martes, 17 de febrero de 2015

Historia del Carnaval Porteño

Trabajo realizado por Paula Horman y Daniel Vidal, directores del documental “Blanco & Carmín, la murga según Pasión Quemera”.  
Trabajo realizado en 2007, que nos permite analizar la historia del carnaval porteño, y las luchas para recuperar los feriados, que a partir de 2011 todos podemos disfrutar. Este artículo resulta fundamental para refutar a aquellos que, desconociendo nuestra historia, insisten en sostener que el “carnaval porteño” es un invento.    
El Camino del Carnaval
Las murgas carecen de una historiografía contundente o medianamente unificada. Este hecho hace referencia a que ellas, como muchas otras manifestaciones artísticas han cobrado la forma de discurso interrumpido. Esta forma remite a su inclusión dentro de la cultura popular, interrumpida muchas veces por el accionar gubernamental y por sus propias limitaciones; y fundamentalmente discursiva, ya que la memoria popular retiene y reproduce la historia de las murgas  a través de la transmisión oral. Las propias murgas se constituyen en eslabones de esta cadena mnemónica en sus actuaciones y en sus recreaciones. Como decíamos, este interesante rasgo de transmisión oral, devela una característica que vincula el hoy con la cultura popular pre-moderna
Esta característica da cuenta de la inscripción de las murgas en la tradición del Carnaval, una tradición antiquísima, que ha asumido diversas formas. En la antigüedad, estas festividades estaban asociadas a la celebración pagana de lo divino (Baco/Dionisio/Saturno), una celebración marcada por la exuberancia, el derroche y la anulación de los límites morales (principalmente en las comidas, las bebidas y el sexo).
Paulatinamente, este festejo fue privatizándose y vaciándose de contenido hasta resumirse en unas majestuosas fiestas de las clases altas donde la osadía de ser otro que el permitido se resumió al uso de máscaras. Los excesos se retiran del ámbito público para transformarse en secretos de alcoba. Del espíritu carnavalero de las clases altas, sólo sobrevive la burla, bajo el cargo del Bufón. En las calles, en los poblados, en la plebe, los festejos se mantienen. Por motivos económicos (y morales) las celebraciones no eran tan suntuosas, pero el ánimo festivo sigue en pie.
En la Edad Media, este festejo es bautizado y fechado bajo el manto del cristianismo: según la iglesia católica el término Carnaval proviene del latín medieval carne-levare ("abandonar la carne") refiriéndose a la prohibición religiosa de consumir carne durante los cuarenta días que dura la cuaresma .
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Historia del Carnaval Porteño
Los conquistadores españoles son los que importan al Río de la Plata el "Carnaval a la europea”. En las primeras épocas de la conquista los sectores populares participan con bailes y agua en las calles;  este festejo no es bien visto por las clases altas de Buenos Aires, quienes lo describen como una “costumbre bárbara”. Tanto es así que en 1770 Juan José Vértiz, pena con azotes a quienes tocan el tambor y un año después restringe los bailes a lugares cerrados para evitar los supuestos escándalos. De esta forma “al oficializarse las reuniones se prohibían de paso las manifestaciones callejeras” . Este, el primer texto prohibitivo/limitativo de una serie de muchos reza: “que se prohivan los bayles indesentes (sic) que al toque del tambor acostumbran los negros…, así mismo se prohiven las Juntas… prohiviéndose también los juegos de cualquier clase que sean; todo bajo pena de doscientos azotes, y de un mes de barraca a los que contrabiniesen” .
En 1783 el mismo Vértiz, ya Virrey, inaugura La Ranchería (ubicada en Perú y Alsina) considerada la primera de las construcciones dedicadas a las representaciones teatrales. Sin embargo no obtiene el éxito esperado y es entonces cuando el virrey decide rentarla para las fiestas de Carnaval. Encontramos ya que el Carnaval comienza a privatizarse y a convertirse en un negocio lucrativo.
Por su parte, en las calles se desafían las prohibiciones, jugando con agua, huevos y harina.
Con la revolución de mayo de 1810, se busca también limitar este aspecto del Carnaval, que contradice el paradigma higiénico de la época. En 1811 el Cabildo (que organizaba con frecuencia bailes públicos) proclama: “que en lugar de la bárbara costumbre el Carnaval, todas las músicas de los regimientos se repartiesen en los parajes públicos… que se pudiera bailar en las plazas por todo género de personas, pero que en ninguno de estos actos se hiciese uso de agua…” .
La problemática del agua  y los otros elementos del combate Carnavalero atraviesan la historia del Carnaval de principios de siglo XIX. Esto no es anecdótico si pensamos en este período como el fundacional de la patria, en el cual se buscaba consolidar un modelo de país basado en la racionalidad, en la ilustración para el progreso. El Carnaval es visto como un retraso, como una costumbre bárbara que atenta contra esta búsqueda. Tanto es así que para 1836 se debe pedir autorización policial hasta para salir disfrazado.
En tiempos de Rosas, el Carnaval “era esperado por parte de la población – especialmente la de color – con un entusiasmo indescriptible, cosa que no ocurría, por cierto, en otras esferas, donde lo recibían con una prevención no exenta de temor” . No obstante, ciertos intelectuales apoyan la manifestación: “Gracias a Dios que nos vienen tres días de desahogo, de regocijo, de alegría. Trabas odiosas, respetos incómodos, miramientos afectados que pesáis todo el año sobre nuestras suaves almas, desde mañana quedáis a nuestros pies, hasta el Martes fatal que no debiera aparecer jamás… podemos estallar un huevo, relleno de lo que nos dé la gana, sobre la frente más dorada, sobre las niñas de más bellos ojos, sobre la nieve del más casto seno… Por mi parte, no puedo menos que aconsejar a las personas racionales y de buen gusto, que corran, salten, griten, mojen, silben, chillen, cencerreen a su gusto a todo el mundo, ya que por fortuna lo permiten la opinión y las costumbres, que son las leyes de las leyes” .
Algunos otros intelectuales que describen el Carnaval en la época de Rosas, revelan la concepción del Carnaval como algo bárbaro, muy cercano a las bacanales, a lo orgiástico. Escribe  José M. Ramos Mejía : “(los negros) inundaban la ciudad al son de pintarreajeados tambores, cruzaban las calles, tocando monótonamente, no una música, sino un ruido del más desastroso efecto… sudorosos y fatigados por la larga peregrinación, marchaban, sin embargo, con cierto desembarazo vertiginoso, imprimiendo al cuerpo movimientos de una lascivia solemne y grotesca. Las negras… imponían con indolencia las mamas rotundas como una expresión de su poder fecundante… El agua corría a mares; (las mujeres) abalanzábanse a los carros enardecidas por las flagelaciones del agua  y el bárbaro y obsceno entrevero se hacía general. Todo contribuía rabiosamente a estimular los más bajos deseos…”.
Para ese entonces, los negros se dividen en naciones y concentran su actividad en los barrios de Monserrat y San Telmo .  Por esta época se inicia también una costumbre que marcará el nombre de la murga retratada por nuestro documental: los martes de Carnaval los vecinos colgaban en cada barrio un muñeco de paja y tela, al que denominaban Judas, que luego era quemado en una festiva ceremonia .  
Aunque en sus primeros años de gobierno Rosas promueve estas manifestaciones, su política da un giro en 1844 cuando mediante un decreto, censura y castiga esta manifestación de arte popular. Afirma: “las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término. Considerando… que semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e ilustrado; que son perjudicados los trabajos públicos;… que la higiene pública se opone a un pasatiempo del que suelen resultar enfermedades… El gobierno ha acordado y decreta: Art. 1º: Queda abolido y prohibido para siempre el Carnaval” .
Durante una década sigue pesando la prohibición dictada por Rosas. Sólo en 1854, dos años después de su caída, se reanudan los festejos. Los bailes están reglamentados por unas disposiciones que se colocan a la entrada de los salones, mientras que los festejos con agua van declinando poco a poco.
Para 1863, la policía elabora el primer reglamento para comparsas, mediante el cual se abre un registro para quienes quieran participar.
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Los gobernantes, a sabiendas que en ocasiones es más eficaz para sus fines de control recapturar que prohibir, realizan en 1869 el primer corso oficial de la ciudad de Buenos Aires. Con un detalle importante: a las comparsas que desfilaban en las calles Rivadavia, Florida y Victoria (actual Hipólito Irigoyen), conformadas principalmente por negros, se les suma la de jóvenes provenientes de la aristocracia.
Por ese entonces, la política empieza a manifestarse de forma explícita en las agrupaciones del Carnaval (que hasta la fecha se limitaban a la picardía romántica y a la burla simplona). Por 1870, recorren los corsos un grupo denominado Tipos Políticos que caracterizan a figuras como Sarmiento, Mitre y Urquiza. El diario La Nación, consigna en su edición del 11 de febrero de 1871: “Es sabido que el Señor Ministro de Guerra está preocupado profundamente por el anuncio de que una comparsa de Carnaval iba a representar la Expedición al Desierto…  parece que la seriedad de esta Expedición iba a ser defendida mejor que las fronteras y se temía un conflicto… en consecuencia, la comparsa Expedición al Desierto se ha disuelto; y queda allanada la cuestión de estado y el conflicto que tenía por base una broma de Carnaval…”. La dimensión política del Carnaval irá luego evolucionando. Comienza así, con la aparición de personajes y temáticas en las comparsas y se intensifica luego con la expansión de las murgas, las cuales en todas sus presentaciones incluyen una crítica: una canción picaresca que habla, denuncia una problemática específica cada año. Lo particular de esta crítica es que recaptura las melodías de una canción masiva .
Tiempo después, la inmigración italiana y española termina de sentar las bases del ritual Carnavalesco. En 1900, suman diecinueve los corsos “grandes”, sin contar los que se generan espontáneamente en diversas barriadas de Buenos Aires . A los barrios ya mencionados (San Telmo y Monserrat), se le suman Belgrano, Barracas, Parque Patricios y La Boca.
Hacia 1906, de España se traslada al Río de la Plata la que sería considerada la primera murga en tierras sudamericanas: se trata de una compañía de zarzuela que llega a las calles montevideanas con sus coplas satíricas y picarescas. En realidad no llega a las calles, sino que termina en ellas: se cuenta que, ante la falta de público en el hotel Casino -donde realizaban sus funciones- sus integrantes salieron a la calle a actuar, y fue allí donde finalmente tuvieron éxito. Desde entonces, se conoce como murgas a estas agrupaciones que recorren las calles con cantos satíricos. Por estos rasgos, rápidamente se incorporan a los festejos de Carnaval. Esta práctica llega a Buenos Aires al poco tiempo. En ambas orillas, se le añaden elementos sonoros afroamericanos e incluyen en sus letras personajes de la mitología Carnavalera (Momo , Baco) y de la Comedia del Arte (Pierrot, Colombina).
El rasgo que distinguirá a la murga porteña es que en ella se introduce el baile. Un baile único, típico, resabio (o nostalgia) de ese momento de embriaguez y desequilibrio de los antiguos Carnavales, que surge de la mezcla de los desfiles con pasos y ritmos de los negros (candombe, rumba, milonga, etc.).
Al despuntar el siglo XX, cada barrio tiene su murga. La Avenida de Mayo alberga al corso oficial de la Ciudad, pero en algunas callecitas olvidadas vecinos organizan sus propios festejos, por fuera del circuito establecido.
En la década del 30 los barrios se convierten en los protagonistas de las agrupaciones de  Carnaval . Esto se ve reflejado en los nombres de las agrupaciones: “Los Mocosos de Liniers”, “Los Viciosos de Almagro”, “Los Chiflados de Almagro”, “Los Linyeras de La Boca”, entre otros. A partir de aquí, el barrio y los colores de los trajes comienzan a identificar y diferenciar a cada agrupación.
Tiempo después, la llegada del peronismo y la migración del interior del país hacia la Capital Federal, le da un nuevo empuje  a las murgas porteñas. Llegan a formarse dos o tres por barrio, con gran participación de jóvenes. Los potreros, las esquinas, las plazas, son los lugares de encuentro.
Las autoridades de facto que se presentaron en los años posteriores (La Revolución Libertadora y Onganía), recuperan ciertas regulaciones de antaño (como el uso de un permiso policial para portar disfraz) pero toleran este festejo mediante su control.
Hasta 1976.  Para hablar con exactitud, en 1976 los militares no prohíben el Carnaval. Hacen con él, lo mismo que con tantos cuerpos, tantos espacios, tantas otras manifestaciones culturales: no lo prohíben, lo desaparecen.  Mediante el decreto 21.329 , firmado por Jorge Rafael Videla, Julio Bardi y Albano Harguindeguy, se declaran los días no laborables, omitiéndose los lunes y  martes de Carnaval (que hasta allí eran feriados nacionales). Esto es, los hace desaparecer, los borra, así, sin explicación alguna.  A la vez, la Ley de Seguridad Nacional y el Estado de Sitio habilitan a todas las   fuerzas represivas y de seguridad a "reprimir, disolver y/o aniquilar" toda   manifestación callejera.   Las murgas en su conjunto se ven entonces privadas de su espacio de ensayo y actuación. Sin calles ni Carnaval y reprimidas como sospechosas en  virtud de su tradición contestataria.
Sin embargo algunas murgas se las ingenian para seguir. No suenan sus bombos cuando van de un lado a otro, andan en silencio, y tocan dentro del lugar establecido, en su mayoría clubes de barrio. Según Coco Romero, murguero y estudioso de este arte popular: “La murga y el rock fueron ríos subterráneos con sus propios rituales, que durante la dictadura generaron un espacio de resistencia y contracultura a través de la fiesta del encuentro y las disciplinas del arte.” .
    Para 1983, han sobrevivido sólo diez murgas. Pero por fuera de todo calendario oficial, con la llegada de la democracia las murgas vuelven a emerger con fuerza. En este “renacer” las mujeres y las/os niñas/os empiezan a participar activamente, en un espacio que era antes patrimonio exclusivo de los hombres . Se suman también nuevos instrumentos (redoblante, guitarra, bandoneón). El aprendizaje no se realiza sólo en los barrios, sino también en talleres y escuelas.
    El momento socio-histórico asociado a la euforia democrática se inserta fuertemente en el discurso y la organización murguera.  Retoma su música y su sentido social reivindicatorio-contestatario, recupera las calles, se expande, gana público, se convierte en uno de los portavoces de un discurso político-social que apunta a la integración, la revalidación de   la cultura popular, la participación y el protagonismo social.
En 1997 estas agrupaciones (que ya llegan a 100) son reconocidas por el Gobierno de la Ciudad como patrimonio cultural. Mientras tanto, las asociaciones murgueras  salen a la calle, marchan por la histórica y Carnavalera Avenida de Mayo, reclamando por la devolución del feriado de lunes y el martes de Carnaval. Ese año, el gobierno empieza a organizar corsos oficiales en los barrios, e implementa un sistema de jurados y de premiación que según nuestro criterio, aunque fomenta en cierta manera la actividad, incluye mecanismos de exclusión (por ejemplo, al solicitar a los murgueros requisitos de vestuario para ingresar al sistema de corsos) y de competencia con los corsos no oficiales, ya que se producen en simultáneo; esto es clave, ya que la organización de estos corsos barriales (en su mayoría, verdaderos procesos de autogestión comunitaria)  muchas veces son la única forma de financiamiento (por medio de la venta de alimentos y bebidas) que reciben las agrupaciones de carnaval.
En febrero del 2004,  a más 25 años desde su desaparición, la marcha por la restitución del feriado de Carnaval convoca a más de cinco mil personas. Paralelamente, se presenta el proyecto de ley en la legislatura porteña.
Finalmente, el 22 de abril del 2004 se aprueba por unanimidad la ley 1.322 que declara como días no laborables los lunes y martes de febrero que caigan 40 días antes de la celebración de la Pascua. Sin embargo, a menos de un mes de aprobada, el 15 de mayo de ese año, el ex Jefe de Gobierno porteño, Aníbal Ibarra, inscribiéndose en toda una línea histórica de prohibiciones y prescripciones, veta la ley que restablecía el feriado, por considerarlo “ineficaz para promover el Carnaval” (Sic) . Tras la insistencia de la Legislatura Porteña, la ley finalmente se sanciona en junio, pero el feriado se reduce a “obligatorio para el Sector Público de la Ciudad de Buenos Aires, y optativo para las actividades industriales comerciales y civiles en general” . Es evidente que para quienes disfrutan del Carnaval esta ley es insuficiente, ya que ninguna empresa o  comercio opta por otorgarles a sus empleados el feriado, es por eso que el reclamo continúa, para así recuperar el feriado a nivel nacional, tanto en el sector público como en el privado.
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Sobre Pasión Quemera
Pasión Quemera nace quince años atrás por iniciativa de algunos pocos vecinos de Parque Patricios. En la actualidad, cuenta con más de cincuenta integrantes (en Carnaval, superan los cien) de todas las edades, con un promedio entre los 16 y los 20 años. Trabaja durante todo el año, ensaya dos veces por semana (miércoles y domingo) y se presenta esporádicamente (más allá del Carnaval) en diversos eventos.
Posee un alto compromiso con la lucha por los derechos humanos y un tipo de organización horizontal. Luego de cada ensayo realizan una asamblea (ellos la llaman “reunión”) en la que se toman las decisiones y se emiten propuestas y problemas.  Si bien no hay (desde su discurso y por lo que pudimos observar en las primeras concurrencias a las reuniones) personas que hegemonicen las decisiones, sí observamos que hay ciertas voces que son más respetadas y escuchadas que otras, en base al tiempo de pertenencia a la murga y en la dedicación hacia ella. Asimismo, existen coordinadores de ciertas áreas a los que, respetando el argot murguero, llaman “directores” (por ej. directores de baile, de bombos, director general). Ellos fueron elegidos por consenso entre todos los participantes y, según nos comentaron, es para distribuir las obligaciones y no para centralizar el poder (todos hicieron hincapié este punto).
Hace siete años atrás la murga contaba con una organización vertical, lo que en su argot llaman “tradicional”. Luego de arduas discusiones el entonces director se alejó y la agrupación comenzó a tomar la forma que hoy parece consolidada. Sin embargo, como señalamos en el primer apartado, esta forma de organización horizontal fue considerada por algunos miembros de la murga (incluso, algunos de sus fundadores) como caótica e incorrecta. Ésta discusión atravesó y enriqueció el tiempo que compartimos con la murga y se ve reflejada en el documental.
Otro conflicto que presenciamos, corresponde al compromiso político (específicamente con algunos organismos de Derechos Humanos) al que hicimos referencia al comenzar este apartado. No todos los/as integrantes de la murga están de acuerdo con este punto. Es notable esta diferenciación, todas las murgas comparten la tradición de la crítica Carnavalera, pero algunas sólo se limitan al  canto, a un canto picaresco y, en algunos casos, hasta funcional con el ánimo político de la época: el cinismo de la razón política actual incluye, contempla y hasta utiliza, la crítica bufonesca (véase Tinelli o Caiga Quien Caiga). En este caso, la dimensión política de Pasión Quemera consiste en trascender la crítica, la canción y articular con otras organizaciones, otras problemáticas, que en muchos casos, no están vinculadas con el Carnaval, ni la coyuntura (por ej. Madres de Plaza de Mayo, Abuelas, H.I.J.O.S, etc…).
Según su origen, existen hoy dos tipos de murgas: las de taller, formadas desde centros culturales (como el Rojas) y las barriales. Pasión Quemera posee una gran identificación con el barrio (se conoce a Parque Patricios como “barrio de la Quema”). En su nombre hay una explícita referencia al acto de la quema de muñecos que se realiza todos los fines de año en distintas esquinas, y en sus letras se observan claras alusiones a personajes, historias y problemáticas barriales). El espacio por excelencia de la murga es la plaza. Lugar público, tradición de barrio, la plaza Pepirí es su sitio de ensayos y discusiones, a escasos metros del Parque Patricios, parque que da nombre e identidad a su barrio de origen. A pocas cuadras de la plaza, encontramos la esquina en donde la murga se reunió por primera vez (Elía y Grito de Ascencio).
Ésta es evocada largamente en sus canciones y poseen una fantasía  que hace mención a esa intersección. Esa misma esquina fue absolutamente reapropiada por la murga, no sólo simbólicamente a través de la evocación, sino materialmente: sobre una de sus calles hay un mural muy extenso pintado por los integrantes de la murga; asimismo, los corsos de fin de año y Carnaval organizados por la agrupación se realizan allí (a contrapelo de los “oficiales” que se conforman en grandes avenidas). No obstante, como decíamos  “El lugar” de esta murga es el barrio. La identificación con él es absoluta, desde las canciones, hasta los colores del cuadro que más lo representa (Huracán), pasando por la evocación de personajes históricos que han nacido allí (Bonavena), por características básicas asignadas en el imaginario colectivo (tanguero, proletario), y, claro, está, por el estandarte .
Este punto es importante, ya que “el sentimiento por el barrio” es tomado por la murga como un capital simbólico que los diferencia de las murgas surgidas de los talleres (fenómeno característico de la década del ’90).
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La Despedida

La identificación con el barrio es clave para comprender esta manifestación. La murga se hace portadora de una identidad, y el/la murguero/a a partir de ella se construye como sujeto social. Ella se encuentra en relación con un espacio, el barrio, y esto implica una cultura que se hace presente en la comunicación comunitaria: en la construcción y la circulación del sentido. Esto se da también porque, como vimos, la murga no es producto de una interacción puramente presente: es la manifestación actual de un proceso histórico que implica relaciones sociales en base a un tiempo, una historia, una cultura, un territorio.
En la murga aparece la problemática de la identidad no sólo desde la relación con el barrio o con los otros, sino también desde el decir: la murga narra historias, para narrar La Historia, pero por la especificidad de su forma ese narrar es un narrar-se, no una repetición de hechos pasados. La experiencia de sí, lo que el sujeto introduce como horizonte de problematización es parte fundamental de la constitución de la subjetividad. Sabemos a través de Foucault que este horizonte de problematización esta sujeto a un régimen de visibilidad: la murga propone una mirada irónica, burlona, crítica, desviada, que juega con la legitimidad del lenguaje, disertando sobre temas históricos y actuales con un tono coloquial, atorrante, cómplice de la sospecha popular. Los/as murgueros/as ofician como juglares bufonescos, como cronistas que parodian críticamente la realidad y en ese cantar cotidiano, conforman su identidad.“Es contando historias, lo que nos pasa y el sentido que le damos a lo que nos pasa, que nos damos a nosotros mismos una identidad en el tiempo” .
A su vez, los parches  de cada traje son signos identitarios a ser interpretados, se asocian a  íconos políticos (abundan los rostros del Che, los pañuelos de las Madres y  se asoman algunos pasamontañas con pipas), también la regencia a cuadros de fútbol (algunos se animan a contradecir el mandato del nombre), a grupos de música (la mayoría, rock nacional) y algunas otras expresiones de lo cotidiano.
Pero es principalmente en la disposición corporal que propone la murga hay una ruptura a la lógica de la norma(lidad) dada fundamentalmente por el extrañamiento corporal (el baile, la pintura, el disfraz), por la ocupación diferencial del espacio regulado (ya hicimos referencia a la indisciplina urbana)  y por la satirización y la puesta en riesgo a través del juego irónico, de los parámetros habituales con los que se visualiza el mundo. Afirma Jorge Larrosa, “verse de otro modo, decirse de otra manera, juzgarse diferentemente, actuar sobre uno mismo de otra forma ¿no es otra forma de decir “vivir” o “vivirse” de otro modo, “ser” otro?, y ¿no es la lucha indefinida y constante por ser otros de lo que somos lo que constituye el infinito trabajo de la finitud humana y, en ella, de la crítica y la libertad”. En este desprender-se de uno mismo, el sujeto pierde/suspende su identidad y la reafirma en el acto (Bataille). Se produce allí el reconocimiento de una extrañeza común.
Desde lo corporal, la murga contradice entonces las formas de sensibilidad propuestas por la racionalidad moderna y revela elementos premodernos, irracionales, heterogéneos. Todos sus bailes (patadas hacia la nada, desequilibrios embriagantes, manos que buscan hacia arriba y regresan vacías…) parecen ser gestos que dan cuenta de la parte maldita, bárbara, de ese pecado que no se puede nombrar, de esa angustia por la animalidad cedida.
Desde lo discursivo, la murga contradice las formas de racionalidad impuestas, al ir desde la referencia a un panteón de deidades (arrebatados por la racionalidad moderna) hasta las críticas políticas más explícitas. Con un lenguaje que se podría considerar vulgar y chabacano, le hacen cosquillas a las formas cosificadas del decir y apelan a nuestro sentido más común (aquél anterior al Sentido Común) ese que nos iguala, nos pone en comunicación.
George Bataille, en su texto El Erotismo, afirma que “la superación de la actitud aterrada es la transgresión”, y tanto la transgresión como la prohibición remite a elementos que no se basan en la razón impuesta, sino en la sensibilidad que precede y acompaña toda imposición y toda trasgresión “Tal es la naturaleza del tabú, que hace posible un mundo de la calma y de la razón, pero es él mismo, en su principio un temblor que no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad, como lo hace la misma violencia…” . Esa transgresión, fundada en elementos sensibles, encuentra en el arte (y principalmente en esta forma de arte, que recupera elementos festivos, profanos y comunitarios) sitio donde hacer carne. Transgredimos entonces el sentido impuesto, recuperando en cierto modo la desfachatez y la curiosidad infantil. Afirma Bataille, en el mismo texto (pág 118, 119) “Sólo un pequeño número entre nosotros, en medio de los grandes logros de esta sociedad, se demoran en su reacción verdaderamente pueril, se preguntan todavía ingenuamente qué hacen en este planeta y qué farsa les están representando. Quieren descifran el cielo o los cuadros, pasar atrás de los fondos de las estrellas y las telas pintadas, y como chicos buscando las hendiduras de una cerca, intentan mirar a través de las fallas de este mundo”. En el carnaval, mediante el juego y la representación grotesca,  se revela al mundo como representación, se burla y desconfía de él… y desconfiar es pensar desentendiendo los confines de lo evidente, es derroche de pensamiento, es sospechar, es no saber. En el carnaval, el mundo deviene escenografía de una pieza en la que cualquiera puede actuar cualquier papel. Esta experiencia artística, contiene potencialmente al momento soberano que se refería George Bataille, ese momento de pérdida de sí, de real comunicación entre los seres (ese reconocimiento al que hacíamos referencia párrafos atrás): “La risa, las lágrimas, la poesía, la tragedia y la comedia —y más generalmente toda forma de arte que implique aspectos trágicos, cómicos o poéticos—, el juego, la cólera, la embriaguez, el éxtasis, la danza, la música, el combate, el horror fúnebre, el encanto de la infancia, lo sagrado —cuyo aspecto más ardiente es el sacrificio— lo divino y lo diabólico, el erotismo (individual o no, espiritual o sensual, vicioso, cerebral o violento, o delicado), la belleza, el crimen, la crueldad, el espanto, el asco, representan en su conjunto las formas de efusión (de la soberanía)”
Nótese que el destacar la potencialidad de nuestros dichos, busca diferenciar lo posible de lo existente. Existen muchas subjetividades que se articulan en esta experiencia creativa, existen contradicciones en sus formas de pensar y vivir la murga, y no debemos caer en un idealismo romántico.  
Creemos que éste punto es fundamental, ya que encontramos en la murga un claro muestreo generacional. La murga, como toda manifestación cultural, y por ende social, está inserta en un bloque histórico, atravesada por la hegemonía con sus consecuentes dimensiones de dominación y resistencia. Vemos así que en ella, como pudimos apreciar en las entrevistas realizadas, conviven diferentes discursos-consecuencias de nuestro pasado reciente.
Aunque todos comparten la dimensión irracional reflejada por la pasión por el baile y el extrañamiento, y también la idea de la murga como lugar de recuperación del barrio como espacio de socialización, algunos al ingresar a la zona del poder y de la política prefieren dar un paso al costado. Es así como vimos que las discusiones por las formas de organización (la geometría del poder) llegaron al punto de hacer renunciar a un integrante de la murga, y al preguntar por los motivos (evidentemente políticos) de la prohibición del feriado de Carnaval muchos expresaban el desinterés y temor que caracteriza a una parte de nuestra generación.
Por el contrario, para otros la murga es el lugar de la recuperación de la política, la posibilidad de establecer nuevos formas de resistencia y lucha, de probar la participación a través de una organización horizontal, de recuperar la calle, el cuerpo. Vemos entonces en la murga la doble dimensión (dominación/resistencia) resultante de los procesos históricos que consignamos anteriormente.
Hecha esta aclaración acerca de lo existente, finalizaremos este trabajo, convencidos de que lo posible sólo tarda un poco más.
Ya que la murga es “intrínsecamente” una manifestación de resistencia, y esto debería entenderse no de manera idealista, sino de la misma forma que el Carnaval es, para Mijail Bajtín, un lugar despoblado de normas “oficiales” y en el que se vive un tiempo “no oficial” regido por la naturaleza . Como vimos, el Carnaval es depositario de una historia no reglamentada y una herencia  depositada en el cuerpo que tiene su origen en las clases populares. El Carnaval es, en este caso, un modo de desprenderse de las cadenas que atan a la vida cotidiana y a las normas impartidas desde las altas esferas, una válvula de escape que permite una vuelta a modos de vida tradicionales en los que el sujeto adquiere la forma del cuerpo social y en que la relación con el mundo que establece este cuerpo social no encuentra demasiadas diferencias con el cuerpo propio.
Por ser la manifestación presente de un proceso histórico que implica relaciones sociales específicas en base a un tiempo, a una historia, a un territorio, el cuerpo del Carnaval, al igual que el de la murga, no es el cuerpo propio sino el cuerpo social. Este cuerpo social tiende nuevos lazos con un territorio que desea transitar así como transformar.
Este territorio es el barrio, pero también la ciudad y la historia.

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