Por Oscar Armando Bidabehere
El arquero murió al amanecer. La soldadesca lo remató cuando besó el polvo. Esa no la pudo atajar. La noticia se perdió en el fárrago informativo, de aquel oscuro otoño, un veintiocho de mayo del ’75. Las orquídeas abrazan las ramas de los árboles, en las quebradas del Aconquija, perfumando el andar de aquel joven bonaerense que dejó la pelota y colgó los botines, para dar cauce a sus sueños revolucionarios. El Mudo, como lo llamábamos, siempre locuaz y con una sonrisa piadosa en los labios, dejó su último aliento. Un mes más tarde caería Aldo, su compañero en la porfía, a quien había conocido hacía unos años, en un asado en el barrio universitario. Aquel día, sentados en círculo, mientras el jarro de vino iba de mano en mano, estábamos, sin saber que nos depararía el futuro, soldando un encuentro iniciático para la utópica marcha hacia la liberación.-
En el puzzle urbano, a orillas del parque de Mayo, ese apacible pulmón verde que quiebra la gris monotonía y el hastío de tanto cemento, se aglutinaban el club Universitario, el Barrio, y el Partenón de la UNS, con sus columnas dóricas, flanqueado por anchas y largas galerías, habitadas por el caótico hormigueo de los alumnos que colman las aulas. La vida transcurría en la tórrida Bahía Blanca, la bahía del silencio, evocada por Eduardo Mallea, uno de sus hijos predilectos. Esta historia comienza en el ’68, en el Barrio Universitario López Frances. Ahí, desde la casa Nro.4, imaginada como cabeza de playa del desembarco, comenzamos pacientemente un movimiento para recuperar las viviendas, y cumplir finalmente los estatutos de la Cooperadora, que taxativamente asignaba su destino a estudiantes. Vivíamos los efluvios del Mayo Francés. Prohibido Prohibir. Dieciocho casas al rescate. La mayoría de los ocupantes eran ilustres académicos a los que la universidad, subvirtiendo el destino de las viviendas, les daba alojamiento. Pensado como complejo de residencias estudiantiles, los chalets californianos, miraban al norte, y su disposición al interior del predio tenía cierta anarquía que desafiaba la uniformidad. Las viviendas tenían dos alas, mediadas por un gran salón central que desembocaba en una cocina estrecha como un desfiladero, con salida a un hall con pileta, que oficiaba de lavadero. A derecha e izquierda, dos habitaciones, un par de camas, el placard era pequeño, y baño compartido. Añosos pinos, sauces, álamos, pintaban el paisaje. Mientras, se agitaban reivindicaciones, sueños, incertidumbres, amores y odios. Un día cualquiera, luego de una asado bien regado, nos despachamos con una marcha de antorchas, tomamos un banco largo, donde nos sentábamos en el living, acostamos a Néstor, el representante estudiantil ante la cooperadora, como si fuera un muerto, lo alzamos y encendiendo velas rodeamos al supuesto difunto para marchar en procesión por entre las casas mientras emitíamos todo tipo de arengas intimidatorias para hostilizar a los usurpadores. Sobrevuelan imágenes de jolgorios y batucadas, comidas pantagruélicos, o largos silencios, de lecturas eruditas. Partidas de naipes y torneos de toda laya. Amores furtivos, lejos de prejuicios confesionales, una atmósfera de libertad, que escapaba a un mundo cargado de leyes represivas. .Y los versos de Machado que cobran vida en la voz de Serrat, marcando el espíritu de nuestra generación. “Caminante, son tus huellas/el camino, y nada mas; /caminante, no hay camino/ se hace camino al andar. / Al andar se hace camino, / y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar./ Caminante, no hay camino, / sino estelas en la mar. Rumbo al arroyo, a escasa distancia de la cuatro, seguía la nro.5, hasta la partida de los profesores allí vivió la familia del profesor Diego, un matemático sanjuanino, entre ellos su hija Ana, a quien la dictadura “chupó” en La Plata cuando estudiaba astronomía. Cuando pasaron a vivir estudiantes, ingresó un joven puntaltense, la ciudad prisionera de los designios y la influencia, de la Armada. Cual campana de vidrio, vincula a todos y cada uno de sus habitantes con la Base Naval. Darío Rossi, de el se trata, con la apariencia de Omar Sharif, era un enjundioso activista que pronto lideró el movimiento en el barrio, cuando arreciaba el deambular de la triple AAA partió a Viedma, bautizada en la jerga militante, como México, un lugar para exiliarse, mas al sobrevenir la dictadura cívico militar en el ’76, Darío es secuestrado, dicen que no sobrevivió a la tortura en la siniestra Escuelita bahiense, y apareció en uno de esos enfrenamientos fraguados. En la misma línea zigzagueante, estaba la casa nro.9, ya vivíamos ahí en el ’69, y Juan un camarada del PC que deambulaba con su valijita cargada de libros, me había ofrecido ir a la Patricio Lumumba en la URSS donde se estaban convergiendo estudiantes de todo el mundo a estudiar lo que me apasionaba, la economía política. Había que atreverse, y compromisos con mi madre viuda me hicieron desistir. Allí en el hervidero revolucionario fermentado con el Cordobazo, agosto del ´70, funcionamos como jabonería de Vieytes para urdir la toma del rectorado, un nueve de setiembre de aquel año. Una experiencia militante que forjó muchos destinos, y la dictadura, sin pausa, mostró sus garras. De esa misma casa en julio del ´71 se llevaron a Guillermo, un tresarroyense con quien compartíamos habitación. Por esos días me había incorporado al servicio militar, en medio de una saga de entuertos, y el estigma de ser universitario. El compañero terminó en el penal de Rawson, con el se fue mi colección de Cristianismo y Revolución que había querido preservar escondiéndola en el motor de la heladera. Su neonato raid revolucionario se interrumpió luego de que, en una asamblea, tuvo una inflamada arenga convocando a marchar al centro, a “prender fuego el edificio de la municipalidad”, un desatino, si los hay. Los ramalazos de la fuga de Trelew, trajeron zozobra, estaba bajo bandera y cerca de los hechos, en medio del asedio me dan la baja y retorno a la Casa 9, en setiembre del ’72. Lindante con el fondo, estaba la nro.6, donde vivió con su familia el profesor Héctor Ciocchini, insigne poeta y tanguero de ley, padre de María Claudia, desparecida en la Noche de los Lápices. Ya con estudiantes, ocupando las habitaciones, mateábamos con los compañeros de la JP y ahí recalaba, Carlos Davit, con quien nos trenzábamos en fecundos lances verbales. Le decían “Pelado”, victima de la triple AAA, fue ferozmente asesinado y colgado intimidatoriamente, de un puente, camino al puerto de Ingeniero White, en noviembre del ´75. En enero de ese año había caído detenido Osvaldo, Cholera, con quien vivíamos en la casa nro.9, tras una volanteada. Por esos días me despido para siempre del barrio, y comencé a trabajar en una empresa de la calle General Paz. Enfrente, en el numero 32, atracaba la “fiambrera”, un Fiat 128, azul marino. Era la nave insignia de la triple AAA que timoneaban Sañudo y un secuaz grande como un oso, cabello ensortijado, que decía llamarse Fernández. Todas las mañanas veía desfilar a estos asesinos que gozaban de impunidad para sus tropelías.-
Nuestro tiempo se consumió vertiginosamente. Hay un abismo que deglute todo y amenaza devorarse nuestro universo pequeño, ese mosaico de episodios salientes, adolescencia desgarrada, honor y muerte. Antes que arreciara el deambular de las bandas asesinas, vivíamos las horas finales. ” Se robaron el poncho, todos lo sabemos, pero el poncho no aparece” vocifera Max, y la asamblea estalla como una granada en racimos. La arenga recorre como una corriente fantasmal todo el amplio salón gambeteando sus columnas, entre largas mesas y sillas metálicas plegables. El comedor universitario. Estamos en la planta baja, de aquel viejo y señorial edificio donde en su parte superior funciona el Club Universitario. Reina la confusión y el desconcierto, fines de noviembre del ’74. Son los últimos días de la experiencia gastronómica que atendía a universitarios, regulares y del interior, sin mirar a quien. Son los prolegómenos de un derrumbe que los conciliábulos de las juventudes políticas no consiguen detener. Una bella niña, de larga cabellera y mirada sorprendida, asiste impávida al devenir de los acontecimientos, es Liliana Piza, está en la juventud universitaria Peronista, poco tiempo más tarde integraría el largo rosario de detenidos desaparecidos. Mientras, sus compañeros, en medio de un debate esquizofrénico, cantan aquello de “la mar estaba serena, serena estaba la mar y pum… el comisario Villar”. El escenario se recorta en mi memoria cual baldosa de un tiempo de angustia.
A orillas de la vida, el amor deambulaba buscando incautos. Ese gozar y sufrir de la adolescencia, acunando peregrinas ilusiones. Cuando en la dictadura lanussista se construyó el Barrio Comahue, un abigarrado complejo de monobloques en terrenos de la universidad, en contraprestación se levanto una hilera de monobloques en el predio que ocupaba el barrio universitario, que sería mas tarde ocupada por estudiantes. Ahí fueron a parar los exiliados chilenos llegados luego del golpe del ’73, con ellos un militante que pronto nutrió la vida del barrio. Hombre bajo, cabello crespo y palabra convincente, erudita, pausado, sereno, pronto se gano el afecto de todos. Tenía un aire a Cantinflas, el comediante mexicano. Se llamaba Víctor Oliva y la triple AAA lo secuestró y asesinó, en febrero del ´75, arrojándolo en el paraje Pibe de Oro, un oscuro boliche cercano a la ruta 3, rumbo al sur. En el Comahue se utilizó mano de obra esclava, un grupo de bolivianos que estuvieron hacinados en un galpón mientras se llevo a cabo la obra y además, como era consigna del PRT, un compañero estudiante que vivía en el barrio se proletarizó. Arrinconada en una de las esquinas de esa manzana, quedó la cancha del Club., donde tantas tardes de sábado el balón viboreaba de arco a arco y muchos soñaban con domingos de gloria. El viento sur la cruzaba, sin barreras a la vista, emplazada en la esquina de 12 de octubre y San Juan. Como si Atila lo hubiera asolado, la hierba no tenía lugar en ese árido rectángulo donde el verde era una quimera .Cerca, mientras se calzaba los guantes, en una de las casas del barrio estudiantil, el “Mudo” recordó aquella historia que lo había marcado a fuego. Se sintió emulo de Mykola Trusevich, también arquero, en el Dynamo de Kiev, llamado el portero del partido de la muerte, cuando vencieron a los nazis en uno de los episodios épicos mas memorables de la II Guerra. Los nazis no perdonaron la afrenta y pasaron a degüello a los osados prisioneros. Premoniciones. Su ladero, con quien acaudillaba el equipo representativo del Barrio, le decían “el Tero”. Ambos por esos días se afiliaron al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), y se dieron un gusto a la hora de pergeñar la camiseta con la que saldrían al combate deportivo. No se guardaron nada. La calidad futbolística les daba hándicap para sugerir o proponer criterios en el armado de la escuadra. Así hicieron historia en el torneo interuniversitario. La camiseta era azul marino, y estampada, a su izquierda, la estrella roja, de cinco puntas, los cinco dedos de la mano proletaria. Las manos, las mismas para atajar todo lo que tiren, las del Mudo, en esa soledad ante el mundo, el cielo y el infierno, que aguardan al final del partido, a quien se parará entre los tres palos del arco. Alto y rubio, paisano de Coronel Pringles, grandes manazas para atrapar el balón, pero también para abrazar, sonrisa franca de niño grande. Se llamaba Juan Carlo Irurtia y fue abatido por el ejército, en mayo del ’75 en los montes tucumanos. En la era de la imagen, no hay fotos de él, hurgando en el mundo del cine, hallé un asombroso parecido en el actor Sean Scott Williams. En junio de aquel año, también en la compañía de monte, cae Aldo Malmierca, aquel de los gruesos anteojos. Mientras estudiaba, el Mudo, para solventar la estadía, jugaba en la primera del Club Pacifico, en la Liga del Sur. En el ’68 habíamos compartido la habitación en la casa nro.4 y comenzó a fluir una amistad. Para la tribuna asamblearia, me asignaron un alias: Max, por Scheler, y las chicas decían ahí va Sal Mineo. También de un barrio pringlense como Cesar Aira y Arturo Carrera, era Sylvia Jiménez, quien fuera la compañera del Tero. Raúl, el tero, Guido, era de Huanguelen, la tierra de su ídolo, José Larralde. Vivía en la casa nro.15. Tenía pasión por el futbol, era “cuevero” ó numero seis, una suerte de Federico Sacchi, por estampa y juego, aquel brillante marcador central racinguista. A esa pareja de tórtolos, el tero y la tera., les hurtaron el futuro. El evocarlos trae a mi mente, una imagen que los asemeja, Warren Beatty y Natalie Wood, pareja de película, igualmente bellos. Allí en el barrio tejieron su historia de amor, capítulos de una militancia que se hundió en el abismo que abrió la dictadura cívico militar. Ambos fueron “chupados” por la maquinaria represora en Mar del Plata, a donde se habían corrido eludiendo los zarpazos enemigos. Fue en junio del ’76.Les sobrevivió su hijo, que tenia quince meses.
Otra casa emblemática, tenía el número diecisiete. Antes, allí vivió un anciano profesor que arriesgó su vida por denunciar las atrocidades de Auschwitz, y entregó salvoconductos a judíos perseguidos por los nazis. Florín Manoliu, ex diplomático rumano, profesor de economía. Luego, con los años, en sus habitaciones se alojaron ocho estudiantes, todos venidos del Alto Valle y el Neuquén. Los ocupantes últimos, eran hombres, entonces, cómo no hablar de las compañeras que ululaban por sus pasillos, entre lamentos y suspiros. En el grupo, un morocho argentino que se lució con la casaca número nueve de Olimpo, “Fósforo” le decían, y andaba perforando redes aquí y allá, mientras por las noches se debatía en los laberintos del cálculo integral y diferencial. Huellas, voces, que repican en los muros.
La cuenta regresiva se comenzó a desgranar en algún lugar, los capítulos se escribieron en las usinas golpistas. Los preparativos iban in crescendo, y sucedió el ’76. Sus secuelas duran, algunos de sus actos perduran sin que la trama haya sido puesta a la luz. El expediente era voluminoso, como un libro de Laiseca, o salido de la inspiración de Liborio Justo, aquel de Tierra maldita. Tenía tapas color rosa viejo, abrochado como cualquier otro documento judicial, de esos que se apilan con suerte esquiva. Muchos terminan siendo un reservorio de polvo, con pronóstico de prescripción. Deambulan al borde del abismo, a merced de fuerzas ocultas alentando su caducidad. La carátula de la causa gozaba de una neutralidad que solo osados exploradores podían franquear. “Sobre la cooperadora de la Universidad Nacional del Sur”. La niña bonita” era el Barrio universitario López Francés, ejecutado por inspiración del entonces rector, de quien lleva su nombre, durante la gestión del primer peronismo.
Por esos días, el contador Méndez, al que en la militancia lo conocíamos como “Hernán”, era quien presidía la oficina de personas jurídicas, esmirriado, su rostro acusaba un sufrimiento de larga data, era un alma silenciosa y de gran compromiso revolucionario, de esos que no brillan en los carteles de neón de la épica revolucionaria, o los titulares de los diarios, pero que parafraseando a Brecht integraba el pelotón de los imprescindibles. Arriesgándose, ventiló ese mamotreto judicial donde de una manera arbitraria se consumó el despojo. Numerosas fotos “armadas” con panfletos del ERP y otras organizaciones políticas estudiantiles ilustraban lo que para el poder constituía un nido de víboras que había que erradicar, un gran guiso para confundir todo. Apelaban a metáforas médicas que invocaban con fruición, hay que hacer “cirugía profunda”, reflexión que entrañaba amenazas para vidas jóvenes que habitaban aquel enclave. Extirpar, desaparecer. Aquel expediente donde sobresalía el testimonio incriminatorio de un docente del departamento contabilidad, aseveraba que ahí se cocinaban todo tipo de amenazas subversivas, avaladas con documentación fotográfica trucada, sembradas por los instructores a tal efecto designados. Eso de armar causas, es una de las asignaturas patrimonio de la policía bonaerense. Apoyándose en esos elementos urdidos aviesamente, se disponía la disolución del referido ente, y el traspaso de todos sus bienes, que incluían una librería emplazada en la Avenida Alem próxima al complejo universitario, y que atendía entre otras cosas la provisión de material bibliográfico imprescindible para los estudiantes de “bolsillos flacos”. También se incluía el comedor universitario.
Sabedores de que esa convivencia alentaba ideas de cambio, la dictadura completó la faena que inició el rector nazi Remus Tetu, aquel propalador del funcionalismo americano que descargaba diatribas contra los inadaptados del sistema. En los huecos de su andar alocado, dejaron las huellas del crimen, ese expediente que debe estar en alguna estantería polvorienta, donde duerme la burocracia, prueba palmaria de cómo se urdió el vaciamiento. Maniatada la verdad, una maraña de maniobras busca silenciarla. La reciente demolición de la casa 17 abona los vaticinios de los enterradores. Crece la maleza, aprisionando, cubriendo, las marcas de un pasado lleno de secretos, melodías trasnochadas, miradas encendidas, discursos reveladores, estallidos y depresiones. Antiguos habitantes, arengas silenciadas, sobrevivientes que cuentan. Entre las ruinas, fluyen resonancias de días mejores, con ello un pasado, y personajes que no merecen la clausura del olvido. Las voces del estadio aun no se han acallado.”Soy un pajaro que canta soy hijo del sentimiento/ juro que pa lo que siento me esta faltando garganta/ soy tigre que no se espanta ante la vida o la muerte/ soy guasca sobada a diente soy de la lanza la punta/ soy potro que no se junta con los domaos a palenque” dice Jose Larralde. No obstante los presagios, el equipo se junta en el vestuario, hay arquero, un zaguero central, con aires de capitán, y nueve gladiadores más. Entonces, ¿habrá revancha?
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