropiación, de Ignacio Apolo, donde la dictadura y la culpa aparecen, pero como un mambo absolutamente extemporáneo. Estoy fascinada con El rey de los espinos, de Marcelo Figueras, porque ahí se lee un imaginario político que junta dos Argentinas que antes eran inconciliables para la generación de Figueras: la Argentina escalofriante de la dictadura y la de una democracia corrupta, protagonista de un nuevo genocidio, el de los pobres. La conciencia histórica en El muchacho peronista es fuerte, pero es la conciencia de no tener conciencia, la falta de raíces, y ahora es todo lo contrario: Figueras puede hacer ese coágulo ficcional tan lúcido porque entiende de dónde vendría un mundo como el que protagoniza la Argentina futurista de la novela, buceando en las raíces de la dictadura, y puede entender la guerrilla, a la vez, con lo bueno y con lo malo.
¿Hay algo de lo escrito en Los prisioneros de la torre de lo que quizá te arrepientas?
–En el libro planteaba también la existencia de un movimiento que fue muy importante para la nueva narrativa y que consiguió muchas cosas, sobre todo visibilizarla. Mi libro quiso acompañar ese movimiento, pero quizá se entusiasmó más de la cuenta. No me arrepiento porque prefiero equivocarme por entusiasmarme más de lo aconsejable que por ser uno de esos forros escépticos que ven pasar el tren de la historia por sus narices mientras pronuncian una frasecita divina de Puán 460. Quizá podría haber sido un poco más prudente, pero prefiero seguir siendo joven.
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